Corría 1974 cuando una dictadura en Grecia amenazó a Chipre y Turquía decidió proteger a la etnia turca de la isla. Pasó la tormenta, el país-isla quedó dividido en dos y, en medio de esa disputa, Varosha, un barrio de la ciudad de Famagusta, lugar de veraneo de la jet set en la época, quedó atrapada entre las vallas divisorias.

Elizabeth Taylor, Brigitte Bardot, Raquel Welch y Richard Burton pasaban gran parte del verano en Varosha. En su distrito hotelero, se levantaban altos edificios de hormigón; los descapotables paseaban a los visitantes por la avenida John F. Kennedy y los turistas se tostaban en la playa bajo el sol.

Cuarenta años después de aquello, la naturaleza ha invadido la Marbella chipriota. Arbustos espinosos cubren por completo los seis kilómetros cuadrados de superficie de la otrora ciudad estival. Hay árboles que han surgido en medio de las casas y el césped ha cubierto las gritas del asfalto y las aceras. Detrás de las vallas hay carteles que advierten a los turistas «las fotos y los videos están prohibidos».

El gobierno de Turquía, que durante años estuvo a favor de la convivencia pacífica y de una posible reunificación, ha dado un giro nacionalista abriendo la playa de Varosha sin consultar al gobierno de Chipre del Norte. Esto ha provocado nuevas tensiones entre este gobierno y el de los grecochipriotas que esperaban que se les devolviera Famagusta como prueba y primer paso hacia una posible reunificación de la isla. Erdoğan ha logrado revivir la división entre los chipriotas griegos y turcos.

Pero no todo está perdido. Hay nostálgicos de aquellos años setenta. Personas que tuvieron que huir de su tierra natal y que han transmitido a sus hijos y nietos el amor por una Varosha que, aunque ya no existe, nunca ha dejado de crecer en el imaginario de los que se exiliaron de ella. Dicen que algunos dejaron regalos de boda sin abrir y que otros no tuvieron tiempo ni de quitar las sartenes del fuego. Todos coinciden en que la huida fue con la esperanza de volver en dos o tres días que, desgraciadamente, se han convertido en cuatro décadas. Entre esos nostálgicos se han creado grupos que quieren revitalizar esa ciudad idílica y revivirla; volver a transformarla en el paraíso, aunque con un perfil más ecológico y alineado con el siglo que nos toca vivir. No quieren repetir los grandes edificios pegados a la costa que obstruían el paso de la luz al resto de la ciudad ni las excesivas alturas que se permitieron sin pensarlo bien en aquellos años setenta de crecimiento desmedido.

El proyecto tiene nombre: Ecocity Famagusta, y aunque no tienen suficiente fuerza como para lograr que los dos gobiernos de la isla se pongan de acuerdo para que prospere, al menos dan cierta esperanza a los que sueñan con disfrutar de las playas de Varosha otra vez.

Hace unos años pude visitar los muros de Belfast. Han pasado muchos años desde que la violencia invadiera y manchara las calles de la ciudad de Irlanda del Norte. Me pareció imposible ver esos muros, esos murales y ese odio aún presente en una ciudad europea. En el mediterráneo no hay muros, hay vallas y entre ellas se han dejado una Marbella encerrada. En el mar Mediterráneo tenemos, a pocos kilómetros de las costas de la Unión Europea, una ciudad inutilizada, abandonada y añorada. Hay turcochipriotas reubicados que han crecido con vistas a una ciudad fantasma y hay grecochipriotas que sueñan con volver a las propiedades que les arrebataron. El mundo ha cambiado, el siglo ya no es el mismo, ha llegado el momento de hacer la paz y de que Varosha sea nuevamente un remanso de paz, un paraíso de relajación y desconexión… y, ¿por qué no?, también el hito desde el que nazca una nueva Chipre, conservando sus etnias y sus costumbres, pero unida y feliz del futuro común que les queda por construir.