No sé cocinar, pero siempre me ha interesado el arte de preparar alimentos. He llegado al extremo de comer únicamente crudo para huir de mi falta de formación culinaria, pero mi interés por la cocina sigue enteramente intacto. Distingo obviamente entre el arte de cocinar y la avidez por comer, dos universos que marchan paralelamente. El objetivo de cocinar, más allá de la nutrición, es dar satisfacción mediante los alimentos y la razón de comer es descubrir, entre otros, los secretos del maestro. ¿Qué esconde detrás de la capacidad incuestionable de producir sensaciones agradables al sentarse a la mesa?

Comer es una actividad que incluye todos los sentidos. El olfato es fundamental, los colores son importantes como parte de la presentación. La consistencia o textura, un elemento a menudo ignorado, pero que tiene su importancia y bueno, antes de que me olvide, el gusto, que seguramente es el factor dominante, pero como dicen por aquí no existe sabor sin olfato, sin vista y sin tacto. La consistencia se refiere a este último sentido, donde en vez de tocar, mordemos y es la resistencia o su ausencia el discriminante y así nos encontramos con el oído. Crujir o la propiedad de ser crujiente es una de los componentes del gusto y este es auditivo como también táctil. El gusto comprende además los contrastes entre dulce y amargo, entre dureza y suavidad, entre líquido y sólido.

El arte de cocinar está determinado por la capacidad de compendiar una obra que incluya todos los sentidos y nos brinde una sensación de placer que nos haga perder el control o la conciencia, al menos por unos pocos segundos o minutos como el más apasionado de los besos. Digo perder la conciencia, porque al momento de degustar no sabemos cómo categorizar la experiencia y el sabor es el único lenguaje. La pregunta que se impone es: ¿cómo conjuga un maestro de cocina el estímulo equilibrado de todos los sentidos en la preparación de un plato? ¿Cuáles son sus prioridades, métodos y cómo logra inundar de sensaciones el paladar?

Una de las tareas más importantes es la elección de los ingredientes en el sentido que un tomate no es idéntico a otro tomate y la calidad de la “materia prima” seguramente es determinante. He seguido cocineros en el mercado y he visto cómo se pasan minutos observado las verduras, palpándolas, olfateándolas hasta decirse por algunas pocas, como si ya visualizaran el plato desde los ingredientes presentados separadamente. Otra dimensión es la preparación minuciosa y metódica de los ingredientes para exaltar en cada uno de ellos sus mejores propiedades y atributos. El tiempo de cocción, las posibles combinaciones de ingredientes, sazonar con criterio y evitar a toda costa que los alimentos pierdan su identidad, subordinando la preparación y aliño al ingrediente mismo y el concepto del plato donde será incluido.

La sensualidad sensorial del plato tiene que ser exacerbada y discreta durante todo el proceso de preparación, porque de esta dependerá la combinación perfecta de cada uno de los ingredientes y el modo en que el plato será presentado. Un mundo, en pocas palabras, que requiere años de escuela, preparación, estudio, práctica y una gran porción de disciplina mental. La armonía estética del plato es el objetivo principal y las diferentes escuelas divergen en la importancia que otorgan a cada uno de los sentidos y los métodos de preparación.

He vivido por tres décadas en un país obsesionado por la preparación de los alimentos, donde la relevancia de los ingredientes es crucial. Cada elemento tiene que ser claramente distinguible por su sabor en el resultado final, en el aroma, la textura y también en la presentación. Esta regla implica una cocina, por un lado, simple en la cantidad de ingredientes a incluir en el plato y, por el otro, una sofisticación milenaria en la preparación del gusto, que en estas latitudes es una forma de seducir y sobre todo de amar. Saborear un plato es un viaje sin destino para explorar sentidos y sensaciones y a través de ellas describirnos a nosotros mismos y el mundo.

Ante la solicitud de preparar una cena crudo-vegana, la maestra de cocina, Cecilia Montano del restaurante “Amber” de Módena, Italia, nos preparó el siguiente menú para 3 personas:

  1. sandia bañada con vinagre de melocotón condimentado con tandori;

  2. rebanadas de betarraga con manzana verde;

  3. sopa fría de zanahoria en leche de coco, jengibre y curry;

  4. espaguetis de calabacín en salsa de aguacate al limón;

  5. cuscús de brócoli con verduras;

  6. arrollado de achicoria roja con crema de cacahuates acompañado de ensalada verde y pomelo.

Como desenlace: una torta cruda con fondo de frutos secos, crema de anacardos y crema de arándanos cubierta de chocolate y aguacate, decorada con fruta de bosque. Una fiesta de colores, sabores, texturas y gusto.