Muchos lectores recordarán la novela de John Le Carré publicada en 2001 y llevada al cine en 2005. Se llamó, en ambas versiones, El jardinero fiel. Es una historia desgarradora de investigaciones llevadas a cabo por un gran laboratorio, tomando como cobayos a niños nigerianos. Un diplomático inglés, que trata de esclarecer el brutal asesinato de su esposa, termina descubriendo la trama siniestra que encubre las pruebas de un medicamento que se experimenta con niños. Ello le da pie para des-encubrir los manejos de la industria farmacéutica, la falsa beneficencia, la maleficencia de sus procedimientos, la violación de derechos humanos y de la propia Declaración de Helsinki de 1964, formulada por las Naciones Unidas.

Como siempre, la realidad supera la ficción. La formidable denuncia de Le Carré es poco significativa comparada con la que habría que alentar hoy, contra la docena de laboratorios que monopolizan la producción y distribución de vacunas contra la COVID-19.

Hace un año que el mundo está inmerso en una de las mayores crisis sanitarias, económicas y sociales que se hayan vivido jamás. A pesar de los gigantescos avances de la ciencia y la tecnología el virus no ha sido controlado, no solo en la periferia empobrecida del mundo sino también en los países y regiones de mayor desarrollo.

¿Cuál es la principal causa de esta impotencia para dominar la expansión y persistencia del virus? La escasez de vacunas para inmunizar al 60% de la población mundial y lograr la solución que se nombra con el vergonzoso término de «inmunidad de rebaño».

El propósito de esta nota es compartir con ustedes, amigos lectores, algunas preguntas y reflexiones que me vengo formulando, condensadas en el interrogante fundamental: ¿en una situación de emergencia, solo comparable a una guerra, quién tiene la responsabilidad de garantizar la provisión de vacunas: el mercado o el Estado? Veamos.

¿Qué hemos estado debatiendo sobre la pandemia?

El nivel del debate sobre el tema tanto a nivel político, científico, económico o sanitario ha sido penoso y decepcionante. Hemos asistido a un desfile dantesco de teorías conspirativas, desde atribuir todo a una maniobra de los chinos para recrear las condiciones de una nueva guerra fría, hasta sostener que la vacuna rusa Sputnik V producía el envenenamiento de los pacientes.

Los foros políticos y mediáticos nos han entretenido con discusiones bizarras, a la que no fueron ajenos algunos líderes de grandes potencias nucleadas en el G-20. Los presidentes Donald Trump, Boris Johnson y Jair Bolsonaro, todos próceres del neoliberalismo, adoptaron políticas de desestimar la peligrosidad de la pandemia de coronavirus, sosteniendo que se trataba de una mera variedad de la gripe, que no ameritaba desacelerar la actividad económica de sus países. Las consecuencias están a la vista: EE. UU. registra un número mayor de muertes por COVID-19 que las causadas por la Segunda Guerra Mundial; Inglaterra exhibe un descontrol alarmante de contagios y muertes, a la par que exporta su propia mutación del virus, y Brasil se debate entre la impotencia sanitaria de contener el virus y cómo atender a sus millones de contagiados, hasta el punto de tener que solicitar la asistencia de Venezuela para contar con tubos de oxígeno, a fin de auxiliar a los pacientes de la zona limítrofe de ambos países en la Amazonia. En los tres países, la profundidad de la crisis económica y el agravamiento de la situación social son proporcionales a la expansión de la pandemia.

En suma, hemos perdido un año debatiendo teorías conspirativas y falsas prioridades entre salud y economía. Nosotros, estimados lectores, hemos sido víctimas de esa miserable especulación, mientras sigue en riesgo la vida y la salud de millones de seres humanos. Ello configura un verdadero crimen de lesa humanidad, del que nadie se hará responsable.

¿Qué se ocultó en los foros dominantes que debatieron sobre la COVID-19?

Es importante que ustedes sepan que recién se empiezan a tratar temas que eran intocables hasta ahora. Hay un dato que no se aborda en los foros políticos y mediáticos, que es de una gran importancia y sin embargo se oculta. Se sabe ya cómo controlar, contener y, por lo tanto, como superar la pandemia. La ciencia sabe hoy como podría ir resolviéndose, y no me refiero solo a la ciencia virológica y epidemiológica y otras ciencias básicas de la salud pública, sino también a las aplicadas como las ciencias sociales y económicas.

Sabemos, por ejemplo, que no podrá haber recuperación económica sin antes contener la pandemia. Ignorar lo segundo para impulsar lo primero, como lo hizo la administración de Trump, ha llevado a un desastre sanitario, económico y social. No hay ningún país que lo haya conseguido.

