Un restaurante que es un mundo y un mundo que niega el mundo, provocando y haciendo trizas la realidad y las habitudes para invitar a ver todo desde más de una perspectiva en el mismo momento. Un espacio lleno de objetos en un collage o mosaico que atrapa el pasado y el presente en una red de evocaciones donde todo lo que reconocemos como cotidiano se desmiembra liberando la fantasía y abriendo las puertas a las sorpresas.

Andrés, el propietario del lugar, no lo ha imaginado en términos tradicionales, sino que ha negado la tradicionalidad, ofreciendo una experiencia que mezcla todos los sentidos y desorienta, ya que cada detalle, cada objeto es un universo y todas las certidumbres desaparecen para desempalancar la mente y dejar fluir sensaciones nuevas. Una obra creada en el tiempo, un descubrimiento hecho poco a poco cada día, redefiniendo el espacio hasta extenderlo en el tiempo.

Allí, sentado en una mesa, se mezclan sabores de todos los tiempos, imágenes perdidas, que evocan un Macondo donde el sentido es el sinsentido que hay que redefinir. Un restaurante que es un teatro, donde todos tienen un rol y no tienen ninguno, donde el escenario es una proyección de la fantasía y donde la música entra por la piel y las orejas. Luces de todos los colores brillan sin alumbrar, en las salas interconectadas no existe un ángulo o un rincón que no encierre una sorpresa. Una sirena de la proa de un barco evoca el mar en tierra, o quizás a Neruda con sus colecciones imposibles y el marco de metal de un viejo catre cuelga en una pared, recordándonos que la vida termina, como terminan los sueños, y por eso hay que vivirla con impostergable urgencia. La comida, que es sabrosa, pasa ligeramente a un segundo plano y se convierte en excusa para permanecer allí atrapado, buscando salidas que no existen y reconsiderando la existencia.

En “Andrés carne de res” comió Fernando Botero y se sintió tan golpeado con la experiencia que no pudo dejar de regalarle una de sus obras a Andrés para que fuera expuesta en ese orden del desorden, donde el infinito se reduce a una miga de pan y cada detalle desborda los límites de la consciencia. No puedo dejar de afirmar que entrar en el restaurante es como entrar en una obra de arte, en un espacio que nos sacude para hacernos pensar y que nos da vuelta para que veamos en toda nuestra ceguera. La sorpresa mayor es ir al baño, donde la forma esperada de las cosas y objetos no existe y uno tiene que preguntarse nuevamente: cómo se abre el agua, cómo se secan las manos y qué significa tirar de la cadena.

En el baño, donde la privacidad reina, uno puede dejar un pensamiento escrito y hacerlo público para que otros lo lean. Antes de dejar este lugar indescriptible, que tiene que ser visitado, observé que la gente estaba casi eufórica como resultado de la experiencia de vivir por un momento una vida que transciende las reglas.