Al ultraderechista Jair Bolsonaro y su cohorte de militares aún les quedan dos años de gobierno y sigue invirtiendo los recursos del Estado para garantizar que, en ese lapso, no sufra mayores contratiempos, pese a la pandemia y la pobreza agigantada, mientras en la oposición progresista siguen discutiendo si primero va el carro o los caballos.

Más allá de todos los conflictos —externos e internos—, Bolsonaro está en una encrucijada, ya que deberá decidir entre mantener a su ministro ultraneoliberal, Paulo Guedes, o aprobar un auxilio de emergencia para los más carenciados. Ya quitó la ayuda de 600 reales (112 dólares) y quizá trate de lanzar una de 300 reales (56 dólares), junto con la reforma administrativa que, en definitiva, significa corte de salarios.

El diario O Globo se lo puso en blanco y negro: sin el auxilio de emergencia, la pobreza alcanzará al 30 por ciento de la población y su nivel de aprobación caerá. Y sin Guedes, que insiste en su reforma tributaria para transferir la renta de los más pobres a los más ricos, pierde el apoyo empresarial.

La actividad criminal del gobierno de Bolsonaro y su ministro de salud, el general Eduardo Pazuello, en la masacre de Manaus volvió a situar el papel de los militares en el gobierno en el centro del debate político, poniendo de relieve la incomprensión, renuencia o negación imperante en la esfera política e intelectual sobre el papel de los militares en la génesis y en la evolución del momento histórico actual.

O sea, no se admite el liderazgo y la responsabilidad central de los militares en este brutal proceso de devastación del país. El mito de la profesionalidad de los militares, nacionalistas, patriotas, desarrollistas y leales a la Constitución sigue siendo una fuente fructífera de ilusiones y autoengaños en el mundo civil.

Una de las mayores ilusiones respecto al gobierno de Bolsonaro es que estaría compuesto por dos ejes en continuo antagonismo: un núcleo ideológico, con sus pautas de regresión social y aislamiento internacional, y un núcleo militar. Si el primero sería impulsado por la creencia en ser el protagonista mayor de una revolución conservadora, el segundo estaría pautado por cierta perspectiva moderada y racional.

En verdad, señala Vladimir Safatle, esa fue la mejor narrativa que las fuerzas armadas pudieron encontrar para sí mismas. Eso les permitió tomar por asalto el poder ejecutivo, colocando millares de sus efectivos activos y de la reserva dentro de la estructura de poder, sin tener que asumir el rol de agente fundamental del caos.

Jugando la carta del cuerpo técnico que asume el Estado corrupto, procurando defenderlo de ideólogos que llegarían de todos lados, las fuerzas armadas intentaron vender al país la imagen de ser una especie de fuerza de contención indispensable e inevitable. Bastó una pandemia con sus desafíos para que toda esa historia se derrumbara. Los militares brasileños están asociados con el uso de la fuerza para el silenciamiento de las consecuencias de la miseria y el abandono, añade.

El Partido Militar

La prensa hegemónica —dirigentes políticos también— ha tratado de eximir a los militares de la responsabilidad del desastre, victimizándolos como profesionales bien intencionados, desafortunadamente engañados por un excapitán que se volvió loco. Pero Bolsonaro fue compañero de la mayoría de los generales salidos de la academia militar de Agulhas Negras (AMAN), surgidos de las entrañas de la dictadura, que hoy comandan las fuerzas armadas, el gobierno y controlan el poder.

Es por demás sabida la participación de altos militares en la desestabilización del entorno político y la conspiración que derrocó a Dilma Rousseff, en el empoderamiento de la Corte Suprema y en la protección de las instituciones para mantener al expresidente Lula da Silva preso e inhabilitado electoralmente, en la elección de Bolsonaro a la presidencia y en los ataques contra el estado de derecho.

Bolsonaro fue funcional en la implementación del plan castrense de volver al poder, garantizando lo que los militares tendrían difícil obtener: voto y popularidad. O sea, se convirtió en la máquina electoral del «Partido Militar». Recordemos: su candidatura a la presidencia fue lanzada, sintomáticamente, en el patio de AMAN el 29 de noviembre de 2014, cuatro años antes de las elecciones de 2018, adonde acudió con motivo del acto de graduación de cadetes, que fue presidido por Dilma Rousseff, entonces ministra de Defensa del gobierno de Lula, quien no detectó la flagrante ilegalidad e indisciplina de ese acto político.

Hoy se conocen, por ejemplo, las reuniones secretas del ocupante de la presidencia, Michel Temer (del Movimiento Democrático Brasileño), con los generales conspiradores Villas Bôas y Sérgio Etchegoyen en 2015, un año antes de la farsa del impeachment que golpeó a Dilma, que los había nombrado para el alto mando del ejército.

