Corrían los años ochenta cuando José Luis Moro comenzaba a componer sus primeras canciones en la soledad de su dormitorio. Muy probablemente ni él mismo se imaginaría entonces años más tarde ganándose la vida solo con un órgano y ninguna vergüenza.

La aventura musical de Un pingüino en mi ascensor se inició allá por 1987, con la desternillante historia del ya archiconocido estudiante de Derecho obsesionado con su vecina.

Motivado por una creatividad derrochadora, por la necesidad de dar salida a sus delirantes ocurrencias, por un intento de seducir a su vecina o Dios sabe por qué, el Pingüino, propiamente dicho, comenzó a tocar, primero en el escenario del salón de su casa, y después ya probando suerte en los concursos que harían posible la aparición de su primera maqueta. Destacando siempre como protagonistas indiscutibles la peculiar voz nasal y un teclado Yamaha no muy diferente al que en los ochenta y noventa nos regalaban por nuestra Primera Comunión.

Un año más tarde de esta primera maqueta llegaría Mario Gil, que había formado parte de grupos emblemáticos como Paraíso y La Mode, pero que el azar le llevó hasta el Pingüino. Juntos serán capaces de crear todo un elenco de excéntricas cancioncillas sin desperdicio alguno, hasta que en 1991 ponen fin a su carrera musical por desencuentros con su compañía discográfica.

Aunque publican algún disco más, es en 1999 cuando su antiguo mánager contacta con ellos para grabar un disco en directo. Y esto supone el resurgir de sus cenizas, con tal ímpetu que, desde entonces, y a pesar de dedicarse de manera paralela a otras profesiones, hacen una media de 30-40 conciertos al año.

En algún punto de su trayectoria, hace ya muchos años, me topé con sus canciones, tal vez cuando era yo la que espiaba a mi vecino, y así fue como las estrambóticas letras de sus melodías y el chico de rizos del tercero sirvieron de inspiración para mis propias creaciones.

Desde entonces los consideré absolutamente geniales. Genialidad que alcanzó su punto más álgido el día que encontré en algún lugar recóndito de Internet una carta formal dirigida a Spotify, porque en la pestaña "artistas similares" aparecen relacionados con Ramoncín, con quien consideran que tan solo tienen en común el contenido etílico de algunas de sus letras, y piden que sea reconsiderada dicha comparativa ("Eso sí, no le sustituyan por Kenny G, que entonces salimos de Málaga y nos metemos en Malagón").

Treinta años después de sus inicios, una noche cualquiera en la sala Galileo Galilei, se encienden las luces que iluminan el escenario y, ante el estupor del público, suena la música de Falcon Crest. Hemos vuelto a los ochenta. Después aparecen Mario y José Luis y comienza el espectáculo.

Rodeados por un público que en su mayoría supera los cuarenta, nos deleitan durante algo más de dos horas con las más divertidas de sus canciones y un desbordante sentido del humor en cada uno de sus absurdos comentarios ("este concierto está patrocinado por Tena Lady, Boston Medical Group y los que cambian la bañera por un plato de ducha", "nos dicen: tocad la de la chirimoya", "se la dedicamos a Fernando y al Mercadona").

Sonaron las canciones más y menos conocidas (El balneario, Arqueología en mi jardín, Tú me induces al mal, Juegas con mi corazón), títulos internacionales de los ochenta versionados, como Voyage, voyage (Foie gras, foie gras), éxitos de otros artistas (Horror en el hipermercado) y aquellos con los que el público siempre se viene arriba: El sangriento final de Bobby Johnson y Atrapados en el ascensor. Para terminar, por supuesto, con Espiando a mi vecina.

Una noche hilarante a cargo de dos tíos con mucho morro que siguen haciendo el mismo pop fresco y espontáneo que cuando comenzamos a escucharlos y que siguen teniendo las mismas ganas de hacer que su público lo pase realmente bien que hace treinta años.