Mucho se habla sobre que, en ocasión de la pandemia que asola al mundo, la crisis socioeconómica creada debe ser una oportunidad para reflexionar y avanzar hacia lo que algunos denominan una nueva y mejor economía.

En la mayoría de los países del planeta, sobre todo en el llamado «Primer mundo», se escuchan fuertes reclamos por la vergonzante desigualdad que divide a las sociedades en una minoría (aprox. 10%) que vive en la abundancia y el despilfarro, mientras que el resto de la población —en diversos niveles—se esfuerza a diario por lograr el sustento familiar y desarrollarse en condiciones de vida mínimas correspondientes a la dignidad de todo ser humano.

Esta desigualdad pareciera ser reforzada por la pandemia, incrementando los ingresos de la minoría más rica al mismo tiempo que ha exponenciado las debilidades de los sectores menos favorecidos. Son estos los que, en general, han resultado ser los más afectados por esta crisis sanitaria.

En un tratado publicado en 1962 (en inglés A Philosophy of Labor, publicado por Alfred A. Knopf Inc.), el autor Frank Tannenbaum nos da una visión de hechos ocurridos a consecuencia de la Revolución Industrial. Él refiere cómo en el medioevo se habían desarrollado una gran cantidad de asociaciones de tipo gremial, cuyo origen se remonta a la época de Roma, en cuyo reino se les dio carácter de entes jurídicos.

Así, zapateros, talabarteros, alfareros, sastres, pintores, orfebres y demás practicantes de oficios se enrolaban en dichas comunidades de trabajadores de la misma categoría. Estos fueron estableciendo sus propias regulaciones tales como requisitos de ingreso, entrenamiento, categorías en el ramo, promociones, tarifas a cobrar, etcétera.

Con el paso del tiempo, dichas comunidades evolucionarían a asumir roles como el de brindar estabilidad en el oficio que se practicaba, como cuidados de salud y protección en momentos de desempleo por diversas razones —en especial— y evitar competencias desleales. Todo ello ocurría en el lugar de residencia del operario y su entorno familiar. Es decir, el obrero, artesano, trabajador en general, se sentía parte de una comunidad en la que compartía y convivía con otros en normal ejercicio del carácter gregario del ser humano, tal a como lo definió Aristóteles: un zoon politikon.

Pero irrumpe la Revolución Industrial y violenta el sistema existente, en especial las asociaciones de los operarios de la época y provoca de golpe su desarraigo al hábitat familiar, pues, para obtener trabajo, debe desplazarse hacia los centros urbanos que se vienen conformando alrededor de las fábricas, célula fundamental del nuevo sistema de producción que se viene desarrollando.

El operario, de pronto, se enfrenta a una nueva realidad en solitario: es él, solo, ofreciendo su fuerza de trabajo ante el poder económico y político del empresario; empresario cuyo básico afán es el del lucro: el obtener ingresos a cambio de lo que produce materialmente o de los servicios que ofrece. Ello implica la concepción de que, en la medida que se disminuyan los costos de producción, el retorno será mayor. El objetivo claro para la reducción de costos no es otro que el valor de la mano de obra, lo que origina establecer la menor remuneración posible por la obra o servicio a prestar; el mayor número de horas de trabajo diario los seis días de la semana; el costo menor del trabajo infantil y femenino; y, entre otros, la no responsabilidad por el entorno familiar del empleado (vivienda, educación de menores, estado de salud, descansos, accidentes de trabajo, etc.).

Es la aplicación al máximo del principio liberal laissez faire o, en castellano, dejar hacer o dejar pasar; cada quien es cada quien —cada individuo resuelve sus problemas, es el sálvese quien pueda. Su consecuencia inmediata fue la preeminencia del más fuerte, del mejor preparado y la concentración de riqueza y poder en manos de los más hábiles e inescrupulosos, generando condiciones de trabajo inhumanas y una progresiva desigualdad entre los pocos que tienen y la inmensa mayoría que lucha por sobrevivir el día a día.

En la obra aquí referida, el señor Tannenbaum nos hace un relato del proceso que se desarrolló en los Estados Unidos de América a finales del siglo XIX. Por una parte, el sector capitalista en pleno desarrollo y, aprovechando la extensión y diversidad territorial del país, así como sus amplios y abundantes recursos naturales de carácter industrializable, se expande a nivel nacional y encuentra, primero, la noción de empresa industrial —es decir la consolidación de todas las empresas de un mismo sector industrial, como ferrocarriles, petróleo, textiles, transporte, etcétera—, lo que les aseguraba el control de todos los aspectos de la industria; incluidas las condiciones de trabajo de la mano de obra respectiva; y, segundo, que el poder económico emanado del control industrial les da también poder político; lo que les permitirá obviar o retrasar legislación que regule su industria o, a contrario sensu, redactar ellos mismos las reglas del juego a nivel nacional.

Por su parte, los componentes de la mano de obra empleada se encuentran atomizada e individualmente enfrentados a su cada vez más poderoso empleador; este con todas las ventajas que le da su poder económico empresarial y el consecuente poder político que emana del mismo.

