La urgencia se impone sobre lo importante. Así pasa en la vida cotidiana y en la agenda de una columna de opinión. Uno quería dedicar este espacio al discurso de Abraham Lincoln en Gettysburg en honor a la decisiva victoria de la Unión entre el 1 y el 3 de julio de 1863. Pero la política mexicana vive otro reto a su vida institucional y democrática: la dantesca consulta ciudadana para «Enjuiciar a los expresidentes». No salimos de un reto para entrar al siguiente.

Para algunos el llamado a las urnas el primero de agosto es la expresión de la voluntad del pueblo, para otros un disparate sin sentido de un presidente que no sabe gobernar. Quiero presentar una tercera opción, la consulta ciudadana es un intento más por buscar legitimar en el ámbito de lo moral y simbólico el proyecto de López Obrador al tiempo de desacreditar la liberación política y económica de México iniciada en la década de los 80.

López busca regresar al México que, a tumbos, hemos intentado escapar. Un México de un solo hombre, un solo partido y un Estado hegemónico que lo ve, controla y tiene que ver en todo. Y su consulta es una herramienta simbólica para desacreditar al México global y moderno y bendecir al nacionalismo revolucionario.

La consulta ciudadana del 1 de agosto se mueve en dos niveles o intenciones. La primera es una esfera legal y la segunda es una interpretación política.

En la esfera de lo legal la consulta es una patraña. La ley mexicana pone a la Suprema Corte de Justicia como la última instancia para redactar la pregunta que se les hará a los ciudadanos. Esto para evitar una consulta que contradiga nuestra constitución. La intención de enjuiciar a los expresidentes fue un reto para el principal tribunal mexicano, porque la «voluntad popular» no es quien juzga crímenes ni en México ni en ni un país medianamente civilizado.

La justicia se discute y busca en los tribunales, al amparo de la ley, las evidencias y la presunción de inocencia; no en la plaza pública.

La corte mexicana, no podía dejar pasar una pregunta donde abiertamente se dijera: «¿Debe juzgarse a los expresidentes?». Esto es una aberración; un disparate. Así que los magistrados recurrieron al principal aporte de México al idioma español, el cantinfleo: hablar mucho sin decir nada.

La pregunta que así se formuló:

¿Estás de acuerdo o no en que se llevan a cabo las acciones pertinentes con apego al marco constitucional y legal para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos encaminados a garantizar la justicia y los derechos de las posibles víctimas?

No dice nada, se pregunta una obviedad: ¿quiere que se aplique la ley en los límites de la misma ley? En una pregunta irrelevante, por lo tanto, un engaño, una tomada de pelo. Porque la ley no se consulta, se aplica.

Sin embargo, al presidente López no le interesa lo legal. Un hombre enredado en su propio engaño, en su ridícula interpretación histórica que lo coloca a la altura de nuestros grandes héroes, no tiene tiempo ni interés de preocuparse por temas tan mundanos como la ley.

Muchos de los críticos del presidente han alegado que la consulta es una distracción, una cortina de humo para no prestar atención al terrible estado en que se encuentra México y los fracasos de la administración de López Obrador.

Puede que tengan razón, por mi parte insisto en otra opción, más peligrosa. Lo que busca el presidente López no es distraer sino legitimar moralmente y popularmente su administración y proyecto político desacreditando la transición democrática y liberación económica vivida en México a partir de la década de los años 80. No necesita ni quiere recurrir a los datos o evidencias, pues no están de su lado, sino a herramientas retóricas, parafernalia y oropel discursivo que le ayuden a sostener su narrativa.

Lo que busca la consulta es un juicio moral popular. Una vez más el presidente conservador mexicano recurre a la carga moral para fundamentar su discurso.

Tenemos en México un presidente bobo y moralino. Y ni el presidente ni sus paleros ni juglares tienen empacho en mentir. Desde Mario Delgado (presidente nacional del Partido Oficial) hasta los Moneros, transformados en voceros acríticos del presidente, no dejan de proclamar: «La consulta es para enjuiciar a los expresidentes». Son profetas de una falsa religión laica llamada cuarta transformación.

La lista de acusaciones es un galimatías de políticas, decisiones difíciles, errores e imprudencias, difícilmente ligadas a un crimen que muestran de cuerpo completo la narrativa de la actual administración. Su juicio no busca ser jurídico sino ideológico e «histórico». Dice que se va a enjuiciar a:

  • Carlos Salinas (1988-1994) de la privatización de las empresas del Estado. Se les olvida que la privatización y la liberación económica, que el liberalismo, no es ni criminal ni inmoral. Que ha traído como resultado una reducción (insuficiente) de la pobreza y la desigualdad en México. Y que las empresas privadas brindan mejor servicio que las empresas públicas.

  • Ernesto Zedillo (1994-2000) se le acusa, además de continuar con la privatización, del rescate bancario por parte del Estado Mexicano también llamado FOBAPROA. Se les olvida que sin él la economía, sistema bancario y vidas de millones de mexicanos se habrían arruinado. Tampoco consideran que la transformación de la cartera vencida de los bancos en deuda pública estuvo acompañada de reformas al sistema financiero mexicano que lo han dotado de mayor disciplina y estabilidad; que ha enviado otras crisis como las de los años 90.

-Vicente Fox (2000-2006) se le acusa de traición a la democracia, por no «traer una verdadera democracia», quizás porque no es la democracia corporativa con la que tanto fantasea el presidente. También se le acusa del «Fraude 2006», una vieja acusación del ahora presidente que tiene tantas evidencias como la existencia de Dios.

Quizás las dos acusaciones más importantes son a Felipe Calderón (2006-2012) de enfrentar al crimen organizado con el ejército, iniciando la época más violenta en la historia de México. Una decisión de gobierno imprudente y errónea, pero no criminal y que ha se ha mostrado, desafortunadamente preferible a la pasividad que ha implicado la actual política de seguridad pública de «abrazos, no balazos». Si Calderón, en un arranque de imprudencia y de testosterona incendió México, López permite que el fuego siga sin hacer nada para detenerlo.

Por su parte a Enrique Peña Nieto (2012-2018) se le acusa de corrupción. Y sí, el presidente Peña encabezó la administración de Alibaba y los 40 ladrones, donde las voraces manos de políticos de la vieja escuela mexicana rapiñaron hasta los últimos centavos de la Hacienda Pública. Pero, a esa estructura de corrupción no se la tocado ni un pétalo o pluma. El combate a la corrupción, que no requiere una consulta ciudadana, se ha quedado en el discurso, opacado por la falta de un Sistema Nacional Anticorrupción, la persecución de estos delitos, pasados y presentes.

La consulta del 1 de agosto en México es una trampa; un sinsentido; un arrebato de un presidente que no sabe gobernar y que no quiere dejar de ser candidato.