Siempre me ha maravillado descubrir el origen de ciertas expresiones, saber que muchas de las frases arraigadas en la noche de la historia española tienen, generalmente, un origen peregrino más o menos modificado a lo largo del tiempo por nosotros, los hablantes de un pueblo con un refrán siempre a punto en la boca para apostillar cualquier conversación. Así, una frase lanzada por la mañana en uno de esos trenes cargados de rutina, normalmente precedida por un bostezo y tan común como “qué sueño tengo”, puede ser replicada, dependiendo del carácter más o menos optimista de nuestro vecino de asiento, con un “a quien madruga, Dios le ayuda” o con un “no por mucho madrugar amanece más temprano”. A este respecto cuenta la experta Juliana Panizo, en el número 148 de la Revista de Folklore, editada por la Fundación Joaquín Díaz, cómo el origen de este dicho está en la conversación mantenida por un padre con su hijo, en la que el primero contaba a su vástago la historia de un vecino suyo que gracias a haber madrugado encontró en la calle una bolsa llena de dinero, a lo que el hijo, que al parecer tenía bastante apego por la cama, responde, no exento de ironía: “Pues a fe, padre, que como madrugar, más había madrugado el que perdió la bolsa”.

Al margen de la procedencia oficial, disfruto imaginando los distintos alumbramientos lingüísticos: hace unos días estaba en el videoclub Eusebio (sí, existen, aunque en muchas ciudades ya estén en la categoría de leyenda urbana) buscando una película aburrida e indie -algunos malos directores convierten la frase anterior en un pleonasmo- para después comentarla con mis amigos gafapasta, cuando entró una chica morena, con flequillo y ojos verdes que parecía una cortesana recién salida de una piscina del templo de Isis, como las que aparecían en aquellas producciones en Technicolor que nuestras pupilas jamás volverán a disfrutar en todo su esplendor original; al verla pensé, sin ningún atisbo de machismo, “está para comérsela”. Inmediatamente me olvidé de aquella diosa faraónica y comencé a elucubrar sobre el origen de esas palabras: después de descartar las teorías más disparatadas llegué a la conclusión de que aquella frase debía ser de lo más habitual a la entrada de la cueva Gran Dolina, en la burgalesa región de Atapuerca, donde se apostaban nuestros antepasados y en cuyo interior se han hallado indicios de que ya hace 800.000 años el Homo antecessor se comía a sus congéneres, como así lo atestiguan los restos de huesos de la citada especie, quebrados y descarnados, es decir, con las mismas marcas y además en el mismo lugar que los de bisontes, ciervos o jabalíes, producto de la caza. Todos estos datos los poseemos gracias a científicos de la talla de Arsuaga, Bermúdez de Castro y Carbonell, unos hombres que, después de tomar el relevo de Emiliano Aguirre y rodeados de un equipo de profesionales increíbles, están arrojando tanta luz sobre la prehistoria que están obligando a reescribir los libros y manuales sobre la materia.

Enfrascado en todos estos pensamientos, mis pies de autómata me llevaron a la estantería del cine español, tan denostado a veces que las pequeñas joyas brillan con más fulgor. Apenas me di cuenta de que me había alejado de la zona del cine “culto” cuando mis ojos se posaron sobre la mirada magnética de Antonio de la Torre en “Caníbal”, la película de Manuel Martín Cuenca. De inmediato supe que tenía que alquilarla, así que la cogí y me dirigí al mostrador junto al que la prima de Nefertiti se arremolinaba el pelo en un moño, dejando al descubierto un cuello esbelto y tostado por el sol de El Cairo. Qué mordible, pensé, sin ser consciente de que las palabras se habían escapado de mi boca. Lara, la dependienta, me miró extrañada antes de preguntarme por mi mujer. Azorado, me despedí y salí del establecimiento con más hambre que nunca.

Esa misma noche, después de comerme un gran filete de carne, regado con una copa de vino tinto, vi la película. Desde el segundo uno supe que estaba ante una gran obra: la escena de una pareja transitando un escenario suspendido en el vacío de la noche, bajo la atenta mirada de una cámara que de repente se convierte en un inquietante voyeur, me sumergió en una trama que no especula, que muestra la realidad sin velos: por una parte agradeces que el título de la cinta no sea una metáfora más sobre cómo nos fagocita la velocidad de los tiempos modernos, la pretendida sublimación de aquel vaticinio de Chaplin, y por otra, la desazón no te abandona durante todo el metraje, ya que no puedes evitar la angustia al comprobar que sientes una extraña simpatía y mucha lástima por un chico más bien rarito, pero educado, que caza mujeres para comérselas y que podría ser tu vecino del quinto, ese que siempre te ayuda con las bolsas de la compra.

Gran parte de la rotundidad de esta película, al margen de la maravillosa luz de Pau Esteve y de la interpretación genial, pura contención, de Antonio de la Torre, reside en el carácter corpóreo, circular y familiar de las localizaciones, me explico: generalmente nuestras vidas se articulan en torno a tres ámbitos, como son nuestra casa, nuestro lugar de trabajo (ese extraño privilegio actual) y aquellos sitios donde llevamos a cabo nuestro ocio. En la cinta comprendemos cómo el personaje de Carlos mantiene un equilibrio perfecto entre su piso, la sastrería y la cabaña de la Sierra, gracias a la sangre purificadora con que mitiga su deseo.

