En Chile y Honduras han ganado el poder alianzas de centroizquierda en las últimas semanas: Gabriel Boric y Xiomara Castro, respectivamente. La razón es simple: ambos países están en la lista de los 10 países más desiguales del mundo. La marginación económica y la desigualdad social hace que millones de personas se sientan excluidas y busquen un cambio.

Lo dice el propio Banco Mundial. Desde «Taking on Inequality» (2016, World Bank Group) ambos países estaban ya posicionados en la lista de los 10 más desiguales del planeta. En el informe del 2018 se ratificó esta misma lista y en varios de esos países las disparidades sociales se han agudizado aún más en los últimos 3 años según el BM, la OCDE y el resto de los indicadores.

En América Latina el 10% de la población concentra más del 80% de la riqueza nos dice Oxfam, el instituto con sede en Londres, Inglaterra, que se dedica a medir la desigualdad en el planeta. Por otra parte, el 20% más pobre no tiene acceso ni al 5% de la riqueza. De acuerdo con la CEPAL, esta estadística podría incluso más grave: el 10% más rico en América Latina tendría concentrada casi el 90% de la riqueza, en virtud del subregistro de ingresos que tienen los sectores más ricos de la población, que eluden impuestos, utilizan paraísos fiscales o diversos regímenes de exención.

Desde luego que Chile y Honduras son muy distintos.

Chile ha sido un país semiindustrial en las últimas décadas, que se ufanó a sí mismo de «milagro económico» creciendo casi el 5% anual, pero manejado por una élite industrial y exportadora cerrada y plutocrática, resistente a repartir la riqueza. Y con un grave error desde la época de Pinochet que los gobiernos democráticos de la Concertación no corrigieron: desmanteló su salud y su educación pública. Los transformó prácticamente en bienes de mercado. El estallido social y los estudiantes en la calle eran solo cuestión de tiempo. El joven presidente Boric es resultado de esas revueltas sociales.

Honduras es otra cosa. Dolorosamente, sigue siendo un país neofeudal con una elite económica cerrada y casi medieval. Es un país donde aún se manda a matar con grupos paramilitares a los periodistas que hacen denuncia social. No solo es uno de los países más desiguales del mundo, con un Gini que supera el 0.53, sino que el año pasado cerró con una pobreza general superior al 65% de la población. Hay empresarios que ganan millones de dólares al año y no pagan impuestos y campesinos con un ingreso que no supera los 90 dólares al mes.

Es decir, el puro mercado no funciona. Es lo que no quieren entender muchos en América Latina. El mercado sirve para generar riqueza, desde luego. Y es muy importante. Pero reparte muy mal. La clave es un mercado dinámico, pero con un Estado que redistribuya con políticas fiscales eficientes, y con inversión social robusta en educación universal, salud universal y apoyo a las clases medias, a las pymes, y los estratos más desfavorecidos.

Tomen nota de que en la «lista de la vergüenza» está Costa Rica (desde donde escribo esta nota), un país que a inicios de 1990 fue uno de los más equitativos del hemisferio junto con Uruguay, y hoy está dentro de los 10 más desiguales del mundo. La desigualdad de Costa Rica es en este momento superior a la México.

Y lo grave es hay muchos por estos patios que siguen con la cantinela de «El país más feliz» del mundo y absurdos similares, emborrachados de futbol, de tamal y de bailongo, una sociedad cuyos ídolos sociales son los personajes de la farándula, y una clase empresarial que se escuda en paraísos fiscales y cuya evasión tributaria supera el 5% del PIB. Y, para rematar, con políticos que no saben escribir dos párrafos sin cometer errores de ortografía.