Hubo una vez en Cuba una revolución: fue tan grande como auténtica; a ella acudió esperanzada la vanguardia del pensamiento progresista de mediados del siglo XX. A la vista de todos, David vencía a Goliat. Aquella revolución dejó de existir hace mucho, puede que para 1971 ya no quedaran más que rescoldos, pero su pujanza tiene por derecho un meritorio lugar en la memoria de las naciones americanas.

Hoy en Cuba no hace falta ser muy listo para reconocer un sistema de represión maligno que verifica la deriva a esperpento de una proeza histórica ya agotada; un sistema fundado en el miedo y fundido lentamente durante décadas. Los gobernantes cubanos de hoy hablan en nombre de un proceso pasado, muerto y obvian que, para ser absueltos por la historia, es fundamental no ser absorbidos por la ignorancia. Solo les queda el teatro: la puesta en escena —repetitiva, machacona— de arrebatos de dignidad que moverían a chanza si no exprimieran con ellos el estómago de una ciudadanía sobre la que mantienen la capacidad de dirección. Para comer hay que aplaudir.

Desde el 1 de enero, con la entrada en vigor de la reestructuración monetaria implementada por el Estado, muchos no comerán ni así aplaudan. El grueso de las divisas que Cuba ingresa llega por tres caminos: la venta de servicios en el extranjero, los beneficios del sector turístico y la caja directa de las remesas familiares. El cambio de signo político en gobiernos latinoamericanos ha supuesto la reducción drástica de los ingresos por servicios —básicamente personal médico, aunque también pedagógico, deportivo y militar— y la pérdida de lucrativos mercados como Brasil. El varapalo es aún mayor en el turismo, reducido prácticamente a cero por la pandemia y cuya recuperación será lenta. La paradoja de que el sistema se sostiene —en varios miles de millones— gracias al dinero enviado desde el extranjero por familiares que han huido del régimen, se hace ahora más evidente, más sangrante.

Un verso suelto, relacionado con la regulación oficial de la vida cultural del país, ha propiciado, cual catalizador inesperado, que la mayoría de la gente una en un solo concepto el deterioro económico y la gestión política. ¿Qué es el decreto 349? Es una vuelta de tuerca al control de la expresión cultural, un texto jurídico que solo permite representar variantes del mismo acto y si fuera necesario, permitiría examinar casuísticamente las manos de miembros del público para comprobar cuán rojas de aplaudir las llevan.

Lo que en principio fue el enfrentamiento de jóvenes artistas con escasísimos recursos de todo tipo contra la aprobación de tan peculiar decreto ha devenido en oleada de expresión del descontento. Los órganos de poder hablan en Cuba desde una extinta voluntad épica, mecen con malicia la vulgaridad para exaltarla —cual bestia ciega— contra el análisis profundo y contra el pensamiento crítico en un combate desigual. Acostumbrados a desarticular «organizaciones contrarrevolucionarias», las fuerzas de la seguridad del Estado repitieron contra esos jóvenes su táctica de contención. Una vez más, intentaron enmudecer a los nuevos disidentes con maniobras patibularias: nombres nuevos engrosan la lista larguísima de traidores, terroristas, desafectos y mercenarios que se han atrevido a desafiar el poder omnímodo de la revolución: Luis Manuel Otero Alcántara, Iliana Hernández, Carlos Manuel Álvarez, Tania Bruguera, Michel Matos, Omara Ruiz Urquiola, Maykel (Osorbo) Castillo, Anamely Ramos… El decreto 349 ha sido la piedra de toque que ha dislocado la marcha eficaz de la maquinaria de control; contra todo pronóstico estas personas han echado a rodar un estado de opinión expansivo y de nada le han valido esta vez al gobierno sus probados recursos para ocultar el criterio de quienes piensan diferente.

Por primera vez, el gobierno presenta —seguramente muy a su pesar— síntomas de debilidad, síntomas nunca antes visibles: el gobierno tiene miedo, y se nota. El discurso de David contra Goliat que tanto rédito dio para magnificar gestas heroicas se ha dado la vuelta, el hito liberador de 1960, aquel «huracán sobre el azúcar», yace exánime. En su lugar, el gobierno cubano —que siempre presumió de David— es identificado cada vez más como Goliat.

Puede ese corpulento filisteo, dueño de todas las tribunas, intentar presentar un retrato de las personas vinculadas a la protesta cual terroristas financiados por el imperio, y su empeño sería un chiste si no fuera un empeño criminal. La verdad es que estos nuevos disidentes, con sus cuerpos hambreados, sus miradas limpias y esa expresión —desgraciada o afortunadamente— ingenua con la que reivindican espacio para algo tan elemental como el ejercicio libre de la opinión, nos hablan más allá de los adjetivos estudiados para desprestigiarlos y nos mueven el instinto humano de confiar en la amabilidad de los extraños. ¿Quién es ahora David? Basta imaginar, no al David de Tiziano, no al de Caravaggio, si siquiera al de Rubens; no son tiempos ya de alabar la hazaña cumplida. Quizá debamos mirar al tenso David de Bernini, a punto de soltar la honda, y no dejarlo solo.

(Autoría de María de la Cabeza)