Los lectores se preguntarán: ¿si conocemos como controlar la pandemia y tenemos los recursos para hacerlo, por qué no se hace? Y otra pregunta que se deriva de la anterior es ¿por qué los medios no están informando sobre ello y los gobiernos actuando?

La respuesta al último interrogante tiene que ver con la ideología y la cultura dominantes en Occidente. El problema central reside en el dogma de la propiedad privada de los derechos intelectuales sobre las patentes, marcado este último por otro dogma que se refiere a las leyes del mercado, como el mejor sistema para la asignación de los recursos. Estos dos dogmas rigen los comportamientos de los establishment político-mediáticos de la mayoría de los grandes países de los dos lados del Atlántico Norte y han jugado un papel fundamental en obstaculizar el control de la pandemia.

¿Por qué escasean las vacunas?

Digámoslo crudamente, porque las grandes industrias farmacéuticas operan en condiciones monopólicas y tienen como objetivo el incremento y la maximización de sus ganancias. Este es un objetivo muy legítimo en las economías de mercado, pero puede entrar en conflicto con el bien común de la mayoría de la ciudadanía, cuando afectan la salud pública y las políticas sanitarias de los gobiernos.

Por señalar algunos ejemplos, empresas como Pfizer, Moderna y Astra Zeneca, tienen accionistas bien conocidos en el mundo del capital financiero internacional. Pfizer es una de las mayores empresas del mundo (la número 49), con un capital de 194 billones de dólares. Entre sus accionistas predominan intereses financieros, incluyendo fondos especulativos como Black Rock y bancos internacionales. Moderna (estadounidense), establecida en 2010, tiene previsto alcanzar en 2021 un capital de 20 billones de dólares. AstraZeneca (británica), no es una de las que encabeza las ventas; sin embargo, sus resultados en 2020 dispararon sus ganancias un 159%, ingresando casi 22 billones de euros, un 9% más que el año anterior. Así, obtuvo ganancias equivalentes a 3,144 millones de dólares (2,592 millones de euros) un 159% superior al año anterior, como lo acaba de informar la Bolsa de Valores de Londres. Johnson & Johnson (estadounidense) ingresó 12 billones de dólares. Sus beneficios son enormes. Nunca se habían alcanzado semejantes tasas de rentabilidad.

En realidad, el desarrollo de la parte más esencial en las vacunas más exitosas se ha hecho con fondos públicos, en instituciones públicas de los países ricos y muy en especial en EE. UU. y Alemania. Esto lo reconoce, nada menos, que el Presidente de la Federación Internacional de Empresas Farmacéuticas, el Sr. Thomas Cueni, en un artículo publicado en el New York Times el 10/12/20, titulado «The Risk in Suspending Vaccine Patent Rules», en el que afirma que «es cierto que sin los fondos públicos de agencias e instituciones públicas del gobierno federal estadounidense, como la U.S. Biomedical Advanced Research and Development Authority o del Ministerio Federal Alemán de Educación e Investigación, las compañías farmacéuticas globales no hubieran podido desarrollar las vacunas COVID-19 tan rápido». El Señor Cueni podría haber añadido que ello ocurrió también con las grandes vacunas que se han venido produciendo desde hace muchos años. La industria farmacéutica, que sin este conocimiento básico no podría desarrollar las vacunas, utiliza dicho conocimiento para avanzar en su dimensión aplicada: la fabricación de las vacunas. Pero lo que el presidente de la Federación Internacional olvida mencionar es que, además de utilizar el conocimiento básico que los Estados han financiado, esos mismos Estados les ofrecen a las farmacéuticas una canonjía al garantizarles el monopolio de la producción, distribución y comercialización de los productos durante muchos años, que pueden llegar a veinte, lo que les asegura beneficios astronómicos, los más elevados del sector empresarial de cualquier país.

Ahí está el origen de la escasez de las vacunas. Es tan simple como esto: la propiedad intelectual, el copyright, garantizado por los Estados y las normas del comercio internacional y sus agentes son los que generan una escasez «artificial» de las vacunas, lo cual permite obtener beneficios astronómicos a costa de esa restricción, que permite fijar precios y cuotas, mientras la pandemia sigue sin resolverse y causa la enfermedad y muerte de millones de seres humanos.

¿Se justifica este estado de cosas? ¿Qué podría hacerse?

La justificación para mantener estos derechos de propiedad intelectual o copyright es que hay que compensar a las empresas privadas por el coste de haber desarrollado y producido tales vacunas, cuando en realidad gran parte de ese costo fue cubierto con fondos públicos, además de tener asegurada, de antemano, la colocación del producto.

