Cuando se empezó a poner en escena Macbeth, de William Shakespeare (la gran anatomía sobre el miedo), la palabra fear (temer) y la palabra fair (hermoso) se pronunciaban igual en la vieja lengua inglesa del 1600 y hasta el 1700; sonaban similares. Shakespeare (tan astuto, tan sutil) lo tenía muy claro y, en varios de los parlamentos, mezcla las dos palabras en juegos semánticos diversos. Detrás, había una gran alegoría: lo peligroso es hermoso. En el peligro puede estar nuestra salvación.

Este 2020 que recién terminó será recordado como el año de la pandemia y sirvió para mostrarnos nuestros límites como humanidad. Nuestra precariedad y finitud; cómo la arrogancia de nuestros impulsos (la codicia, la ambición de poder) nos llevó, a fines del siglo XX e inicios del siglo XXI, a rebasar nuestros límites y ver el abismo: un planeta en distopía y desolado por muchos meses.

La gran pregunta es: ¿el haber llegado al límite del miedo con la COVID-19 nos hará más inteligentes, más modestos y menos arrogantes? ¿Haremos un cambio de rumbo de nuestros patrones de vida? Porque la covid es apenas el inicio. Fue, lo es todavía, una tragedia relativamente pequeña (1.8 millones de personas muertas para fin del 2020, quizá unos 3 millones cuando termine) en comparación con los grandes peligros que tenemos por delante. La aventura de la civilización —capaz de generar tecnología, inventos, magníficas creaciones del arte y del pensamiento, grandes descubrimientos en diversas áreas— está, también, llevando al límite la sostenibilidad del planeta y de los seres humanos que lo habitamos.

Técnicamente, no estamos destruyendo el planeta. Nos estamos destruyendo a nosotros mismos, ejecutando nuestra propia extinción. El planeta seguirá allí, después de nosotros, transmutado, con otras especies y seres que vendrán y nacerán de nuestras cenizas, como después de los primeros protozoarios empezó a germinar vida más compleja o como, a partir de la gran extinción masiva del Cretácico-Paleógeno, hace 65 millones de años, nacieron otros seres.

Mas de 200 científicos y expertos mundiales de 70 países se reunieron en abril de 2019, en Nairobi (Kenia), y anunciaron lo que vendrá. Esta década 2021-2030 —estos justos diez años que tenemos por delante— serán los decisivos para cambiar el rumbo. En caso contrario, a partir del 2030 y hasta el año 2050 empezará el Armagedón ambiental, un proceso de deterioro integral del planeta que podría derivar en el colapso de la humanidad en su capítulo final.

La emisión de gases y la subida de los océanos

Ya está sucediendo. Desde junio de 2019, en Groenlandia empezaron a desprenderse grandes pedazos de hielo, en un proceso que parece irreversible. Al ritmo actual de calentamiento global, la temperatura del Ártico subirá en pocas décadas entre 3 y 5º C, lo cual devastará la región y acelerará una dramática cadena de efectos planetarios, empezando con la subida de los niveles del mar en todo el mundo. Un aumento de sólo dos metros en el nivel del mar generará cataclismos. Ello estaba previsto para el 2100, pero se acelera para el fatídico 2050.

El aumento de las temperaturas asociadas al calentamiento de la Tierra despertará a un gigante dormido. A partir del deshielo del casquete norte, se desencadenarán mayores emisiones de gases de efecto invernadero —al liberarse el carbono y metano atrapados en el permafrost—, la acidificación de los océanos (que arrasa con los ecosistemas) y aumentará la contaminación del mar. Desde inicios del año 2000, el cambio climático ya está diezmando los bancos de pesca de las especies buscadas por las flotas comerciales.

El Ártico es una zona especialmente vulnerable al cambio climático, pero, además, extiende una influencia crucial sobre el clima global y los ecosistemas. Adicionalmente, el Antártico sufre también un proceso de calentamiento y desprendimientos. El aumento del nivel del mar ocasionará la inundación de muchas zonas costeras, donde vive cerca del 30% de la población mundial, lo cual generará migraciones al interior de los países, crisis humanitarias por alimentación, derecho a la propiedad y violencia a gran escala.

