A inicios de este año 2021, en una reunión virtual de analistas y científicos políticos de varios países —incluidos estadounidenses, europeos y latinoamericanos— alguien lanzó la pregunta: ¿cuál ha sido el político más eficaz del planeta en lo que va de este siglo XXI? La respuesta de todos los que estábamos enlazados fue más o menos unánime: sin lugar a dudas, Xin Jinping. Muchas personas en Occidente quizá recordemos como más cercanos o llamativos a Barack Obama o Angela Merkel, pero en la cuenta larga —algo en lo que son especialistas las culturas orientales— el impacto del premier chino es mucho más decisivo y está definiendo el futuro del planeta.

Nuestras democracias occidentales, tan cambiantes y zigzagueantes por su propia naturaleza y reflujo en las ideas (que pasaron del aperturismo de Obama al proteccionismo chauvinista de Trump, o del multilateralismo de Blair al nacionalismo ultramontano del actual Boris Johnson, quien sacó a Gran Bretaña de la UE) tienen varias ventajas en el campo de las libertades y los derechos individuales, pero una gran y decisiva desventaja: son incapaces de planificar el largo plazo. Por eso, China está ganando la batalla y el siglo XXI podría ver su ascenso definitivo como gran superpotencia, relegando a los EE. UU., Japón, Alemania y el resto de las naciones europeas.

Este año 2021 tiene dos significaciones en China. Primero, se cumplen 100 años de la fundación del Partido Comunista de ese país, quizá el partido más influyente en el largo plazo en política mundial en el último siglo, por encima de los partidos políticos occidentales, incluida Rusia. Y, adicionalmente, el presidente Xi Jinping ha lanzado el «Plan de la Circulación Dual», a un plazo de 14 años, el cual será un shock decisivo para los EE. UU. y la Unión Europea pues propone afianzar lo que ya está sucediendo.

China está dejando de ser «la gran factoría o fábrica» —como las empresas y los países occidentales la vieron en las últimas décadas— y está de lleno en lograr la generación de ciencia y tecnología a gran escala para llegar al año 2035 como un país autosuficiente en el ámbito del conocimiento, que pueda competir y superar a Silicon Valley y los otros centros tecnológicos del mundo. El «Plan de Circulación Dual» impulsado por Xi Jinping tiene como objetivo transformar a China en una economía bifurcada: atraer conocimiento y tecnología del resto del mundo (lo mismo que hizo Japón en el siglo pasado), pero a partir de una «internación» mucho más efectiva, al contar con un mercado interno de 500 a 600 millones de personas que serán rápidamente su clase media. En poco tiempo, China misma se convertirá en uno de los países con las demandas más grandes del mundo.

Este «Plan de Circulación Dual» para el año 2035 podrá tener un impacto mayor que la propia entrada de China en la Organización Mundial de Comercio en 2001, hecho que supuso el crecimiento espectacular de la demanda y clase media china, en perjuicio del empobrecimiento de sectores industriales en el Medio Este de los EE. UU. y los llamados distritos del «muro rojo» en las ciudades industriales inglesas. La consecuencia del empobrecimiento de ese blue collar fue el nacionalismo de Trump y la salida británica de la UE con el referéndum del Brexit, una respuesta reactiva ante la estrategia china. Mark Leonard, director del European Council of Foreing Relations ha escrito sobre ello recientemente en Project Syndicate.

A esto, hay que sumarle la información más reciente de la OCDE y los informes PISA (de competitividad educativa, ver «Pisa-2000, Technical Report-OCDE», de Ray Adams y Magartet Wu), los cuales muestran un descenso alarmante de los niveles educativos de los estudiantes en EE. UU. y otras naciones occidentales, mientras los primeros niveles en dichas pruebas lo logran, cada día más, los estudiantes de lugares como Shanghái, Beijing, Nanjing y Suzhou, o bien de algunos de los otros tigres asiáticos (Taiwán, Singapur) que interactúan estrechamente con China.

En pocas palabras, China ya ha dejado de ser hace mucho una simple «factoría» o país de mano de obra barata y se está convirtiendo en un centro educativo y de producción de conocimiento y tecnología que, para el período 2025-2035, piensa sobrepasar a los centros generadores de I&D de los países occidentales.