Como ha propuesto Dan Baker, el economista que ha analizado con más detalle, rigor y sentido crítico, la industria farmacéutica internacional, los Estados que ya han financiado el conocimiento básico, debieran expandir, en casos como el de la COVID-19, su intervención para incluir, además del conocimiento básico, el aplicado, produciendo ellos mismos las vacunas, lo cual sería mucho más barato, puesto que no habría que incluir en los costos de producción las enormes ganancias empresariales.

Otra alternativa sería suspender temporalmente los derechos de propiedad intelectual sobre estas vacunas, y ponerlos a disposición de todos los laboratorios del mundo que estén supervisados por los organismos nacionales de control de drogas y medicamentos y encuadrados en las directivas de la Organización Mundial de la Salud.

Esta última medida reconoce antecedentes en varios países centrales, beligerantes en la Segunda Guerra Mundial. Cuando el esfuerzo nacional se concentró en el equipamiento bélico, tanto la administración de Franklin Delano Roosevelt, como otros países europeos liberaron temporalmente las patentes para la construcción de armas a las empresas que operaban con similares materiales y tecnologías, para que pudieran dedicarse a la construcción de pertrechos de guerra. Así, una empresa fabricante de tractores se reconvirtió, mientras duró la guerra, en una armadora de tanques blindados.

En circunstancias de emergencia para la salud y la vida de la población mundial, no se justifica anteponer los derechos de una docena de grandes empresas farmacéuticas, a la supervivencia de la humanidad.

¿Por qué no se hace?

La respuesta es simple, en términos de Michel Foucault, es el producto de la asimetría del poder entre ese conjunto de consorcios globales y la mayoría de los Estados nacionales.

El enorme poder político, económico y mediático de dichas empresas opera y condiciona la situación en que el poder político puede tomar decisiones, tanto respecto de los derechos de propiedad intelectual, como sobre los mecanismos del mercado. Ambos son intocables, sobre todo en un contexto mundial donde predominan la ideología, los mitos y dogmas del neoliberalismo.

Es más, su monopolización del mercado les permite fijar cuotas y precios diferenciales según los países, permite que exista un mercado negro y tráfico de vacunas que son compradas con fondos de la Unión Europea y son revendidas en África.

La desesperada demanda de los países por recibir un número adecuado de dosis se da en medio de una despreciable especulación sobre la venta y distribución de las vacunas, donde se ponen en juego cinco factores: la confiabilidad de las diferentes vacunas, los plazos de entrega, los precios, las condiciones de transporte y conservación y, por último, los prejuicios y las especulaciones políticas.

Este es un negocio de largo plazo. Hay empresas como Bayer que piensan entrar al mercado el año que viene y es porque las campañas de vacunación durarán varios años, hasta que alcancemos la inmunidad de rebaño.

Israel que es el país que va a la cabeza en materia de vacunados, pagó a Pfizer el doble del precio original, que no es por cierto el más barato. Calcularon cuánto les costaba el tratamiento y atención de la pandemia y, sobre todo, cuál era el costo de mantener la economía semiparalizada por el confinamiento y no les tembló el pulso, firmaron y están vacunando a aceleradamente. Es decir, pagaron más para recibir la misma vacuna, pero en mayor cantidad y más rápido. Es cierto que la COVID-19 atacó a los países ricos, pero llegado el momento la plata manda y el Sur será el último orejón del tarro de las vacunas. Se debería entender que la pandemia es global y para controlarla hay que vacunar en todo el mundo. Nadie se salva.

La contracara de lo ocurrido en Israel es lo que pasó en Uganda. La monopolización del mercado ha creado situaciones que deberían denunciarse, como el elevadísimo precio que los laboratorios exigen a los países pobres, superior al precio que exigen a los países ricos. Según un informe de UNICEF, la compañía Oxford-Astra Zeneca, que pide 3.5 dólares por vacuna a la UE y 4 dólares a EE. UU., exige 8.5 dólares a Uganda. Es más, a países en los que se llevó a cabo la fase experimental de las vacunas, como Brasil y Argentina, no se los tuvo en cuenta en el costo ni la distribución del producto. Ni que hablar del intento de Pfizer de imponer condiciones leoninas a Argentina, como asumir la responsabilidad por los daños de las vacunas que comprara y constituir garantías reales para asegurar el pago de los mismos. Mientras tanto, las farmacéuticas han seguido modificando los precios pactados inicialmente, a medida que la demanda internacional ha ido aumentando, según las inalterables leyes del mercado.

¿Estamos en una guerra contra un enemigo invisible?