Durante el gobierno de Temer «el breve», los militares pusieron en marcha la reestructuración de los órganos de inteligencia, información y espionaje e iniciaron la colonización del Estado por parte del Partido Militar, lo que avanzó exponencialmente durante el gobierno de Bolsonaro, donde más de 11,000 militares —incapaces, no capacitados— copan diversos puestos de gestión en el sector público.

La campaña presidencial de Bolsonaro fue coordinada por personal militar de alto rango en activo y en la reserva. Sin embargo, algunos empiezan a disentir del monstruo que ayudaron a crear, pero no con el régimen y las directrices del gobierno militar en curso. El general Fernando Azevedo e Silva, con funciones ejecutivas en la campaña de Bolsonaro, fue designado en septiembre de 2018 por el general Villas Bôas para actuar como asesor-controlador del presidente del Supremo Tribunal Federal, Dias Toffoli.

Los militares se jactan de que regresaron al poder por la vía democrático-electoral y no tienen pensado renunciar a ese poder conquistado «legítimamente», lo que plantea una inquietante incógnita con respecto al horizonte que se abre hacia el año 2022.

El eventual impeachment contra Bolsonaro podría ser una válvula de escape para continuar saqueando al país y para contener la crisis de legitimidad del gobierno militar. La caída de Bolsonaro no sacudiría el proyecto de poder de los militares, pero le quitaría la fuerza electoral y popularidad que le aseguraría al Partido Militar en 2022.

Con el ahora vicepresidente general, Hamilton Mourão, el régimen uniformado puede incluso simular una apariencia menos dantesca. Pero esto está lejos de representar un cambio en el proyecto genocida, antinacional y de devastación en curso. Son ellos, los militares, y no Bolsonaro, quienes mandan y controlan las riendas de este terrible proceso que arrojó a Brasil al precipicio fascista, asegura Miola.

El control legislativo

El 1 de febrero fueron elegidos los nuevos presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado, y Bolsonaro se aseguró de contar en esos cargos con funcionarios dóciles. Para eso, «invirtió» unos 700 millones de dólares, atendiendo a proyectos personales de diputados, destinados a sus corrales electorales. O sea, puso en marcha la maquinita de la corrupción, tan utilizada desde hace casi cinco décadas por los parlamentarios.

Lo que más le interesaba a Bolsonaro y sus mandantes era asegurar la presidencia de diputados, y logró ubicar a su elegido y par, Arthur Lira, enjuiciado por corrupción, apropiación de recursos públicos y hasta de agresión física a su entonces esposa.

La presidencia de diputados es la que dicta la pauta y la agenda de votaciones, que significa la posibilidad de abstenerse de darle curso a alguno de los 64 pedidos de procesos de destitución presidencial (vía impeachment o juicio político) por la cantidad de crímenes de responsabilidad comprobadamente cometidos por el mandatario, principalmente durante la pandemia que ya mató a más de 235 mil brasileños.

Mientras, el país sigue sumergido en la pandemia, sin que haya ninguna acción coordinada por el ministro de salud, un general en actividad que, además de haber esparcido uniformados por puestos antes ocupados por médicos e investigadores, no hace más que cumplir lo que dictamina el presidente totalmente desorbitado, en un país con casi diez millones de contagiados.

A lo largo de los últimos 46 años, desde la retomada democracia, ningún presidente logró eludir ese juego. No es que los legisladores se vendan… apenas se alquilan. Y cuando no reciben más, son capaces de volverse opositores.

Quien intentó eludir o, al menos, dominar ese sistema, la exmandataria Dilma Rousseff, terminó por ser catapultada de la presidencia por un golpe institucional en el Congreso, afirma el analista Jeferson Miola.

Bolsonaro se autodefine como militar, pero la realidad es que salió muy mal del ejército tras apenas siete años. Pero cumplió 28 años como diputado. Oscuro, corrupto, operador de grupos de policías-delincuentes, militares de bajo rango, sediciosos, de quienes aceptó toda y cualquier brecha para encontrar beneficios al margen de la ley. O sea, conoce muy bien la maquinita de la corrupción parlamentaria, de ambos lados.

En los primeros días de febrero, el ejecutivo entregó al legislativo algunas significativas propuestas como la liberación total de la compra y uso de armas de fuego, limitaciones en la ley de aborto, licencia para que policías y militares maten a sospechosos sin enfrentar la justicia, liberación de minería en tierras indígenas, limitación de control ambiental.

