El mundo de la música llora una pérdida más en este 2016, la del canadiense Leonard Cohen. Como Bowie, en su último disco había hablado de su muerte pocos días antes de encontrarse con ella. Pero ni siquiera eso ha evitado la sorpresa con que sus admiradores han recibido la noticia.

Más que canciones, escribía poemas. Más que cantar, recitaba. Por eso, su marcha ha dejado un vacío en el mundo de todos los que han seguido su carrera durante algún momento del último medio siglo. Su trayectoria musical empezó tarde – su primer disco se publicó cuando él tenía 33 años –, pero supo integrarse en una generación diez años más joven que él y que ya contaba con ídolos de la talla de Bob Dylan.

Hace pocos años, durante su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias, el músico canadiense contó al mundo cómo aprendió sus primeros acordes a la guitarra. Fue un joven español, al que conoció en un parque de Montreal, quien lo puso sobre la pista de los sonidos que, pocos años después, marcarían su éxito. Cohen lo oyó tocar mientras paseaba cerca de la casa de su madre en la ciudad canadiense y quedó maravillado con los sonidos que sacaba de su instrumento, así que le pidió que le diera unas clases. Pocos días después, el joven se quitó la vida en la pensión en la que vivía, pero ya había dejado en Leonard los mimbres para tejer todo lo que estaba por venir.

Después llegó Marianne, su primera musa y, para muchos, la que lo inspiró para poner música a sus poesías. A ella fue dedicado uno de los éxitos del primer álbum de Cohen, So long, Marianne, que da cuenta del final de la relación sentimental que ambos mantuvieron. Y ahí empezó una ristra de exitosos títulos, de poesías con música, profundas y descriptivas, en las que el genio canadiense dibujaba escenas con la meritoria capacidad de calar en la mente de cualquiera que las oyera.

Muchos, antes y después que él, han cantado a la vida, al amor o a la muerte. Pero ninguno supo transmitir tanto como él. El secreto está, quizá, en la serenidad que transmitía su voz cálida. Independientemente del volumen, sonaba como un susurro, dulce y cercano, siempre con la palabra precisa.

A pesar de ser tenido principalmente por un poeta, Cohen siempre mantuvo una innegable inquietud musical. Lejos de acomodarse en el folk, en el que ya se había consolidado con obras como Suzanne, The Partisan o Famous Blue Raincoat, el canadiense apostó por explorar otros estilos. La introducción en su música de sintetizadores a partir de mediados de los 80, unida a una voz cada vez más grave, dio como resultado grandes clásicos de su carrera como I’m your man o First we take Manhattan que, pese a ofrecer un sonido diferente, seguían manteniendo la esencia de sus primeras creaciones.

Pero, claro está, el alma de poeta seguía ahí. En esa misma época decidió rendir tributo a uno de sus grandes ídolos, Federico García Lorca. De los versos del poeta granadino, el canadiense sacó Take this waltz, otro de sus clásicos intemporales. Pero su pasión por Federico había nacido mucho antes, allá por su adolescencia, y ya había la había hecho patente en la década de los 70, cuando Cohen bautizó a su segunda hija como Lorca.

El tiempo y las buenas canciones se han encargado de borrar otras caras de Leonard Cohen, como su fervorosa etapa budista, marcada por una estancia de cinco años en un convento zen cerca de Los Ángeles, o su fama de mujeriego. De esta última, sin embargo, dejan testimonio canciones como la clásica Chelsea Hotel, en la que el artista narra, sin dar nombres, su encuentro sexual con Janis Joplin.

Pero sería injusto decir que, como pasa tantas veces, la muerte ha engrandecido la figura de Cohen. Sin duda, ayudará a que muchos más se acerquen ahora a su obra, pero todo lo que se diga en estos días no es más que la guinda a un pastel que se ha construido a lo largo de cinco décadas de carrera.

Gracias por su música, maestro. Descanse en paz.