Hace algunos días tuve la oportunidad de ver la película de tipo documental Lovelace: Garganta profunda. estrenada en el año 2013, y me hizo retomar el interés por este ámbito de estudio. La película se orienta a narrar la vida de Linda Boreman, quien tras conocer y casarse con el pornógrafo Charles “Chuck” Traynor se convierte en víctima de violencia de género, es obligada por este a prostituirse en numerosas ocasiones y a incursionar en la pornografía.

Linda Lovelace, como se le llamaría en la industria pornográfica, se convertiría en una estrella con el film Garganta profunda, donde haría alarde de sus destrezas sexuales, las cuales, según más tarde narraría en su autobiografía Ordalía (Prueba de muerte) se grabó bajo coacción: "Cuando ven la película garganta profunda, están viéndome siendo violada. Es un crimen que la película se continúe mostrando; había una pistola apuntando a mi cabeza todo el tiempo".

Ahora bien, mucho se ha dicho sobre este caso. Por una parte, se ha victimizado a Linda. Ella misma lo ha hecho en la narración de su experiencia. Por otra, se le ha desmentido, afirmando que ella participó voluntariamente en la grabación del conocido film y otros de similar naturaleza, e incluso que esta disfrutaba de las escenas en que participaba. No me corresponde a mí hacer juicios de valor sobre la veracidad o no de estos hechos. Solo me permito reflexionar sobre un hecho social que comienza a develarse como un fenómeno digno de atención y estudio, como lo es la situación de violencia, coacción y violación de que son víctimas principalmente las mujeres en la industria pornográfica, la cual en las últimas décadas ha comenzado a ser denunciada principalmente por ex actrices y ex actores pornográficos.

Así como el caso de Linda, también han sido difundidos otros casos, entre ellos el de la ex actriz Shelley Lubben, quien afirma haber sido violada masivamente en un film, pese a haber pedido a sus compañeros que se detuvieran. Lubben afirmaría que: “Tenemos horas y horas de incontables vídeos sin cortes de mujeres siendo forzadas y coaccionadas por sus compañeros de rodaje hombres, agredidas verbal y físicamente para que realicen actos que no quieren, inducidas al alcoholismo y las drogas, violadas y obligadas por sus agentes, directores, productores, compañeros artistas y proxenetas a realizar actos sexuales que no deseaban”.

Elizabeth Rollings también haría públicos sus testimonios, señalando que: “Estaba cubierta por fluidos corporales, saliva y sudor de cinco hombres distintos. Disgustada, lastimada, basureada y vacía de emociones, una parte de mi murió ese día; mi alma se fue rasgando con cada uno de los veinticinco hombres a quienes les vendí mi cuerpo”.

Por su parte, el también ex actor Trent Roe cuenta: “Una vez era parte de un grupo que estaba con una chica teniendo sexo y ella vomitó sobre nosotros. Nos dijeron que continuáramos con la toma aún cuando ella estaba casi desmayada. El director quería esa toma…”.

Pese a ello, se hace necesario visibilizar que si bien un grupo significativo de mujeres incursionan en la pornografía de manera voluntaria, por afán de lucro, por disfrutar de su sexualidad, por participar de un estilo de vida cargado de atención, lujo, drogas, alcohol y desenfreno, atraídas por las representaciones mediáticas de la industria, esta no siempre habrá de ser como se anuncia. La otra cara de la industria pornográfica es que también un grupo importante de mujeres incursionan en este ámbito como consecuencia de prostitución forzada y la trata de personas, donde la salud de las mujeres es puesta en riesgo por la exigencias de modificaciones corporales, proclives a contraer enfermedades de transmisión sexual mediante la práctica de relaciones sexuales sin protección y la reutilización de juguetes sexuales o la evasión de análisis médicos, entre otros.

No obstante, y como ya he afirmado en otras oportunidades, si bien la pornografía puede presentarse como un medio, un espacio para la realización, idealización y canalización de la sexualidad moralmente sancionada en nuestras sociedades, también habrá de consolidarse como un espacio para el ejercicio y reproducción de la violencia, no solo aquella a la que se encuentran expuestas las actrices pornográficas, que bajo coacción o voluntad participan en la industria, sino que, al ser estas prácticas y dinámicas sexuales idealizadas, naturalizadas y extrapoladas a la vida cotidiana y la sexualidad en pareja, se legitima y naturaliza una sexualidad sobre la base de la violencia, la humillación y la cosificación de las mujeres.