Mientras, la izquierda…

Todos los partidos tienen el derecho de lanzar a su candidato. Pero, con Jair Bolsonaro gobernando el país, es preciso buscar la unidad, que debe comenzar por la confluencia en un proyecto, y no lanzando varios nombres a la palestra. Si se hiciera eso, la pulverización quedaría garantizada, señaló uno de los más jóvenes dentro del liderazgo de izquierda en Brasil, Guilherme Boulos, del Partido Socialismo y Libertad (PSOL).

Nuevamente, el expresidente Lula da Silva se precipitó al lanzar desde la nada el nombre de Fernando Haddad para ser nuevamente el candidato presidencial del Partido de los Trabajadores (PT), sin escuchar la opinión de los otros partidos, incluso el propio, señaló el galardonado analista Ricardo Kotscho.

Desde filas del PT, señalan que es el mayor partido de la izquierda y que tiene la segunda bancada en la Cámara Federal. Sin candidato, indican, quedaría rehén de los demás partidos y candidaturas, cuando Boulos (PSOL), Ciro Gomes (PDT) y Dino (PCdoB) ya son precandidatos, además de Luciano Huck y el multimillonario Joao Dória, los presentados por la derecha, lo que impone la necesidad de que el PT tenga un nombre elegible y «candidateable».

Es tan importante tener un nombre como tener un proyecto. No existe uno sin el otro. O sea, no basta tener el mejor proyecto del mundo sin tener un buen candidato, como no basta tener el mejor candidato del mundo sin un buen proyecto, hasta porque la mayoría de los electores vota apenas por un candidato.

Para ellos, Lula hizo lo correcto, lo que no elimina la necesidad de construcción de un proyecto que unifique al progresismo y viabilice una candidatura común, lo que se hace mucho más difícil en una primera vuelta electoral.

«Defiendo que la izquierda busque la unidad para enfrentar a Jair Bolsonaro. Para eso, antes de lanzar nombres, debemos discutir el proyecto», dijo Boulos, líder de los Sin Techo. «Eso era exactamente lo que faltaba en 2018: unidad y proyecto. Si la izquierda repite el mismo error, logrará el mismo resultado, y Bolsonaro volverá a triunfar. El nombre del candidato presidencial debe ser el punto de llegada, no el punto de partida», defendió Boulos.

La propuesta de Boulos es similar a la del gobernador de Maranhao, Flavio Dino: construir una mesa en la que la izquierda pueda debatir y alcanzar puntos comunes, con la participación efectiva de la sociedad civil. Y solo después de ello, discutir nombres.

«No suma nada que Lula y Haddad vuelvan a viajar por el país, sin tener nuevas berenjenas para ofrecer a la feligresía, sin explicar por qué y para qué el PT quiere volver al poder. Aislado, el PT tendrá grandes oportunidades de perder nuevamente, como aconteció en las últimas elecciones, cuando lanzó un binomio purasangre de Sao Paulo, que obtuvo el 8.7% de los votos, y ni siquiera pasó a la segunda vuelta», señaló.

Ante el fracaso de un frente amplio de izquierda con la centro-derecha, inventado por Rodrigo Maia en torno a la candidatura de Baleia Rossi, del MDB, en la elección presidencial de la Cámara de Diputados, a la izquierda solo le resta unirse en la construcción de un proyecto para el país, como comienzo, medio y fin que se contraponga al desastre de extrema derecha bolsonarista.

La llamada derecha democrática quedó nuevamente sin candidato, como en 2018, con la implosión de los partidos DEM, PSDB e MDB, a punto de volver a hablar sobre la candidatura de Luciano Huck. Ni siquiera se puede situar a esos tres partidos en la oposición a Bolsonaro, porque ya están golpeando la puerta de este gobierno.

Lula colocó el carro delante de los bueyes y dejó a Haddad en la lluvia, sin programa ni equipo, para encarar una nueva campaña presidencial.

Flávio Dino analizó el cuadro para las elecciones de 2022 y consideró una posible restauración de los derechos políticos totales del expresidente Lula. Señaló que, si eso se da, él se borra de la lista de precandidatos: «jamás sería un factor de división y de fragmentación de nuestros campos en una hora tan difícil para Brasil. Defiendo la amplia unidad, principalmente si Lula puede ser candidato… Él tendría mi apoyo, mi voto y mi militancia. Lula tiene condiciones de renegociar el país. Que está lacerado, fracturado, destruido, sucio, menospreciado», añadió.

Lo cierto es que Guilherme Boulos y Flávio Dino son nombres nuevos que comienzan a resonar en la militancia, más allá de los viejos dirigentes que acapararon las vidrieras políticas y electorales desde hace décadas y creen que no hay futuro sin ellos. Los patrocinantes de Boulos, Dino y otros, dejan en claro que la historia camina hacia adelante, con los ojos fijos en el futuro: el pasado no elige a nadie.