Cuando sentimos que tenemos entre manos el poder de hacer que las cosas cambien, queda de nuestra parte actuar para que la constante evolución de la humanidad no nos arrastre con ella, sino que seamos nosotros los protagonistas del progreso.

Me atrevería a decir que esta ha sido una de las creencias fundamentales de los icónicos creadores que reúne la historia universal, así como de los ciudadanos de a pie que, desde su trinchera, buscan incansablemente marcar una diferencia.

De ello, uno de los casos más representativos fue el de la bailarina y coreógrafa estadounidense Isadora Duncan, una de las madres de la danza moderna.

Nacida en San Francisco el 27 de mayo de 1877, Angela Isadora Duncan consolidó un estilo único que, alejado de los patrones del ballet que imperaban en la época, reunía puestas en escena y movimientos que pretendían alcanzar y comunicar la esencia del arte desde el interior del artista.

Inspirando una danza más natural que la clásica, a partir de ciertos ideales de la Antigua Grecia, y explotando las nuevas tecnologías de iluminación teatral, en sus coreografías abordaba temas ligados con la muerte o el dolor, generando un contraste respecto a los asuntos que, frecuentemente, se podía apreciar en el ballet: héroes, duendes y espíritus.

Nací a la orilla del mar. Mi primera idea del movimiento y de la danza me ha venido seguramente del ritmo de las olas.

(Isadora Duncan)

Esta frase de su autobiografía, titulada Mi vida, describe a una joven que descubrió su inclinación hacia el arte a temprana edad, imitando el vaivén de las olas en la bahía de San Francisco, lo cual, a su vez, sería la semilla de su propio ritmo sin ataduras.

Habiendo pasado por Chicago, Nueva York, Londres y París, Duncan estaba consciente de que su estilo rompía con el ballet clásico, viéndose, además, a sí misma como una artista revolucionaria en medio de un contexto que enaltecía los valores tradicionales. Sin embargo, su trabajo también era, en cierta manera, minimalista: apenas algunos tejidos de color en escena, en lugar de los grandes decorados acostumbrados; túnicas vaporosas que dejaban adivinar la silueta corporal, en vez de tutús y medias; pies descalzos, sin zapatillas de puntas; cabello suelto y dejando de lado el maquillaje, a diferencia de los moños y retoques típicos.

Dada tanta contraposición, era de esperarse que su obra chocase con las audiencias al comienzo. Isadora, de hecho, fue objeto de abucheos e interrupciones durante algunas de sus presentaciones durante un tiempo, siendo de notable polémica su gira por América del Sur en 1916.

Años antes, mientras el estilo de esta bailarina estaba en la cúspide de la fama por Europa, su vida personal había sido fuertemente golpeada por la muerte, en 1913, de sus hijos, uno de 7 y otro de 3, en un accidente de auto cerca de París, acaso siendo este un pronóstico del destino de la poco convencional Isadora, madre soltera en aquel momento.

A raíz de ello, se acentuaron su despreocupación y desinterés por las convenciones sociales, así como las exigencias de esta mujer que llegó a simpatizar con el mensaje de la Unión Soviética, lo que la impulsó a trasladarse a Moscú en 1922. No obstante, el fracaso del gobierno ruso a la hora de cumplir las promesas extravagantes de apoyo para el trabajo de Duncan, junto con las condiciones en aquel país, la enviaron de vuelta a Occidente en 1924.

Mi lema: sin límites.

(Isadora Duncan)

De vida no exenta de escándalos, la bailarina tenía una casa para fiestas de disfraces por donde pasaron personajes de la talla de T. S. Eliot, James Joyce, Ezra Pound, Djuna Barnes, Jean Cocteau, Sylvia Beach, Scott Fitzgerald, entre otros.

La tragedia que rodea la famosa muerte de Isadora Duncan ha promovido la difusión de diversos mitos, pero está registrado en la historia que falleció en un accidente de automóvil en Niza, la noche del 14 de septiembre de 1927, a la edad de 50 años. Murió casi instantáneamente por estrangulamiento con la larga bufanda que llevaba alrededor del cuello, cuando esta se enredó en la rueda del vehículo en el que viajaba, de acuerdo con el obituario publicado en el diario The New York Times al día siguiente.

No necesariamente toda innovación nace a partir de una demanda de cambio proveniente de lo externo a nosotros: la expresión y el entendimiento propio también son combustibles. Si bien la danza y el arte en general se encuentran en eterna transformación, a partir de sus respectivas raíces, los seres humanos lo estamos de igual forma, desde nuestras propias vivencias.

Considero a Duncan una de las grandes exponentes de lo que significa el concepto del cambio en sí, pues aunque se hallaba en un entorno capitaneado por el predominio del lenguaje clásico, su vida y obra, por más controversiales que fuesen, se convirtieron en un legado que, hoy por hoy, se mantiene vivo en las distintas academias que enseñan su danza alrededor del mundo, siendo esta una trascendencia vislumbrada cuando ella misma se volvió el emblema del estilo que nació de las olas, siempre bailando y creando al ritmo de Isadora: un paso adelante.