“Caballero, es imprescindible el uso de americana para entrar al restaurante”, me advirtió un amable empleado del edificio y confirmé mis sensaciones. Al cruzar la puerta del edificio del Casino de Madrid uno siente una vuelta al pasado. Desde los primeros pasos, parece como si el tiempo se hubiera congelado a comienzos del siglo XX. El espíritu de su génesis como club social continúa vivo, no solo en la arquitectura, obviamente, sino en el trato, en el protocolo. El edificio del Casino surge como inspiración de los clubes británicos del siglo XVIII, y allí dentro, con su estilo Belvedere, uno cree que pueda encontrarse al mismo Phileas Fogg y sus compinches adinerados. Así nació, como una sede social para las elites madrileñas cuando en España se producía la transición al Estado Liberal.

Tengo mesa reservada para comer en el Restaurante La Terraza del Casino (Dos estrellas Michelin), ubicado en el NH Collection Casino de Madrid, al que pone el acento Paco Roncero. De ahí mi visita a este ilustre museo del pasado. Es un buen momento para percibir cómo han cambiado las señas de identidad de la alta cocina. Aquí todavía se encierra la tradición en las formas. La gastronomía se ha democratizado y ha supuesto un lavado de cara al decorado. La terraza del Casino continúa aquella filosofía clásica de lo exclusivo que supone acudir a un restaurante de alta cocina. No veo camareros con tatuajes y uniformes cool, ni una propuesta de arquitectura industrial. Como diría la cultura clásica francesa, “todo es como debe ser”. Es cierto que, aunque en sintonía perfecta con el edificio, la decoración, a cargo del prestigioso Jaime Hayón, camina hacia un clasicismo renovado. El dominio del blanco en toda la sala rejuvenece una fotografía muy versallesca. Manteles de lino, cubertería de plata y sillas victorianas acompañan fielmente el estilo propuesto.

Un original Pisco Sour es el cóctel con el que se inicia el menú degustación. Preparado en el momento, el típico combinado peruano se transforma en un sorbete por efecto del nitrógeno líquido que in situ echa el camarero delante de la mesa. Servido en media lima vacía, es un comienzo esperanzador. Le siguen una serie de snacks o pequeños entrantes. Quizá la parte del festín que más disfruté y me llamó la atención. Alta cocina actual, fresca y creativa. Un muestrario comestible del talento de Roncero, donde presenta muchas de sus influencias y personalidad como cocinero. Un boquerón en vinagre, acompañado de una esfera de aceituna, nos traslada a sus comienzos con el maestro Adriá, así como otras técnicas como el polvo de aceite de oliva en un sensacional bocado llamado pan tumaca.

Un pequeño respiro para coger aliento y algunos apuntes, y comienzan los platos principales. Protagonismo para el pescado, la cocina sencilla y directa. Se agradece la sinceridad, que no reina mucho actualmente, en unos platos muy honestos y equilibrados. Salmón marinado en miso con salsa tártara en deconstrucción es el primer plato. Textura, sabor y un acierto los pequeños trozos de pepino, alcaparra y berenjena encurtidos, que contrastan a la perfección con el amigo noruego. A todo esto, salgo unos segundos del pequeño mundo que me había creado en las papilas gustativas y me doy cuenta que la clientela tampoco es la que llena en la actualidad los restaurantes gourmet. Mucha corbata y muchos años. Quizás sigan gustando de estos decorados más “serios” para justificarse la cuenta final. Por ende, la multitud gastro-entendida que puebla la restauración en la actualidad (y corren con el postre todavía entre los dientes a escribirlo en sus respectivos blogs la mar de modernos) tampoco comulga prejuiciosamente con el estilo clásico.

El gentil camarero trae merluza con pil pil de algas. Caballo ganador con un producto semejante. La cocción, yo diría que al vapor, un espectáculo. Otra genial sencillez llena de los matices que le aporta el alga codium. Para terminar, Pichón con manzana y puré de trufa. Quizá el plato menos alegre de todos y más convencional. Llega el postre. Fresas con nata en versión Roncero. Refrescante y sutil. Perfecto para terminar un menú degustación sin tirar la toalla.

Con el café y la sobremesa aparece una de las joyas de la corona: el carrito de dulces. Inspirado en un puesto de helados de los años cincuenta, un rosario de pecados dulces se muestran irresistibles. De nuevo, la parte más creativa del chef madrileño. Macaroons, bombones exóticos o filipinos con interior líquido son algunas de las maravillas que acompañan al café.

Tradicional, sobrio y protocolario, pero también fresco, creativo y emocionante. Todo ello se puede encontrar y sentir en “La terraza del Casino”. Paco Roncero consigue que viajes en una anacronía constante, pero justificada en lo esencial con respecto a lo formal. Una montaña rusa donde las subidas y bajadas se producen, afortunadamente, en la boca. Un estilo personal y reconocible. Venga, le regalo un cliché a los blogueros modernos. “La terraza del Casino” es clasicismo hípster.