La alimentación es nutrición, salud, ambiente, bienestar y también un acto moral que nos une a una comunidad y a un sistema ecológico-social. Los ingredientes y el modo en que preparamos nuestra comida deciden nuestro futuro personal y colectivo. Sus implicaciones son múltiples y comer bien es un asunto más amplio y mucho más profundo, que el mero acto de saciar el hambre. De lo que comemos depende el futuro del planeta, el calentamiento global, la producción de gases de efecto invernadero, la sociedad en que vivimos y la relación entablada con nosotros mismos, nuestra colectividad y la naturaleza en general.

La humanidad está afrontando múltiples dilemas, que van de lo personal a lo social y al ambiente. La obesidad con todas sus consecuencias, como el síndrome metabólico, problemas cardiovasculares, diabetes es ya una epidemia que afecta y amenaza el 40% de la población mundial y entre estos, principalmente a los niños. Las causas son varias y una de las principales es la industrialización de los alimentos, que hace uso exagerado de azúcar refinado, sal, conservantes y otros ingredientes, que se han demostrado cancerígenos y que además crean dependencia, sin mencionar el empaquetado excesivo, derrochando papel, plásticos, vidrios y metales, incrementado en desmedida los volúmenes de residuos sólidos. Otro aspecto es el consumo exagerado de carne que contamina, acelerando al mismo tiempo el calentamiento global. Una cantidad de proteínas de origen animal produce 20 veces más gases de efecto invernadero que la misma cantidad de proteínas de origen vegetal, por ejemplo provenientes de legumbres o fruta seca.

El consumo de agua es inmenso en la ganadería industrializada, que en muchos casos incluye el uso incontrolado de hormonas para acelerar el crecimiento de los animales y antibióticos para reducir el riesgo de infecciones. A esto, tenemos que agregar la contaminación de los suelos, sobre todo por la orina y excrementos producidos por el ganado, que contiene óxido de nitrógeno y amoniaco entre muchos otros gases dañinos para el ambiente y el agua subterránea. En los EE UU, el 80% del amoniaco disperso en el ambiente proviene de la ganadería y en total representa una parte importante de la producción de gases de efecto invernadero, estimada en un 35% del total a nivel global.

La reciente expansión de piscicultura presenta problemas símiles, poniendo en la mesa carne blanca con un alto contenido de antibióticos y formalina. La producción industrial de pollos y huevos, además de implicar un tratamiento inaceptable de las aves, introduce en el mercado carnes y proteínas de baja calidad, que a menudo son fuentes de infección. También en este sector se hace uso de hormonas que en la cadena alimenticia agravan las dificultades causadas por la obesidad, facilitando, por otro lado, el desarrollo de bacterias inmunes a los antibióticos que son una amenaza en aumento para la salud de las personas.

Otro aspecto conectado con la industrialización de los alimentos es el transporte, ya que las ventajas de una producción en gran escala, permite precios más bajos, implicando al mismo tiempo, por el aumento de las distancias desde los centros de producción, distribución y venta, un consumo superior de carburantes por calorías consumidas. Junto a estas problemáticas, que ponen en peligro nuestra existencia y calidad de vida, tenemos que mencionar que las condiciones de trabajo en las grandes carnicerías industriales, como resultado de la alta velocidad de las rutinas de manuales, causan una infinidad de problemas para los trabajadores del sector, que son uno de los grupos más expuestos a enfermedades y malestares esqueleto-musculares.

Estas pocas observaciones y sus nocivas implicaciones a nivel de salud, social, moral y ambiental, nos llevan a una redefinición del significado de comer bien, asociando este concepto a la responsabilidad de proteger nuestra salud personal, nuestras comunidades y el medio ambiente. Los criterios que determinan un «comer bien» son: una drástica reducción o eliminación del consumo de proteínas animales, una reducción en el uso de fertilizantes, herbicidas, insecticidas, antibióticos, hormonas, sal, azúcar, conservantes etc. en los productos alimentarios y además, una valorización de los productos locales y de origen vegetal. El ideal de una dieta consciente es el aproximarse paso a paso a una dieta vegana, considerando especialmente los riesgos que presenta el calentamiento del planeta. Esta es una exigencia que no podemos ignorar. Las nuevas prescripciones sobre una alimentación racional, sana y equilibrada se fundan en estos criterios y nuestro futuro, el de nuestros hijos y nietos depende de nuestra capacidad de cambiar y ante la emergencia, no debemos procrastinar.