En las postrimerías del año 1949 arribé a la capital de Guatemala, procedente de Puerto Barrios a donde desembarqué habiendo salido de La Habana, Cuba, en un crucero del Caribe. En Cuba permanecí ocho meses respondiendo a la invitación de quien fue mi roommate mientras cursamos estudios en la Universidad de Columbia, en New York. La invitación fue girada como cortesía para ayudarme a resolver mis problemas de injustificada persecución política, sufrida en 1948 de parte de la dictadura instaurada después del derrocamiento del Gobierno constitucionalmente electo en Costa Rica.

La decisión de viajar a Guatemala respondió también a la gentil invitación de varias de mis amigas y excompañeras de estudios en Columbia, para visitar y disfrutar de las bellezas inigualables de este país. Lo que sería una estadía de unas cuantas semanas, debido a la cordialidad de mis amigas y sus familias, y lo impactante de la riqueza cultural y natural de Guatemala, quedé fascinado al punto de extender las semanas... ¡a cinco años!

Fue así como, al principio del año 1951, por intermedio de amigos mutuos, conocí a Juan Miguel de Mora Vaquerizo. La intensidad de nuestra amistad fue inmediata y duradera, pues a pesar de que no compartíamos enteramente nuestros mismos principios y valores filosóficos, sí coincidimos decididamente en los ideales, inquietudes y sentimientos humanitarios expresados a menudo por Juan Miguel, particularmente en lo concerniente a los abusos, marginación y abandono de los pueblos indígenas.

Era más que obvia su constante preocupación y molestia al enterarse de la manera como eran tratados diariamente , hombres , mujeres y niños indígenas, como si no fueran seres humanos tan dignos de consideración y respeto como todo el resto de ciudadanos llamados ladinos.

Poco a poco me fu percatando de la profundidad y sinceridad de la psyché, la sensibilidad y determinación irrenunciable de Juan Miguel por hacer algo productivo que pudiera penetrar y despertar la conciencia decididamente adormecida, o convenientemente escondida, en la personalidad de aquellas maltratadas personas. Resultaba impresionante observar el pensamiento de Juan Miguel, sin un trasfondo religioso doctrinario, el cual, aun si existiera, era invisible, cuando frisaba sus 29 años de edad y luchar, asiduamente, a su modo, en contra de la manera inhumana del trato a sus semejantes, víctimas de la pobreza e incipiente educación, sin ser ellos los responsables. Resulta oportuno señalar hoy que algo –no lo suficiente— ha mejorado al observar que algunas personas –hombres y mujeres indígenas- se han superado, logrando estudiar y obtener títulos profesionales y participar activamente en el mundo empresarial y político. Pero no son muchos para poder vanagloriarnos todavía.

No cabía duda de los propósitos realmente humanos de J.M., pero sabía él también cómo esperar el momento y circunstancias propicios para poner en marcha sus proyectos. Por esa razón me dijo haber escrito hacía un tiempo el libreto para una obra de teatro titulada La Selva de Asfalt –sarcásticamente en referencia a la ciudad de Nueva York—y deseaba llevarla a escena. Así lo hicimos y después de todos los necesarios arreglos, incluyendo la instalación de bellos muebles antiguos, prestados por familia amiga de mi novia, se presentó la obra, con bastante asistencia de invitados selectos y actores locales, algunos conocidos nuestros.

Juan Miguel introdujo la entonces «novedad» de la entrada de un actor, no por detrás del telón, sino apareciendo por el pasillo entre los espectadores desde el vestíbulo del teatro. Ese aspecto fue muy bien recibido.

La función fue relativamente exitosa, pero ese no era realmente lo que J.M. buscaba, pues su más apremiante objetivo era otro, mucho más espectacular y significativo, y la obra teatral serviría únicamente como precursora de un acontecimiento más valioso y cercano a su corazón, mayormente trascendental según sus ambiciones y urgencias de buscar apoyo hacia las clases desposeídas. Su rasgo distintivo era esa irrenunciable y poco común tenacidad.

Mientras tanto, nos atrevimos a iniciar una tarea, la cual sería en el ámbito cinematográfico, pero de un carácter distinto. Se trataba de filmar cortos comerciales de una duración de diez minutos cada uno y ofrecerlos al Gobierno y empresas industriales de categoría. La idea fructificó y comenzamos a recibir órdenes valiosas para exhibir los cortos en los principales cines, durante el intermezzo de las películas, como se acostumbraba entonces... (continuará)

«Naskará» es una película rodada íntegramente en Guatemala en 1951. Juan Miguel de Mora Vaquerizo se encargó del guion y la dirección. Rafael Ángel Chacón Mena fue el productor.