La imagen hollywoodense de la isla de Manhattan inundada y en caos total (común en muchas películas futuristas, con la estatua de la libertad debajo de mar, asomando apenas su tea) no está tan lejos de la realidad. Muchas ciudades costeras como Ámsterdam, Hamburgo, Buenos Aires, Londres, Ciudad del Cabo, la propia Manhattan y varias otras serán cubiertas por el mar. Bangladesh —el país entero— sería inundado. Las escenas dantescas de las películas de ciencia ficción habrán sido una premonición de lo que vendrá. Las migraciones internas de ese 30% de las personas del mundo que viven en las costas buscando zonas más altas serán causa de guerras, así como la búsqueda del agua dulce.

Las bacterias que vendrán, la zoonosis y los nuevos virus

En dos décadas, «las superbacterias», patógenos multirresistentes a los antibióticos, serán la principal causa de muerte para los seres humanos Las bacterias inmunes a los tratamientos se desarrollan por el exceso de medicación inadecuada en humanos y ganado. Pero, como han comprobado análisis científicos, también tienen su origen en el daño ambiental, debido a la cantidad de restos de productos bioquímicos que llegan, por ejemplo, en vertidos de agua.

Las bacterias Escherichia coli y la Klebsiella pneumoniae serán las dos principales asesinas. El uso indebido de los antibióticos (en seres humanos y en animales, que después pasan a los humanos en la ingesta de alimentos) convertirán a la vida cotidiana en un peligro constante. Las cirugías rutinarias, los nacimientos, la neumonía e, incluso, las infecciones de la piel podrían volverse un peligro para la vida.

A ello se suman las zoonosis emergentes (el virus de la COVID-19 es uno de esos casos), que son las enfermedades que resultan de la evolución de un agente patógeno que modifica su afinidad hacia nuevos huéspedes, que cambia de vectores, o aumenta su agente patógeno. Los virus de influenza H5N1 y H1N1, causantes de las conocidas fiebre aviar y porcinas, respectivamente, fueron claros ejemplos de zoonosis emergentes. El sida, incluso el Ébola, parecen haber tenido su origen hace algunas décadas en patologías resultado de zoonosis. El proceso de zoonosis tiende acelerarse en el planeta por la superpoblación y la necesidad de nuevas fuentes alimenticias que trasgreden los límites de la salud.

Hay que añadir, también, el envenenamiento del aire. La mala calidad del aire se ha consolidado como un factor de riesgo alto de muerte, sobre todo en Asia y África, como indica el PNUMA. A inicio del 2020, un estudio había recalculado los fallecimientos prematuros relacionados y dobla la cifra de muertos en Europa, los Estados Unidos, Asia y América Latina.

La desigualdad económica: el peor de los virus

Una de las paradojas más grotescas de la humanidad es que —mientras mueren cerca de 30,000 personas de hambre todos los días del mundo y existen más de 1,200 millones de seres humanos con hambre o infra alimentados— en muchos de los países desarrollados se tira a la basura 1/3 de los alimentos y la enfermedad de la obesidad llega al 60% o 70% de la población.

Aparte de ser un hecho doloroso e indigno para la civilización, de ser brutalmente injusto, estamos sobrecargando ambientalmente el planeta para producir alimentos que no se aprovechan. La producción de carne —que obliga a una ganadería extensiva que promueve la deforestación creciente de bosques en distintos continentes— está generando una daño sistemático y creciente. El consumo de carne contribuye al calentamiento global y está transformado nuestros países en sabanas, pastizales y territorios yermos.

El 1% de la población posee el 82% de la riqueza mundial, como ha indicado OXFAM (Londres, 2020). Hay 2,153 multimillonarios que tienen más dinero que 4,600 millones de personas, es decir, el 60% de la población mundial. Se trata de una concentración de la riqueza indecente y perversa. No sólo es injusta (como ha insistido Warren Buffet y otros pocos multimillonarios quienes han pedido pagar más impuestos), sino que es una amenaza contra la supervivencia de la raza humana. Entre mayor marginalidad, mayor desequilibrio ambiental, mayor peligro de zoonosis, y mayores desbalances integrales para el planeta. Y una civilización más indigna, que se aniquila a sí misma.

