Es imprescindible abrir una crítica contra el patriarcado. ¿Por qué? Podríamos comenzar diciendo que por una cuestión de equidad mínima, por justicia universal y respeto por parte de los varones (dominadores hasta ahora) hacia las mujeres (las dominadas). Sin dudas, si alguien sale perjudicado en esta asimétrica relación, es el género femenino. Por razones de la más elemental ecuanimidad debería corregirse de una vez por todas esta aberración. ¿Con qué derecho un varón tendría más cuota de poder que una mujer? ¿Por qué lo que a uno de los géneros se le prohíbe en el otro se tolera, o se aplaude incluso? ¿Por qué la irracional, absurda y malintencionada visión de las mujeres como malas conductoras de automóviles si estadísticamente está más que demostrado que tienen menos accidentes viales que los varones? (Porque no son tan irresponsables, cuidan más su vida y la de los otros, cumplen más fielmente los reglamentos de tránsito). ¿Por qué los golpes los siguen recibiendo siempre ellas y no ellos? El 99% de las propiedades están en manos masculinas: ¿con qué derecho?

No hay ningún «derecho natural», ninguna presunta determinación biológica ni voluntad divina que lo «justifique». Es una pura construcción histórica, una ideología del «poder masculino» que se ha impuesto, una nefasta injusticia que atraviesa la vida humana. No se trata, entonces, de hacer un mea culpa por parte de los varones «salvajes, malos y abusivos» para tornarse más «piadosos», más «buenos».

Por cierto, un cambio en la construcción de las relaciones humanas daría como resultado una equiparación en derechos y deberes por parte de ambos géneros. De eso se trata, y no de un «abuenamiento» de los «machos violentos». Las relaciones humanas, si las consideramos en tanto relaciones de grandes grupos, de movimientos históricos, no deben entenderse en términos de relaciones personales, de intersubjetividades, de «bondad» o «maldad» en tanto decisiones voluntarias de sujetos autosuficientes que definirían la historia. Las ciencias sociales han aportado esa visión más profunda: la cultura, las clases sociales, la lucha por el poder nos trascienden como individuos. Somos lo que somos porque hay una historia que nos precede y nos sobredetermina. El «macho» de barrio o el albañil que le silba o piropea insultante a una mujer que pasa caminando no es «el malo de la película». Es un «síntoma social», producto de una historia que nos construye, nos moldea.

¿Dónde nos lleva el patriarcado? ¿Por qué no ser machistas? No solo porque los varones no tienen ningún derecho sobre las mujeres (¡que no son su propiedad, aunque todavía las mujeres casadas utilizan el genitivo «Sra. de Fulano»! o simplemente toman el apellido del esposo) sino —y quizá esto puede ser lo fundamental— porque el modelo de sociedades patriarcales que se ha venido construyendo desde que tenemos noticia, propiedad privada de por medio, ha estado centrado en la supremacía varonil.

El poder, hasta ahora, se ha venido concibiendo como un hecho «masculino». La representación del poder es siempre un símbolo fálico (bastón de mando, cetro, báculo pastoral). Incluso los prelados católicos, que hicieron voto de castidad, representan su mandato con una evocación de aquello que no usan como órgano sexual y se une con lo fálico. El falocentrismo nos atraviesa.

Decir que la organización social es fálica apunta a concebir las relaciones interhumanas vertebradas en torno a un símbolo, un articulador que representa:

La potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural y no la variedad puramente priápica del poder masculino, la esperanza de la resurrección y la potencia que puede producirla, el principio luminoso que no tolera sombras ni multiplicidad y mantiene la unidad que eternamente mana del ser (Lacan, 1958).

El poder está concebido fálicamente; por tanto, tiene los atributos masculinos. Hoy por hoy, en nuestras patriarcales sociedades, una mujer que detente cuotas de poder, es considerada «masculina». Una mujer dominante «las tiene bien puestas», es la Dama de Hierro. Imagen masculinizada sin ningún atenuante. El poder es abusivo, arbitrario, no admite discusiones ni disensos. Casualmente, todas características que definen la virilidad. ¿Por qué se siguen tolerando los embarazos forzados de las mujeres? ¿Por qué unos cuantos ancianos misóginos en el Vaticano se sienten con el derecho a decidir lo que deben hacer las mujeres con sus cuerpos? Todavía, en muchas latitudes, los padres (en general los varones) deciden la suerte matrimonial de sus hijas mujeres. ¿Con qué derecho?

Las sociedades que se han tejido en torno a este resguardo de la propiedad privada han sido tremendamente masculinizadas, entendiendo por «masculino» todo lo que se liga con los atributos de un «macho»: fuerza, poderío, supremacía. La resistencia femenina ante el dolor de un parto, por ejemplo, ni siquiera se considera. Lo «importante» es lo varonil. Si se pregunta por el trabajo de una mujer, la ideología dominante sigue respondiendo: «no, ella no trabaja; es ama de casa». ¿No es importante ese trabajo acaso?

Si ese ha sido el molde con el que se edificaron las sociedades —machistas, basadas en la supremacía del más fuerte, competitivas y llevándose todo por delante, destruyendo al otro que termina siendo siempre adversario a vencer—, los resultados están a la vista. Más allá de pomposas declaraciones de igualdad, justicia, paz y entendimiento (que nadie cree realmente, fuera de los actos protocolarios), la historia se sigue definiendo por quién detenta el garrote más grande (hoy día podría decirse: mayor cantidad de misiles balísticos intercontinentales con carga nuclear, ahora con velocidad hipersónica). ¿Empezamos a construir una sociedad distinta entonces? Desmontar el patriarcado no es la «única» tarea pendiente, pero sin dudas es imprescindible. Tal como dijo Sabrina González:

Las luchas en torno a las contradicciones de clase no pueden ser adecuadamente comprendidas en su trayectoria y su complejidad si se analizan divorciadas de los problemas de género y opción sexual, ecológico-medioambientales y nacionalistas —étnicos, raciales y religiosos—, que marcan nuestros tiempos. No se trata de hacerle decir a Marx aquello que no podría haber pensado en su contexto biográfico. Se trata de dialogar con él, si se quiere con cierto dejo de irreverencia, para formularle preguntas que cuestionen sus presupuestos y pongan en marcha los engranajes del espíritu crítico propio de su filosofía de la praxis.