Documentándome para este artículo cayó en mis manos el libro “Historia natural del canibalismo”, del doctor Manuel Moros Peña, que hace un recorrido histórico por la antropofagia en las diferentes culturas y que comienza con la siguiente cita del Marqués de Sade: “Hay que empezar por un análisis exacto de todo lo que los hombres llaman crimen, comenzar por convencerse de que lo que así caracterizan no es más que la infracción de sus leyes y sus costumbres nacionales, de que lo que se llama crimen en Francia deja de serlo a cien leguas de aquí; de que no hay ninguna acción que sea realmente considerada como crimen en toda la tierra y de que, por consiguiente, nada en el fondo merece razonablemente el nombre de crimen, que todo es cuestión de opinión y geografía”.

Este perturbador criterio no es incierto aun en pleno siglo XXI y nos remite a lugares como Irán, donde recientemente una mujer fue ejecutada por matar en defensa propia a su violador, o a zonas de África, Asia e incluso América donde se sigue practicando la salvaje ablación del clítoris. Son sólo dos ejemplos de la barbarie “legalizada”. Lanzo una pregunta: ¿alguien detendría a los miembros de la comunidad Yanomami por comerse las cenizas de sus muertos? De los límites surgen las dudas y estas son las madres de la inquietud, que es la palabra que definiría la película de la que tratamos. En todo momento somos conscientes de que estamos ante un psicópata, sentimos miedo y absoluta pena por las víctimas, pero en ningún momento damos la espalda al protagonista porque sabemos que la identificación con él no es imposible, que, como indica el propio doctor Moros: “Hasta la fecha, se desconocen los motivos por los que un ser humano se convierte en un asesino caníbal. Por ello, es imposible prevenir su gestación hasta que el mister Hyde que lleva dentro aflora a la superficie”. ¿Qué puede haber más inquietante que saber que mañana te puedes convertir en un asesino? ¿Está todo lo bueno y lo malo contenido dentro de nosotros y su afloramiento depende de las circunstancias que nos depare la vida? Estas son las grandes preguntas que nos plantea, por lo menos a mí, esta coproducción entre España, Rusia, Francia y Rumanía, por cierto, cuna de vampiros...

Como pasa siempre que se disfruta un producto cultural, es inevitable que las comparaciones llamen a la puerta del pensamiento, así que en mi mente se agolparon unas cuantas referencias que remitían a películas en las que los diferentes protagonistas muestran mayor o menor vicio por la carne humana en sus diferentes grados de cocción: “Caníbal” es una película al punto; las hay poco hechas, como las hilarantes cintas gore en las que un rebaño de zombis comparten una orgía de tripas y vísceras varias; las hay en las que al comensal le dan gato por liebre (otro refrán...), como en ese estupendo recuerdo de mi infancia dirigido por Richard Fleischer llamado “Cuando el destino nos alcance”; hay recetas de amargo almíbar y de gran belleza formal, tal es el caso del “Sweeney Todd” de Burton, otras son filigranas manieristas que envejecen mal, como “Delicatessen”; pienso también en la imprescindible mirada de Anthony Hopkins en el papel de Lecter, pero creo que a la película quizás le sobre algo del brillo de los focos hollywoodienses, y en eso es precisamente en lo que la producción dirigida por Martín Cuenca destaca sobre todo lo visto hasta ahora: en la sobriedad, en la sinceridad, en la mirada de entomólogo de un director que no interviene en el destino de un personaje que conoce el amor un segundo antes de perderlo todo para quedarse a vivir, de forma definitiva, en el infierno de la incomunicación, donde seguirá trabajando para la Vírgen María y su corte, esa mujer que es todas las mujeres y cuya legión de seguidores ha deificado la antropofagia a través del cuerpo y la sangre de Cristo.

“Caníbal” es, en definitiva, una obra sobria, elegante, con el sabor de las mejores producciones clásicas y por eso merecedora de todos los reconocimientos. Nunca he creído en los premios y los recibidos por la ñoña y fría “Vivir con los ojos cerrados” en detrimento de la cinta de Martín Cuenca me hace reafirmarme en mi opinión. Al final de la película, hipnotizado, con la mirada fija en los títulos de crédito, un grito de mi mujer, que dormía a mi lado en el sofá, ya que no le apetecía pasar un mal rato cinematográfico, me sacó de mi maravillamiento: “Miguel, ¿qué haces?” Miré hacia ella extrañado y me di cuenta de que agarraba su pierna y que su tobillo estaba en mi boca. Lo siento, me entró hambre, balbuceé. “Anda, levántate y hazte un sandwich de ese jamón que nos ha dado la vecina”. Sabes que no me gusta el jamón, le dije. “A caballo regalado no le mires el diente”, sentenció.
Amén.