El arte de servir un buen vino en la mesa se ha convertido, con el paso del tiempo y la evolución natural de formas y costumbres en la cultura enogastronómica universal, en un signo de distinción que lleva parejos el propio acto del servicio del vino y el valor decorativo del menaje necesario para llevarlo a cabo. La decantación de un vino es, básicamente, el trasvase del vino a una jarra o decantador de modo que ciertos posos naturales (la materia colorante solidificada), los antocianos que caen en el fondo de la botella por efecto de su propia constitución molecular y el paso del tiempo, o también trocitos de corcho, y que enturbian la presencia visual del vino en cuestión, quedan en la botella.

Esta clarificación del vino de la botella es una operación sencilla, aunque relativamente compleja en su ejecución, y distinguida por un halo de misterio ya que es la luz de una vela la que nos marcará la pauta al verter el vino en el nuevo recipiente, el decantador. Por cierto, el vino debe caer resbalando por las paredes de vidrio, no directamente al fondo. Es una maniobra destinada a disfrutar plenamente de las virtudes visuales del vino, fundamentalmente, aunque también es recomendable para percibir mejor la complejidad aromática de los vinos con crianza, ya que estos tienen un envejecimiento muy lento y, por tanto, deben oxigenarse para expresar toda sus cualidades en nariz. Sin embargo, ilustres enólogos y bodegueros, como Carlos Falcó, Marqués de Griñón, opinan que “contrariamente a lo comúnmente establecido, esta práctica es más importante para los vinos jóvenes y potentes que para los vinos añejos más cansados”. En fin, una controversia que posee variadísimas interpretaciones, todas ellas sólidamente argumentadas y de las que resulta prácticamente imposible extraer una consecuencia final unívoca y taxativa.

La decantación del vino es, en cualquier caso, como en cierta ocasión indicó el ilustre periodista gastronómico de referencia Gonzalo Sol, un gesto litúrgico en el que “queda comprendida toda esa larga historia de la humanidad que evoluciona hacia el buen gusto y el placer consciente y compartido; una larga evolución en la que el ser humano se distinguió cada vez más de los animales... y de otros humanos menos evolucionados” adquiriendo así la distinción un significado incluso más antropológico que social.

En fin, que el objeto de culto en este caso, el decantador, en sus orígenes jarras, frascas o garrafas, denominados en francés “Carafes à decantation” y en inglés “decanters”, tiene su propia historia; una historia muy unida al despegue de la industria del vidrio en la Europa del siglo XVI, pero con obvios antecedentes. Así, hay que remontarse a los tiempos del Imperio romano para encontrar los primeros protodecantadores, aunque, para ser más exactos, habría que decir que por aquel entonces lo que existía eran las ánforas, en definitiva los únicos recipientes adecuados para el almacenaje del vino. Principalmente el barro, y en menor proporción la madera, el bronce, la plata, el cristal de roca o la porcelana china, fueron hasta el siglo XVII algunos de los materiales utilizados en la fabricación. Pero, finalmente, el vidrio se impuso como elemento insustituible, adquiriendo además un explícito talante ornamental, ya que jarras, vasijas, la vajilla en general o los decantadores eran profusamente decorados gracias a las posibilidades que ofrecían las nuevas técnicas de la industria del vidrio e incluso por la propia morfología del decantador debido a su forma cilíndrica y esbeltez.

Las vasijas huecas de vidrio no aparecieron hasta el año 1500 a.C., manufacturadas probablemente por artesanos asiáticos. Egipto, Siria y Mesopotamia vieron florecer una industria que se extendió por todo el Mediterráneo y por sus diferentes civilizaciones, desde la helénica a la fenicia, para afianzarse definitivamente por Roma y el Imperio. Así, a finales del siglo I d.C., la técnica del soplado convirtió al vidrio en un material de uso frecuente, tanto para cristaleras como para vasos, copas y todo tipo de recipientes, de modo que la mayor parte de las técnicas decorativas conocidas fueron inventadas por los artesanos romanos y el vidrio incoloro sustituyó al vidrio coloreado. Así se puede observar en una jarra de delicado diseño (siglo I d.C.) que se encuentra en el Museo del Vidrio de Corning (Nueva York) o en el famoso vaso de cristal de camafeo, el jarrón Portland (siglo I d.C.), expuesto en el Museo Británico de Londres, y decorado con las figuras mitológicas de Peleo y Tetis.

Con todo, la fabricación de vidrio para uso doméstico se redujo mucho, después de la caída del Imperio romano, y hasta la Edad Media las jarras decantadoras y demás objetos de vidrio no volvieron a cobrar relevancia como objetos de expresión artesanal y artística gracias a los artesanos de Francia, Alemania y Gran Bretaña. Posteriormente, desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII, este protagonismo se trasladó a la industria veneciana y su cristal de Murano. Vidrios transparentes o coloreados, con delicadas tallas y elegantes motivos decorativos, de formas cilíndricas, cuellos esbeltos o cortos, con bases planas o cruzadas, copiosamente decorados o en estilos más ligeros, compusieron en este periodo la base ornamental de los variopintos y virtuosos diseños de las jarras decantadoras; una tendencia que abarcaba una rica amalgama de artes y técnicas industriales, artesanales y artísticas que precisó de una nueva reactivación cuyo liderazgo fue ejercido por Alemania e Inglaterra, pero que se expandió a todo el orbe europeo concretándose en enclaves tan prestigiosos como Nuremberg y Postdam, reflejándose en España en las manufacturas de vidrio de Mataró o de los tres hornos con que contaba Cadalso de los Vidrios, y ya, posteriormente, en los siglos XIX y XX, gracias a los avances tecnológicos y la recuperación de algunas técnicas romanas y la técnica de tallado y grabado de cristal de camafeo, los vidrios laminados con panes de oro de Stourbridge (Inglaterra) o la talla del cristal a la rueda de Bohemia (Austria).

El vidrio, y por extensión el decantador, poseen una larga historia que culmina en el siglo XX con el desarrollo del denominado vidrio artístico, impulsado a partir de piezas con fines decorativos que expresaban, y siguen manifestando, una oposición y loable resistencia a la producción en serie, que se han acogido a los más diversos movimientos artísticos y culturales del momento, como pudiera ser el Art Nouveau, y que han supuesto, en definitiva, el germen de una vocación artística valorada y reconocida que ha motivado el florecimiento y propagación de talleres de artistas del vidrio por todo el mundo.