Fue en el restaurante del Dramatiska Institutet, durante la hora de almuerzo cuando, al pasar por el costado de una mesa, escucho a un tipo —ya mayor— conversando en español. No pude evitar saludarle. Fue mi primera aproximación al Tigre Silva. A partir de ese momento, nos reuniríamos todos los días a la hora del almuerzo, mientras duraran mis estudios de cine. La trayectoria de Adolfo, el Tigre Silva, ligada al cine en Chile, fue muy fecunda, como me lo recordó hace unos días Sergio Trabucco, otro personaje fundamental de nuestra cinematografía. El Tigre tuvo destacada participación en el filme Ayúdeme usted compadre, en New Love, Tierra Quemada, entre muchos otros.

Su inquebrantable compromiso como viejo socialista con el gobierno de Salvador Allende lo llevó a trabajar en la Moneda. Ya más en confianza, me relató detalles del bombardeo a la Moneda. Adolfo se encontraba allí cuando los aviones comenzaron su demoledor ataque. Lo que más me impactó fue su relato al despertar en medio de la conmoción. «Al abrir los ojos, todo era oscuro, yo estaba tendido boca abajo, el lugar era muy frío». Con mucha dificultad y dolor logró hacer un leve giro de la cabeza, logrando ver un fino haz de luz que ingresaba a través de una pequeña ventana. El leve resplandor denunciaba algo que percibió como sangre. Lo primero que se le vino a la cabeza fue lamentar la suerte de quien había recibido tal golpiza. Fue solo unos minutos más tarde que se percató que un hilo de sangre salía desde su cuerpo.

Me impactó tanto esta escena, que no pude evitar pintarla. Adolfo siempre quiso tener esa pintura, pero como ya es hábito adquirido, no suelo desprenderme de mis pinturas. Me sucedió años después en La Habana, en el marco del Festival de Cine, se expusieron mis pinturas relacionadas con mi largometraje, Horcón, al sur de ninguna parte. Humberto Solas fue quien gestionó esa exposición. No tuve más alternativa que dejarle una pintura, pero, llegando a Chile, pinté nuevamente la escena y esa copia hoy es parte de mi colección. Me sucedió también con mi amigo Fernando Ayala, exembajador en Vietnam e Italia, quien me ayudó a conseguir dinero para el mismo filme sobre Horcón. Le ofrecí que escogiera una pintura de mi filme Pre-Apocalipsis, las que se estaban exponiendo en la galería del Café & Restaurante Off the Record. Esta vez me quedé con el original y le hice una copia. Mis pinturas, como las fotografías de los rodajes de mis filmes siempre están en las paredes de mi atelier. Es el archivo de mi disco duro, son las escenas e imágenes de mis vivencias. Una suerte de diario de vida que me permite soñar que algún día inauguraré una exposición con las pinturas y sus respectivos filmes.

Hace unos días, mostré la pintura de Adolfo a mi mujer, quien me comentó que se parecía mucho a mi padre. Es algo que no puedo negar. Tiene algo de ambos. Coincidió que por esos años mis padres habían visto marcharse a tres de sus cuatro hijos. Enrique y Fernando rumbo a Venezuela. A propósito de este hecho, yo había pintado el retrato de mi padre que titulé El militante solitario.

La historia del Tigre Silva continuaba con el relato de cuando fue llevado a la Isla Dawson, una desolada e inhóspita isla del extremo sur de Chile, ubicada en el Estrecho de Magallanes, convertida en campo de concentración para prisioneros políticos.

El arribo del Tigre a Suecia, se debió a la gestión y a las presiones que realizaron los sindicatos de cineastas suecos. Su liberación significó el destierro en el país nórdico. Adolfo fue muy bien acogido y reconocida su trayectoria. A pesar de no hablar casi nada de sueco, le ofrecieron un cómodo trabajo en la biblioteca del Instituto de Cine.

Fueron múltiples los domingos en que crucé Estocolmo de un extremo a otro para acompañar su soledad y juntos saborear un rico asado al horno, que el Tigre, con mucho cariño me ofrecía. Fue así que me enteré del frustrado sueño que lo atormentaba. Desde su primer día en Suecia tuvo la idea, más que un guion, de realizar un pequeño filme en homenaje a Salvador Allende. Pero pasaban los años y no lograba concretarlo. Adolfo había conversado de esto con un par de cineastas chilenos exiliados también en Suecia. Pero su esfuerzo no dio resultado, situación que lo dejo muy decepcionado de sus compatriotas. Esto explicaba que en nuestros primeros encuentros nunca me hablara de este proyecto. Creo que fue gracias a nuestras frecuentes conversaciones en el restaurante del Instituto, las que permitieron distender la relación. El ambiente que reinaba en la hora de colación ayudaba. Era muy estimulante ver sentado a unos metros a Ingmar Berman, junto a varios miembros del elenco del filme Fanny y Alexander, que por esos días filmaban algunas escenas en los estudios. En mi curso de cine yo tenía de compañera a la hermana de Bibi Andersson, la musa de Bergman a quien también veíamos con frecuencia.