Aprovechando tales condiciones, el gremio empresarial no dudó en recurrir a la violencia para someter o suprimir al trabajador que realizara manifestaciones de protesta por la forma en que era tratado: no como persona, sino como simple cosa o mercancía. Para tales efectos, contrataban agencias dedicadas a —algunas veces violentamente— romper huelgas o protestas laborales del trabajador, considerado como perturbador del proceso productivo.

En una huelga en la industria del acero en 1919 los actos de violencia utilizados contra los trabajadores llamaron la atención de la opinión pública norteamericana y provocó la realización de algunas Comisiones Oficiales de Investigación de los hechos. Una de ellas concluyó:

El frecuente sometimiento de la ley y sus administradores, por las mismas autoridades oficiales, a los funcionarios de la empresa local…

A fin de llevar a efecto su lucha contra la organización de trabajadores, algunas de las industrias del acero, equiparon a sus guardas privados con pistolas antidisturbios, máscaras de gas, municiones y granadas de gas…

Autoridades y administradores judiciales olvidan su imparcialidad y se afilian al sector poderoso que les ofrece —directa e indirectamente— alguna ventaja, protección o beneficio personal.

Estas citas de la obra del Sr. Tannenbaum, están referidas en las páginas 64 y siguientes.

La lucha se extendió por varias décadas y la violencia utilizada fue creando una opinión pública que repudiaba tales hechos. En consecuencia, se fue generando presión sobre las autoridades para intervenir ante tal situación y dejar de considerar la relación capital-trabajo como un asunto privado y, por lo tanto, de incumbencia de las partes interesadas únicamente.

Dicha opinión pública también se fue inclinando a favor de los reclamos del sector del trabajo y a presionar por la regulación de las relaciones laborales con leyes que fuesen en beneficio del trabajo y no solo del capital, a como venía sucediendo.

En tal sentido, el señor Tannenbaum señala la presidencia de Woodrow Wilson y su ley contra los monopolios, el Clayton Act de 1914. Este es un momento clave del desarrollo de la intervención del Estado tratando de limitar la concentración de poder en el sector económico y generar reglas que tiendan a equilibrar la diferencia de fuerzas existentes entre los sectores del capital y del trabajo.

Pero no solo se debió el cambio al decretarse leyes antimonopolios. Fue clave la resistencia e insistencia de trabajadores exigiendo el respeto de sus derechos y el reconocimiento del aporte que con sus manos o mentes realizan para garantizar el éxito de todo sistema de producción de bienes o de prestación de servicios. A lo largo de tal resistencia hubo sudor y sangre, ya que arriesgaron no solo su integridad física sino también en muchos casos la vida misma —en especial los trabajadores dedicados a la organización de sus colegas en los sindicatos de su respectiva industria de trabajo.

Tannenbaum hace referencia a Samuel Gompers, (líder organizador de sindicatos y luego presidente de la Organización Sindical Nacional, conocida en inglés como la American Federation of Labor —AFL, que asociaba a todas las federaciones industriales del país. El señor Gompers no tardó en alabar la labor del presidente Wilson y expresar que la Ley antimonopolios podía considerarse como la Carta Magna del trabajo.

La estrategia organizadora en los Estados Unidos fue la de promover los sindicatos de empresa, los que luego se incorporarían a la federación industrial correspondiente y aglutinarían fuerzas a nivel nacional para enfrentar en mejores condiciones al poderío de los empresarios de tal industria —cada una de las cuales se extendía en todo el territorio nacional.

De tal manera, se fueron conformando las federaciones de organizaciones sindicales para asumir y enfrentar cualquier conflicto del trabajo no en la empresa local, sino a nivel nacional. Es decir, al involucrar a todas las empresas de una industria, las que se encontraban distribuidas en los distintos Estados del sistema federal estadounidense.

Un objetivo fundamental de esta estrategia sindical fue la de llevar a los empresarios a aceptar que, tal como ellos se asociaban libremente, los trabajadores también tenían el derecho de asociarse de la forma que mejor sirviese a sus intereses gremiales. Consecuente a tal derecho, deberían aceptar también el derecho de negociar las condiciones de trabajo en las empresas, no a nivel de cada empresa local, sino al nivel de la industria nacional. Para ello, se impulsaba el establecer como compromiso obligatorio realizar negociaciones colectivas, entre la federación sindical y la industria o federación industrial del caso.

Estas negociaciones llevarían al establecimiento de ciertas reglas consensuadas que se formalizarían en las cláusulas de un contrato colectivo, que contendría las condiciones específicas de trabajo a aplicar en cada empresa dentro de la industria en cuestión. Estas cláusulas cubrirían y protegerían a todos los trabajadores de las múltiples empresas que conforman la industria o federación de industrias.

Toda esa experiencia evolucionó en un sentido favorable para ambas partes. El desarrollo industrial, la competencia leal, la prohibición al monopolio o distintos sistemas que afecten la libertad de empresa favorecieron el desarrollo empresarial del país.