Las guerras por el agua

El agua debería ser —junto con el aire— el bien más público de la humanidad. Su acceso es vital para la vida misma. Sin embargo, las guerras del agua ya empezaron en diversos lugares desde fines de 1990 e inicios del 2000. Desde Chad a Darfur, Sudán, el desierto de Ogaden en Etiopía, Somalia, en áreas de Yemen, Irak, Pakistán y Afganistán, la escasez hídrica está generando muerte del ganado y la agricultura, extrema pobreza y desesperación; así como propagación masiva de enfermedades existentes en el agua escasa y contaminada.

Para 2021, más de 2,000 millones de personas carecen de acceso a letrinas en el planeta y tienen que satisfacer sus necesidades fisiológicas al aire libre. Más de 2,600 millones de personas no tienen acceso a agua potable, y el número puede crecer a 4,000 millones en la próxima década. Es decir, casi la mitad de una humanidad superpoblada que tendrá 8,300 millones en 2030 carecerá totalmente de agua potable.

En muchos de los países, las políticas públicas tienden a la privatización y la concentración del agua en pocas manos y, en muchas regiones de África, Asia, y América Latina misma, ha sido común la utilización de ejércitos públicos (y también privados, conformados por mercenarios) que protegen las fuentes de agua para sus dueños. Se trata de una tensión explosiva para el futuro de la humanidad.

Para muchos pasó desapercibida la noticia del pasado 8 de diciembre de 2020, según la cual «el agua empezó a cotizar en el mercado de futuros de Wall Street». Una mala noticia, sin duda. El acaparamiento de las fuentes de agua en puntos neurálgicos y estratégicos del planeta en manos de grandes corporaciones será letal. Tener que pagar por agua potable para personas que viven y vivirán con 2 a 5 dólares al día (una cuarta parte de la población) será una agresión de lesa humanidad.

Los plásticos y la muerte de los océanos

Unos ocho millones de toneladas de plástico se tiran a los océanos cada año. Hay ya varias islas de plástico (execrable metáfora de la condición humana) del tamaño de Francia en el Pacífico y en el Atlántico. El Mediterráneo es hoy un mar camino al envenenamiento. El volumen de plástico es tal que, para el año fatídico año 2050, la ONU estima que habrá más plásticos que peces en los mares del planeta.

El plástico, que tiene poco más de 100 años (1860), pero que inundó comercial e industrialmente el planeta desde 1970, es otro factor que nos terminará matando. Nuestra tecnología inventó los propios verdugos que nos terminarán aniquilando. Además, los microplásticos (que no se ven, pero están allí) son otro factor letal, pues son consumidos por la fauna marina y posteriormente por los seres humanos, en una cadena alimenticia devastadora. El vertido constante ha infestado las aguas de los ríos y de los mares de millones de microplásticos.

La suma de estos cinco factores nos terminará aniquilando como civilización y el proceso se dará entre el 2030 y 2050. Muchos quizá estaremos vivos para verlo, salvo que hagamos un cambio radical en nuestros patrones de vida a partir de este momento, de este año 2021, que recién empieza.

En este escenario final hay dos hipótesis: La primera, es el colapso total que indican muchos de los 200 científicos y expertos mundiales que se reunieron en Nairobi en abril de 2019 y lanzaron su grito de alarma final. Un planeta con el aire y los ecosistemas destrozados, inundado, incapaz para la sobrevivencia humana. La extinción. El segundo escenario no es menos ominoso, y ha sido descrito por el historiador israelí Yuval Noah Harari. Un mundo postapocalíptico, donde un pequeño segmento de la población superrico podrá costearse vivir en «burbujas» de bienestar, mientras una gran mayoría, quizá el 90% o 95% de la humanidad, estará destinado una infravida de hambre, enfermedades, privaciones, luchas tribales por el agua, de muerte temprana, sujeta a las inclemencias de un planeta que es ya incapaz de albergarlos.

Cualquiera de los dos escenarios sería un triste final para una humanidad que estaba destinada a mejores cosas; una humanidad que nos dio a Homero, a Virgilio, a Shakespeare, a Cervantes, a Kant, a Mozart y a Beethoven, a Galileo y a Leonardo, a Newton, a Einstein, a Madame Curie, a Wangari Maathai, a Mandela y a tantísimos seres humanos maravillosos que empujaron la barca de la creación hacia delante. Un planeta en el que la gran «aventura de la civilización», como la denominó Benedetto Croce, parecía un arco y una flecha hacia arriba, que nunca pararía.

(Este artículo es una ampliación de la reflexión publicada el 15 de septiembre de 2020 en esta revista)