Esto es lo que dicen la mayoría de los gobernantes y tienen razón. Pero siguen conservando los dogmas liberales de la propiedad privada de las patentes y utilizando los mecanismos del mercado. Dogmas que, como vimos, fueron dejados de lado en el pasado cuando la guerra era real y por objetivos menos justificables que la salud y la vida del género humano.

Durante la Segunda Guerra Mundial, toda la producción industrial se orientó al objetivo de vencer en esa guerra; a la fabricación de todo el material necesario para brindarle a las tropas poder ofensivo contra el enemigo. Hoy nuestro enemigo es el coronavirus un enemigo invisible. ¿Por qué no hacer ahora lo mismo? Si se liberaran las patentes se estimularía a todos los laboratorios del mundo a la producción masiva de las vacunas, en todos los países o en grupos regionales de países. Así se podría vacunar rápidamente no solo a la población de los países ricos, sino de todo el mundo.

La población mundial alcanzó, en diciembre de 2019, 7,700 millones de personas. Si hay que alcanzar el 60% de vacunados estamos hablando de 4,200 millones de personas. Seamos más moderados, 3,500 millones de personas, la mayoría con dos dosis, requieren la producción de 6,000 millones de dosis. ¿Cuándo alcanzarán esa cifra la decena de laboratorios dominantes? Nadie sabe a qué precio se venden y se compran las vacunas, pero tomemos el precio más bajo, 10 dólares. Esto quiere decir que se gastarán 60,000 millones de dólares para la primera ronda. Si las vacunas inmunizan por un año, en 12 meses se volverá a repetir la misma historia.

Todos sabemos que los laboratorios exigen y firman contratos por varios años. Es decir que, durante varios, años la humanidad gastará cifras siderales en vacunas, dinero que se retraerá del desarrollo de los pueblos. Y encima de esa enorme montaña de dinero estarán sentadas o cómodamente acostadas, unas decenas de empresas farmacéuticas.

¿Qué podemos hacer ustedes y yo queridos lectores?

Los invito a que lancemos un Manifiesto en favor de la salud y la vida de la humanidad sobre las siguientes bases:

  • Recoger apoyos entre los juristas y el pueblo de nuestros países, para construir un conjunto de leyes penales que castiguen conductas que afectan los derechos básicos de los ciudadanos al cuidado de su salud y de su vida.

  • Contra esos crímenes debería actuar la Corte Penal Internacional surgida del Acuerdo de Roma de 1998, que interviene cuando las jurisdicciones nacionales permiten la impunidad frente a este tipo de crímenes.

  • Actualmente la competencia de la Corte Penal Internacional está limitada a los delitos de genocidio, crímenes de guerra y agresión. Los delitos contra la salud y la vida de la humanidad debieran considerarse cómo crímenes de lesa humanidad y ser equiparados al genocidio. Es notorio que, desde que se declaró la pandemia, se han superado los 150 millones de contagiados y 2,500,000 muertos. ¿Hasta cuándo seguirán creciendo esas cifras en medio de la especulación y la codicia de los que lucran con la pandemia?

  • El texto del Estatuto aprobado en Roma establece la posibilidad de castigar «cualquier acto inhumano que cause intencionalmente grandes sufrimientos o atente gravemente contra la integridad física o la salud mental o física de las personas».

  • Contempla la posibilidad de que el fiscal pueda iniciar de oficio una investigación acerca de hechos que podrían ser de competencia de la Corte, recabando información de los órganos de Naciones Unidas, las organizaciones intergubernamentales (UE) y de toda clase de organizaciones y personas.

  • Esto desataría un debate en las naciones y en la ONU. Sería interesante conocer la posición y los argumentos de los países en el Consejo de Seguridad y, mejor aún, en la Asamblea de Naciones Unidas, teniendo en cuenta que esta no será —según los especialistas— la última pandemia.

  • Convocar a una Conferencia Internacional, para dotarnos de instrumentos legales que permitan controlar los niveles escandalosos de especulación. El papa Francisco lo ha postulado y deberíamos acompañar su llamado todos los hombres de buena voluntad y coraje civil.

Cómo actuemos los seres humanos ante esta pandemia será clave para definir nuestra época. O bien aceptamos, pasivamente, que solo la codicia ilimitada de las empresas, que financian sus investigaciones con fondos públicos, pero acumulan sus ganancias para sus accionistas y directores, es el camino. O aportamos ideas y estrategias para asegurar que la salud y la vida de la humanidad no se sometan a los monopolios amparados en el derecho de propiedad intelectual y los mecanismos del mercado, sino que se reconozcan como derechos humanos inalienables de todos los seres humanos que habitan este planeta.