Por otra parte, las libertades de organización, de asociación, de reunión y de expresión de los trabajadores permitieron la consolidación del poder sindical. Los sindicalistas y el capital así también consolidaron el sistema de revisar en conjunto las reglas del juego y actualizaron la relación capital-trabajo en forma favorable al bien común.

A la vez, el no tener que requerir de nueva legislación oficial para ello evitaba un posible manejo político de esta relación, la cual podría poner fin al objetivo de armonizar la misma mediante negociaciones capital-trabajo. La negociación entre estas representa el verdadero sentir de su membresía y posibles intervenciones del Estado podían afectar la aplicación y el debido cumplimiento de ambos marcos de operación.

Para ello, la libertad de asociación de los trabajadores es fundamental. Sin ella se continuarían agravando las precarias condiciones de sobrevivencia de un amplio sector de la población nacional en cada país; precariedad que a la vez afecta directamente el consumo de bienes y servicios, que es la fuerza vital del empresariado. La empresa que no vende sus productos o no coloca los servicios que ofrece tiene un futuro de no muy largo plazo y reducir el índice poblacional de los consumidores de tales bienes o servicios, lo cual no sería una estrategia inteligente.

Los remedios inventados a lo largo de estos procesos, como las medidas de protección al producto nacional, las exoneraciones de impuestos y la evasión de estos, son medidas cortoplacistas que solo retardan el fracaso de las empresas. Peor aún, afectan negativamente al desarrollo de la economía nacional.

Una estrategia inteligente sería la de impulsar condiciones que permitan un pleno ejercicio de la actividad personal en un marco de libertades que faciliten a todos los habitantes de un país el poder desarrollarse dentro de la economía nacional en forma integral, aprovechando sus propias capacidades y habilidades personales.

Hay que reconocer a cada uno el mérito personal que tales cualidades le otorgan y desistir de una vez por todas de pretender sobresalir por ser hijo de «alguien» o miembro de «X» familia o grupo económico o político. Con ese sistema, bajo cuya influencia se obtienen privilegios y beneficios que en última instancia resultan siendo asumidos por la empresa y agregados al costo de producción, se encarece el bien o servicio ofrecido al consumidor y resulta pagando tales beneficios personales.

una estrategia basada en la meritocracia solo podrá lograrse mediante la implementación de una considerable inversión en educación —especialmente en los niveles preescolar, de educación primaria, secundaria y técnica. Es importante establecer, mediante políticas públicas, la educación obligatoria y gratuita en tales niveles para ir superando el flagelo del analfabetismo, que facilita la permanencia de los ciclos de pobreza, en especial en los sectores poblacionales de las zonas rurales de los países.

Asimismo, la educación universalizada genera conciencia cívica. Con ella las personas sabrán usar mejor de sus derechos dentro de los marcos legales existentes. Así se entenderá que todo aquel que trabaja —es decir, quien pone sus habilidades o conocimientos al servicio de otro— tiene derecho a laborar en un marco de condiciones que respeten su eminente dignidad de ser humano y valore el trabajo que se realiza como la expresión que es de la dignidad del trabajo y no una simple mercancía con la que se pueda negociar o prescindir.

Ello nos llevara a una revaloración del trabajo como elemento primordial del proceso productivo y al reconocimiento del sujeto que lo realiza; es decir el operario manual o el empleado intelectual. Se requiere relanzar la tesis de la necesidad del derecho de libertad sindical: cada trabajador decide libremente en cual asociación incorporarse y en ella debe tener libertad para elegir a sus representantes idóneos. Las cúpulas impuestas de una u otra forma solo han servido para distorsionar el carácter gremial sindical y utilizadas para controlar e incluso destruir el auténtico sindicalismo.

Las asociaciones sindicales deben tener derecho a negociar directamente con su empleador las condiciones en que desempeñaran su labor, garantizándole se respetara su dignidad como ser humano y una remuneración suficiente para su sustento personal y familiar, acordando, por ejemplo, que el concepto de salario mínimo no es de techo máximo, sino solo el piso sobre el cual ir construyendo el edificio social del trabajo.

Se dice que toda crisis genera oportunidades. La presente crisis sanitaria, con sus efectos negativos en lo económico-social, debe asumirse como la oportunidad de revertir muchos de los daños originados en la Revolución Industrial que diseñaron un marco de medidas y acciones sumamente favorables para el capital y en detrimento del factor trabajo. Esto creó situaciones de injusticia social que aún persisten en muchos de nuestros países y que deben ser, al menos, revisadas e idealmente superadas por un nuevo marco legal y real. Esto provocaría un mayor equilibrio entre los factores capital y trabajo, permitiendo así una mejor distribución y disfrute de la riqueza nacional producida por ambos. Se evidenciaría en un mejoramiento de las condiciones de vida del trabajador en general, y un ambiente de desarrollo sostenible y progresivo en los índices de productividad de bienes y servicios. Así se beneficiaría toda la comunidad en que se vive.