El proyecto cinematográfico del Tigre se basaba en un poema español titulado, La Nacencia, del poeta Luis Chamizo. Poema que es un canto a la nueva vida, a la maternidad, a la paternidad y al amor. La idea era recrear escenas de un matrimonio de campesinos, cuya mujer está en sus últimos días de embarazo y debe viajar a lomo de mula hasta el pueblo más cercano para recibir ayuda. Pero el momento del parto los encuentra lejos del destino final. El marido se ve en la encrucijada de correr en busca de ayuda, dejándola sola o quedarse a socorrerla sin saber qué hacer. Frente a esa situación, encara al pulento, al todopoderoso. El poema, en su momento, fue calificado de blasfemia. El sueño del Tigre era transformar este poema en un homenaje a Salvador Allende. El filme, además de las escenas narradas, contenía el poema en off y una bella banda sonora que incluía una selección de obras de varios destacados compositores de música clásica. Obras que fui aprendiendo a conocer mientras saboreábamos un buen vino en nuestros permanentes encuentros en su departamento. Desde ese instante, Músorgski, Grieg, Sibelius, Shostakóvich, entre otros, junto con la poesía, pasaron a ser los ingredientes inseparables de mi forma de ver y encarar cada uno de mis futuros proyectos cinematográficos.

Fue en una de nuestras conversaciones domingueras que se me ocurrió contarle al Tigre de Tina Dyrsen: «No sé quién es, no solo necesitamos dinero para producir el filme, necesitamos un productor sueco que nos apoye en esta aventura», me comentó, medio rezongando. Entonces le conté que cuando llegué a Suecia, a fines de 1977, e inicié el estudio del idioma, el instituto estaba muy cerca del consulado de Chile. Se me hizo rutina pasar los lunes a buscar periódicos chilenos para matar la nostalgia. No importaba lo añejos que fueran. Desde el primer día que fui al consulado, noté que una funcionaria sueca me miraba de una manera especial. No niego que se me pasaban algunas ideas por la cabeza. Ella era joven y atractiva. Un lunes, que fui tras el periódico, luego de pasar el control del policía que siempre estaba de guardia en la entrada del edificio, cuando iba a tocar el timbre, escuché la voz de la sueca, quien se disponía a salir y cruzar a la oficina del cónsul. El guardia me miraba atentamente; para calmarlo, simulé tocar el timbre; mi idea era esperar a la sueca y encontrarnos en el pasillo. para así cruzar algunas palabras.

Después de un par de horas de clases de sueco, estábamos bebiendo un sabroso café al costado del Kungliga Operan. Tina me contó que, para el 11 de septiembre de 1973, ella vivía en Nairobi, Kenia, donde organizaba safaris para europeos. Recibió la llamada de su padre, quien, llorando le cuenta la triste noticia de la muerte de Salvador Allende. Mientras escuchaba su relato, yo pensaba cómo era posible que Tina, cuyo segundo apellido era Wallenberg y pertenecía a una de las familias más poderosas de Escandinavia, y su padre, otro millonario exportador de flores en Portugal, pudieran estar tan afectados por la muerte de Salvador Allende. Tina prometió a su padre que haría algo para ayudar a los chilenos. Al poco tiempo, Tina se divorciaba y estaba de regreso en Estocolmo, en su fundo Öraker, en la comuna de Kungsängen.

Fue gracias a su amistad con una señora sueca, que trabajaba hacía muchos años en el consulado, que Tina logró el trabajo. Su idea era ayudar a agilizar y facilitar los trámites a los exiliados. Pero, al poco tiempo, comenzó a ver que sucedían cosas extrañas. Fue entonces que comenzó a observar a quienes íbamos al consulado. Necesitaba encontrar alguien que le inspirara confianza, apoyada solo en su intuición, en su sexto sentido. Al finalizar nuestro café ya éramos cómplices. Desde ese momento comenzamos a sacar diversos documentos, como fotocopias con la foto y datos personales de los agentes de la DINA que trabajaban en Suecia. Los datos de un sueco que trabajaba para la DINA y era quien pagaba a los soplones chilenos que entregaban el nombre y dirección de algún comunista chileno residente. Desde Moscú me pidieron que consiguiéramos pasaportes nuevos, para su reproducción. Logramos sacar tres.

Tina, en alguna ocasión, me comentó que había sido productora de cine. Cuando le di a conocer nuestro proyecto de La Nacencia, inmediatamente se entusiasmó. Fue así que se transformó en la productora del que sería mi primer trabajo como director de fotografía y asistente de dirección.

El equipo de La Nacencia estaba compuesto por el Tigre, Tina y yo. No pasó mucho tiempo cuando ya estábamos volando rumbo a España. Nos dirigíamos a una bella casa en Bubión, uno de esos típicos pueblitos vestidos de blanco en la Sierra Nevada de Granada, de la madre de Tina. Contratamos una pareja de jóvenes actores españoles. Filmamos durante tres días y finalizamos el filme en otros pocos días en los estudios del laboratorio fílmico de Madrid.

La Nacencia fue filmada en 16mm, a color, con una fantástica Pallard Bolex que compré en Estocolmo. Con una relación de uno a uno, esto significa que, si fallaba un plano, no existía el reemplazo, es decir, todo lo que se filmó fue utilizado. Cuando con Adolfo ya habíamos retomado nuestros encuentros en el restaurante del Dramatiska Institutet, un día, mientras almorzábamos, escucho mi nombre por el alto parlante, pidiéndome que fuera al teléfono de la caja. Era mi amigo cineasta Peter Nestler, quien me comunicaba la fantástica noticia de que el canal sueco, TV2, había decidido comprarnos el filme. Los diez mil dólares que nos ofrecieron era exactamente la suma que Tina había arriesgado en nuestro sueño. Fue trabajo terminado, trabajo vendido y trabajo pagado. La copa de vino que nos tomamos con Adolfo fue la más «bigoteada» de las muchos que disfrutamos en Estocolmo.

Pasaron muchos años, cuando yo había regresado de Mozambique, en 1991, que tuve la oportunidad de visitar al Tigre en su casa chilena y beber nuestra última copa. Hoy, La Nacencia, descansa en paz en la Cineteca Nacional de Chile y en la Cineteca de la Universidad de Chile.