El estreno el pasado 29 de abril de la comedia negra La noche que mi madre mató a mi padre (Inés París) hizo que me diera cuenta de una tendencia creciente en el cine español de los últimos años. Producciones hechas sin grandes presupuestos y rodadas mayoritariamente en una localización. Un síntoma de la precaria situación del cine español hecho sin el apoyo de las televisiones privadas, y donde los directores idean historias así pensando en acomodar los planes de producción, en ocasiones hasta autofinanciándose. Como ejemplos tenemos títulos tan distintos como Ayer no termina nunca (Isabel Coixet, 2013), Todos están muertos (Beatriz Sanchís, 2014), Musarañas (Juanfer Andrés & Esteban Roel, 2014), Purgatorio (Pau Teixidor, 2014), Felices 140 (Gracia Querejeta, 2015), De chica en chica (Sonia Sebastián, 2015), El tiempo de los monstruos (Félix Sabroso, 2015) o las inminentes Como la espuma (Roberto Pérez Toledo, 2016) y El bar (Álex de la Iglesia, 2017), amén de algunos títulos que se me escaparán y que han hecho de las limitaciones prácticas una virtud. Ya sea por las excusas argumentales para centrar casi toda la acción en un lugar –que van desde la agorafobia hasta el hecho de que los propios personajes no saben qué les impide salir– o porque la historia está tan bien contada que uno ni se lo cuestiona, la virtud máxima reside en crear algo que resista envites por esa vertiente, un relato con sentido pleno por transcurrir entre cuatro paredes.

Ya se sabe que el mundo del espectáculo está demasiado movido por la idea de invertir dinero para recuperar dinero. Existen pocos productores que sean capaces de financiar sabiendo que no van a volver a ver ese capital ni con los beneficios de taquilla ni las ventas en DVD o Blu-Ray. Algunos trabajan de verdad con la intención prioritaria de hacer obras de arte, y también están los hermanos Ellison, multimillonarios que producen a cineastas como David O. Russell, Kathryn Bigelow o Todd Solondz, aunque después también resucitan la franquicia Terminator para compensar. En España no existen muchas figuras así porque nuestra industria no puede sostenerlo. Luis Miñarro tuvo que cerrar tras 25 años su productora Eddie Saeta por estas mismas razones, y eso que casi todas las propuestas que nombramos surgen todas con la idea de ser vistas, no de moverse en el circuito festivalero o experimentar con el séptimo arte (como le pasaba al catálogo de Eddie Saeta). Es cine de terror que busca entretener o comedias que quieren arrancar las carcajadas al respetable, y sus repartos reflejan que quieren que la gente vaya a verlas al cine. Hay que decir que existe otro escalafón inferior a nivel de producción, de cine verdaderamente independiente, pero ése no es el interés de este escrito.

Estos proyectos de localización única tienen además en común un toque de distinción, dentro de sus respectivos géneros, que explican que su única manera de existir sea a través de este tipo concreto de producción. Recibir dinero de una televisión supone, por ejemplo, homogeneizar hasta cierto punto los contenidos, hacer un producto con determinadas características para atraer el gran público. Se cuenta que el talentoso Guillem Morales quería incluir hasta 20 minutos seguidos de pantalla en negro en Los ojos de Julia (2010) para que el espectador fuera esa Julia que pierde la vista. Pero eso no está en su film, porque una película con dinero de Mediaset España no permitiría algo tan osado. Lo mismo pasa con Atresmedia, cuyas comedias juegan con lo políticamente incorrecto pero nunca podrían tratar, por ejemplo, de la celebración de una orgía (argumento base de Como la espuma). Tiene además que haber, si se logra, un intérprete conocido para que se garantice hasta cierto punto que se puede promocionar la película y la gente quiera ir a verla.

De la necesidad surge el mayor de los ingenios, pero estas propuestas están a medio camino entre la independencia y lo industrial. Es decir, que quieren contar sus historias pero no están dispuestos a sacrificar un mínimo de calidad de producción, ni que sus intérpretes trabajen por casi nada o no se pueda recuperar parte de la inversión con las entradas y los visionados on-line o en DVD y Blu-Ray. Sus directores de fotografía, operadores de cámara y directores no tienen por qué ser la misma persona, ni es necesario recurrir a un crowdfunding para recaudar el dinero suficiente. Que esto no tiene nada de malo y da resultados maravillosos cinematográficamente hablando, pero no es el ánimo de sus responsables. Ellos quieren hacer un cine que llegue a mucho público, pero sin comprometer sus ganas de ser libres en el proceso. Entretener y hacer reflexionar, esa es la meta ideal.