No hace falta ser muy fan de algo para entender la historia y el compromiso que a veces existe detrás de lo que consumimos. Más allá del marketing hay historias reales que dotan de alma a muchos productos. Cuando unimos ambos elementos, producto y alma, consumimos significado. Y esa es precisamente la historia de Mica, una cerveza con identidad, de esas que se elaboran con cariño y criterio a partes iguales.

El alquimista del alma y la cerveza se llama Juan, un precursor de historias con sentido que un día se contestó a eso de dónde quiero estar dentro de veinte años y haciendo qué. Y así empezó, como si hubiera sido fácil.

Tuve la oportunidad de conocerle hace tiempo, cuando llevaba ya más de un año haciendo pruebas, oteando el mercado e instalando los primeros ladrillos de su fábrica de cerveza artesana. Para los no entendidos como yo, explicaré que lo que convierte a una cerveza en artesana es su cualidad de viva, viva en el sentido de imponerse a la fórmula, porque su proceso sin filtrado ni pasteurizado provoca que, a pesar de los esfuerzos de sus maestros cerveceros y del rigor de su producción, cada lote sea sutilmente único y original. Es lo que tiene ser uno mismo.

La historia de Mica es una historia de pertenencia a una tierra, a unos valores, a una forma de vivir y debe su nombre al mineral laminado predominante en las tierras que dan cobijo a su cebada, en Castilla. Pero Mica es más, es sobre todo un poco él.

Juan, su creador, es un hombre cercano, serio y reservado, como compuesto de láminas de Mica, transparente y natural. Conocerle es comprenderlo todo, desde el compromiso de responsabilidad social que lleva a cabo en el proceso de producción hasta la sobria austeridad del diseño de su botella.

Sentarse con él y hablar de su cerveza es tener la sensación de que la estuviera dibujando.

Habla despacio, manteniendo la mirada a la altura del cariño de sus palabras, dejando intuir que lo que en realidad hace no es fabricar cerveza sino prestar sueños convertidos en una deliciosa fórmula de alcohol y crear un mundo de posibilidades para quienes la prueban: desde la boca a la sangre, desde la sangre a los sentidos y desde ellos, quizás, a esa ligera hipnosis que riega las charlas cerveceras y que acaba allá donde el atrevimiento permite. Vida, autenticidad y diversión.

Solo entendiendo lo que bebes y su historia comprendes el cuidado con el que su maestro recomienda consumirla, es decir, con finura en la cata. Y es que en su consumo empieza tu identificación.

Dicen los muy cerveceros que esta cerveza artesana debe ser bebida con los sentidos y en copa; copa medio llena o medio vacía, a criterio, según la mentalidad de escasez o abundancia de que uno disponga, pero a la mitad, en cualquier caso.

Dicen también que así uno aprecia el brebaje con sus cinco sentidos: su olor, su sabor y sus matices. Sin embargo, como lo especial de las cosas suele quedarse fuera de los sentidos, sin ser maestra cervecera ni maestra de nada, si acaso de la vida por curiosa de todo, una Mica y cualquier otra artesana no debería beberse así, sino sintiendo más, más que en cinco y haciéndola tuya; a ella y al momento.

A mí esta cerveza me gusta beberla a morro, a morro y a choque con los dientes, a empate de dureza entre boquillas; sujeta la botella, con fuerza, con las manos, como se agarra la pasión de las cosas que uno siente como suyas o, más aun, cuando se sabe que nunca lo serán, entendiendo que nada se puede compartir sin antes poseer.

Beber la cerveza así es sentir su talle, su curva, la suavidad de su etiqueta, tan a mimo que incita a pasarla por los labios. Hasta el frío y la humedad deberían terminar empapando cualquier parte: el pantalón, la manga o en el mejor de los casos la nuca, como refresco de una noche sofocante, la tuya o la de él, que con ella en la mano va hacia ti quizás, robando un beso.

Beber su artesanía, llana en protocolos y en maneras, es un acto de camaradería como pocos, una experiencia. Con una cerveza en la mano y a morro, todos somos iguales.