Resulta obvio decir que la música no es una competición, pero lo cierto es que en muchas ocasiones ese detalle se pasa por alto. Es prácticamente un lugar común decir que la única persona con la que tienes que competir eres tú mismo, pero también eso se olvida a veces. Lo único que importa es la música pero hay situaciones en las que incluso eso queda difuminado.

Lucha comercial

La realidad es que la industria musical se ha afanado durante muchos años en convertir la música en un mero producto, y vaya si lo han conseguido. El marketing que va ligado a un artista, llamémoslo “comercial”, es algo que a día de hoy está más que estudiado hasta el punto que no es raro ver anuncios de “nuevos fenómenos globales” que hasta ese día nadie conocía. El hecho es que el propio concepto de crear productos lleva implícita la competitividad, porque en ese momento se pasa de hablar de arte a hablar de negocio, y en los negocios tu éxito puede venir dado en gran medida de los fracasos de los competidores.

La industria ha fomentado en gran medida ese modelo en el que los músicos son competencia los unos de otros, pero la realidad no podía estar más lejos ya que la música es, en sus últimas consecuencias, una forma de expresión artística. Los artistas expresan sus ideas, y estas ideas fraguan en otras personas generando unas nuevas; los músicos siempre han bebido de la creatividad mutua. Más que competidores son aliados, por mucho que la industria se empeñe en crear rankings, premios y dividendos.

Cierto es que los músicos también necesitan comer y pagar facturas, pero teniendo en cuenta este punto de vista, existe una sutil diferencia entre que un músico se gane la vida con su arte a que lo convierta en un negocio. Y si es cierto que la industria ha sido causante de crear este sistema en el que los músicos deben luchar por su supervivencia, también es cierto que no habría sido posible si éstos no hubiesen entrado al juego.

La batalla de la destreza

En este siglo basado en las nuevas tecnologías, que tanto han facilitado la difusión de la música como la producción, el abanico de propuestas musicales se ha abierto exponencialmente año tras año, lo que ha traído consigo nuevos niveles de competitividad. Por un lado esta el tema de la visibilidad, pues para un músico es más complicado hacerse notar entre un millón de artistas que entre cien. Hoy en día un grupo amateur no sólo tiene que tener una maqueta que suene a disco y un videoclip que parezca totalmente profesional, sino además tiene que hacer una promoción mucho más agresiva e inteligente que antaño si quiere llegar a lo que se suele llamar “el gran público”.

Por otro lado está el tema de la competitividad de los músicos en cuanto a su nivel. Tan sólo hace falta darse un pequeño paseo por las redes para ver un sinfín de vídeos de auténticos virtuosos de su instrumento, en todas sus técnicas. El avance de las comunicaciones ha facilitado enormemente el acceso a material didáctico y cada año se puede ver cómo el nivel sigue subiendo.

Sin embargo, se pueden distinguir muy bien dos tipos de virtuosos. Por un lado están aquellos que despliegan todo tipo de recursos en cada pieza que tocan, demostrando sobradamente su habilidad con las técnicas más intrincadas; y por otro hay virtuosos que aunque su paleta de recursos es amplísima, ves que son capaces de darle una musicalidad especial a su instrumento, sea en el estilo que sea. Dicho en otras palabras, se pueden ver virtuosos que se empeñan en demostrar lo buenos que son –cuando eso estaba más que claro- mientras que otros saben que no tienen que demostrar nada, sino simplemente –se dice fácil pero no lo es- hacer música.

Lo cierto es que cada persona es diferente y tiene una creatividad genuina; la técnica hará que esa persona disponga de una paleta de colores más variada, pero no hará que esa persona sea más creativa. La historia de la música está plagada de músicos que jamás fueron –ni serán- virtuosos pero que han sido capaces de componer absolutas genialidades, así como ha habido muchos virtuosos que nunca han conseguido transmitirnos sensaciones sino más bien aturdir nuestros sentidos. Por supuesto, a veces tenemos la suerte de poder disfrutar de virtuosos cuya creatividad y gusto en las composiciones han ido parejos a su técnica –como diría Otto, “que viva Led Zeppelin”-.

Relájate y disfruta

Hace años leí una entrevista que le hicieron a Vinnie Colaiuta, uno de los baterías más prolíficos de la historia, en la que él decía que “siempre hay que tocar para la canción”. Colaiuta afirmaba que daba igual de cuántos recursos dispusiese un músico si no era capaz de tocar para la canción. También recuerdo un clinic de Omar Hakim (Dire Straits, Madonna, Miles Davis) de hace unos años en el que comparó ciertos arreglos en la batería con las especias picantes. Decía que aunque el picante es algo que le gustaba mucho, no era algo que hubiese que poner obligatoriamente en cada plato pues, según él, la gracia de todo radica en cada plato tenga un sabor único, lo cual se consigue añadiéndole las especias que necesite, si se diese el caso.

Hay canciones que necesitan de un millón de notas perfectas mientras que otras no necesitan más que dos acordes dados con más intención que destreza, y siempre serán necesarios músicos para ambas. Lo que es común a todas ellas es que son canciones, música, expresión artística; nunca ha sido un deporte, ni mucho menos una competición aunque a veces los rankings y los premios lo hagan parecer así. Se trata de tocar y disfrutar tocando; de hacer música, ni más ni menos, y cuanta más y más variada mejor. Para eso nunca sobrará ningún músico.