Como parte de ello, se está lanzando el Plan «Made in China 2025», el cual irá dirigido a la producción de inteligencia artificial, semiconductores, alta tecnología, y a sustituir la tecnología extranjera en un 70% para el año 2025, todo ello por medio de subsidios para las empresas nacionales, proteccionismo y control de información y conocimiento. Si este plan funciona, para el período 2025-2035, China será fácilmente la principal productora de tecnología de conocimiento del planeta.

A esta estrategia se suma una diplomacia comercial efectiva y sistemática, que ha venido ganado espacios en los principales órganos multilaterales del mundo, incluidos directores chinos en la Unión Internacional de Telecomunicaciones, la Organización Internacional de Estandarización, y en otros órganos de (PI) propiedad intelectual. Solo la empresa Huawei tiene en este momento inscritas más de 100,000 patentes activas, a punto de dominar el mercado de 5G, por encima de sus competidoras occidentales.

Occidente está perdiendo la batalla en casi todos los flancos. La estrategia de «hacer negocios» en lugar de «hacer guerras» ha hecho que China sea hoy la potencia extranjera más importante en África, al haber galvanizado la relación en muchos de los países de ese continente a punta de inversiones. Mientras Occidente promueve invasiones militares, por distintas razones y objetivos, China se ha ocupado de hacer inversiones y negocios, ha ido comprando intereses y amplios espacios del mundo, países y gobiernos. Para esta década, 2021-2031, la inversión china será más importante y decisiva que la europea (y con mayor influencia política) prácticamente en toda América Latina.

Desde luego que está la cuestión de los DDHH, pero esto no afectará mayormente la estrategia de China. En primer lugar, porque el comercio y el dinero no conocen de ideologías. La mayoría de las grandes empresas e inversores occidentales no están dispuestas a perder esa «gran factoría» que es capaz de generar productos a una tercera parte del precio y, crecientemente, con similar o mejor tecnología que en sus países de origen, toda vez de la creciente calidad de la mano de obra y los expertos graduados por China. Tampoco están dispuestos a perder la capacidad de vender productos a esa clase media en ascenso de más de 500 millones de personas, el mayor grupo de compra del planeta en el corto y mediano plazo. Por otra parte, es claro que Europa y EE. UU. tampoco tienen las manos limpias en materia de DDHH. ¿Criticar la estrategia de China en África? ¿Y la expoliación salvaje de las potencias europeas en todo el continente africano durante el siglo XVIIX y XIX, que destrozaron pueblos y redefinieron fronteras? ¿O la invasión a Irak promovida por EE. UU., Inglaterra, y apoyada en forma naif y torpe por España, para favorecer los negocios petroleros de Halliburton y los socios del expresidente Dick Cheney? Todo el mundo tiene el techo de vidrio en esa materia.

En todo caso, lo cierto es que la solución geopolítica y geocomercial china está ganando la batalla. Mientras la toma de decisiones de las potencias occidentales es cambiante y accidentada, la apuesta de Xi Jinping es a varias décadas. La China actual podrá tener todas las críticas del caso en materia de libertades y derechos civiles o en el campo ambiental, pero es estable y no cambiante. Es la estrategia de apostar al largo plazo, a la paciencia y la disciplina de la «cuenta larga», la sabiduría oriental que viene desde Lao Tse hasta Confucio.

Hay una falsa anécdota que se le atribuye al primer ministro chino Zhou Enlai en el marco de la visita del presidente estadounidense Nixon a China en 1972, cuando se le preguntó sobre qué opinaba de la Revolución Francesa de 1789 y la democracia representativa, la cual estaba pronta cumplir, entonces, 200 años. Su teórica respuesta fue «es muy pronto para saber…». Con el tiempo, se ha aclarado que fue, en efecto, un bulo, y que se estaba refiriendo más bien a la revolución de estudiantes de 1968 en París.

Sin embargo, esta historia apócrifa sirve para entender que, después de 5,000 años, el imperio chino permanece (hoy como un Estado-partido autocrático que promueve el capitalismo) en virtud de funcionar con la «cuenta larga». China planifica; nosotros no. Nuestras democracias occidentales deberán aprender a ser menos zigzagueantes y reactivas, menos inciertas, si no quieren quedar avasalladas por esta curiosa forma de Estado-mercado que se guía a partir de un ejercicio del poder con mano de hierro hacia dentro, pero también con habilidades de seda hacia fuera. Y que, por lo pronto, está ganando la batalla.