¿Es legítimo que los Estados utilicen la violencia para atemorizar o derechamente asesinar enemigos u oponentes políticos, bajo la justificación de la seguridad nacional?

En época de guerra, como ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, todas las formas de lucha fueron utilizadas, partiendo por la eliminación de millones de seres humanos en los campos de concentración nazi, en varios países de Europa; principalmente judíos y también comunistas, patriotas, gitanos, homosexuales o discapacitados. La resistencia al invasor alemán asesinó también a jerarcas y tropas, como lo hicieron en 1942 con «el carnicero de Praga», el general Reinhard Heydrich, o con la muerte de 35 soldados en un atentado en Roma, en 1943, a través de una bomba en la Via Rasella. La respuesta de Adolf Hitler fue borrar del mapa el pueblo de Lídice, en la ex Checoslovaquia, donde se habían escondido los atacantes y, en Italia, ejecutar a 10 civiles por cada soldado alemán, lo que significó 335 asesinatos con un tiro en la nuca en las fosas Ardeatinas, hoy lugar de recogimiento y recuerdo de los horrores de la ocupación. Durante la guerra de Vietnam el olor del napalm era común en los campos donde fueron incendiadas miles de hectáreas de arrozales y bosques, para eliminar a los guerrilleros del Vietcong. Pero, además, los soldados estadounidenses asesinaron y violaron en la aldea de My Lay, en 1968, a 500 mujeres, ancianos y niños. Además, se cometieron crímenes ecológicos que aún perduran en la naturaleza y en seres humanos, como fue la utilización del herbicida conocido como «agente naranja». Transcurridos más de 50 años, subsisten sus efectos en los sobrevivientes y en los sedimentos de los lechos de ríos y suelos que forman parte de la cadena alimenticia.

Recientemente, el pasado 27 de noviembre, fue asesinado en las afueras de Teherán, Mohsen Fakhrizaden, a quien dos años atrás el Primer Ministro israelí, Benjamín Netanyahu, había sindicado como jefe del programa nuclear de ese país. El gobierno de Jerusalén se negó a admitir o negar su participación, pero es el sexto científico iraní asesinado en los últimos años. El 03 de enero pasado, en Bagdad, Estados Unidos asesinó al general Qasem Soleiman, quien era el jefe máximo de la Guardia Revolucionaria de Irán. El Departamento de Estado explicó que fue el presidente Donald Trump quien dirigió el ataque, que tuvo como finalidad «proteger al personal estadounidense en el extranjero».

Irán tiene una larga lista de crímenes de los que ha sido acusado, siendo el más dramático el ocurrido en Buenos Aires, en la sede de la Asociación Mutual Israelita en Argentina (AMIA) que costó la vida a 85 personas. El exgobierno libio, que encabezó Muamar Gadafi, fue responsable del atentado al avión de Pan Am, en 1991, que cobró la vida de 270 personas. Rusia ha sido acusada de eliminar a opositores en el país y en el extranjero, como fue el caso del exagente de los servicios de espionaje, Alexander Litvinenko, envenenado en el Reino Unido, en 2006. En 1985, el servicio secreto francés, bajo el gobierno que presidía François Mitterrand, fue el responsable de poner una bomba en el barco de Greenpeace, que se oponía a los ensayos nucleares en el Pacífico sur, dejando un muerto, el fotógrafo portugués Fernando Pereira. Un grupo terrorista de exiliados cubanos, con sede en Miami, dirigido por un exagente de la CIA y tolerados por Washington, fue el responsable de poner la bomba en el avión de Cubana de Aviación y que costó la vida a 73 personas en 1976. En América Latina, la historia del terrorismo de Estado es un campo fértil aún para investigar los miles de casos amparados por las dictaduras. Los gobiernos cívico-militares en República Dominicana, Haití, Nicaragua, Paraguay, Brasil, Uruguay, Argentina, Bolivia y Chile, por nombrar algunos, han hecho reescribir parte del derecho internacional, en especial, todo lo relativo a los derechos humanos.

Los chilenos conocemos bien lo que es el terrorismo de Estado. Lo vivimos y sufrimos durante los 17 años que encabezó Augusto Pinochet. El uso ilimitado del poder, sin restricciones legales ni morales, por parte de las fuerzas armadas y la cooperación de numerosos civiles desataron una persecución inédita en la historia del país, que no respetó ni ancianos, ni mujeres embarazadas, ni niños. Tampoco, la soberanía de otros países, atentando y asesinando a chilenos y extranjeros en Buenos Aires, Roma y Washington.

No existe una definición única de terrorismo de Estado, pero se entiende que es el uso ilegítimo de la fuerza por parte de un gobierno para atemorizar a quienes considera enemigos, pudiendo ser nacionales de su propio país o de un país extranjero. Al asesinato podemos agregar el desaparecimiento forzado, el secuestro, la tortura, la limpieza étnica y las ejecuciones extrajudiciales, entre otras formas de violación de los derechos humanos. Estas son llevadas a cabo en regímenes dictatoriales o Estados democráticos, donde grupos armados operan a través de redes clandestinas, con recursos públicos y la complicidad de los gobernantes.

El gobierno que preside Hasan Rohani y el guía supremo de Irán, el ayatolá, Ali Jamenei, responsabilizaron al gobierno de Israel por el asesinato de Fakhrizaden. Indicaron que, a su debido tiempo, los responsables pagarán y que su programa nuclear continuará adelante. El atentado se efectuó pocos días después de la gira de despedida del secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, quien visitó Israel, Qatar, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos (EAU). Este último país estableció relaciones diplomáticas con Israel, lo que se considera un logro más de la administración Trump en beneficio del gobierno de Jerusalén. Además, se concretó la venta por 23 mil millones de dólares en armas, incluyendo 50 aviones de combate F-35, a EAU, lo que viene a alterar aún más, la precaria estabilidad de la región. Pompeo visitó las ocupadas alturas del Golán y auspició el encuentro entre el primer ministro, Benjamín Netayahu y el príncipe heredero del reino de Arabia Saudita, Mohamed Bin Salmán. Este último está acusado de haber ordenado el asesinato del periodista Jamal Kashoggui, ocurrido en la sede del consulado saudita en Estambul, Turquía, en 2018.

Estados Unidos, Israel y Arabia Saudita tienen como enemigo común a Irán, y buscan impedir la reactivación del acuerdo nuclear firmado por los países europeos y del cual se retiró Washington, apenas asumió el gobierno el presidente Trump. Por su parte, Irán niega el derecho a la existencia del Estado de Israel, pese a que ambos países sostuvieron una estrecha relación de cooperación técnica y militar hasta el derrocamiento del Shah Reza Pahlevi, en 1979, año en que Teherán anuló todos los acuerdos. Durante la guerra de Irán con Irak, (1980-1988) Israel entregó ayuda militar a Teherán por 500 millones de dólares y este país agradeció entregando información de inteligencia, que permitió a la aviación israelí destruir un reactor nuclear donde el exlíder iraquí, Hasan Husein, pretendía construir una bomba atómica.

Israel, al igual que los Estados Unidos, ha expresado que no está dispuesto a aceptar que Irán desarrolle armas nucleares. Tampoco Washington, que ha dicho lo mismo de Corea del Norte, pero con menos vehemencia. Cuando Pakistán y la India preparaban sus bombas atómicas hubo duras condenas, pero una vez que las tuvieron, rápidamente las sanciones fueron olvidadas y hoy son parte del exclusivo club. No sería extraño que, en un futuro, tal vez no tan lejano, sucediera lo mismo con Irán o Corea del Norte. Al final del día, ningún país está dispuesto a iniciar una guerra con quien está en posesión de armas nucleares.

El terrorismo es un asunto grave, un crimen injustificable donde muchas veces mueren inocentes. El terrorismo de Estado lo es igual y debe ser condenado, pero aquello no sucede en los lugares que corresponde: tribunales y los organismos internacionales, como Naciones Unidas. Se trata, aunque parezca un chiste cruel, del respeto a la soberanía y al orden internacional que todos dicen defender. Los países callan por el cálculo de intereses, de balances estratégicos y el permanente juego de poder de las grandes potencias especialmente. Los países pequeños solo pueden observar sin espacio alguno para protestar por temor a ser castigados. La impunidad de los Estados que actúan utilizando métodos condenados por la comunidad internacional, estimula el surgimiento del terrorismo y de acciones de represalias. Este círculo de violencia, que ya poco sorprende, nos aleja del objetivo universal de convivencia pacífica y civilizada que proclaman los mismos Estados.