"Debes tener estilo, te ayuda a levantarte por las mañanas".
Diana Vreeland.

Este no es un artículo sobre cómo una mujer fea se abrió paso en un mundo de caras lindas. Estas líneas versan sobre cómo un ser humano supo sentar las bases del oficio de editor de moda tal y como lo conocemos hoy.

Corrían los años 30, una época en la que las revistas de moda aconsejaban a las mujeres sobre cómo hacer felices a sus maridos o cómo preparar tartas de manzana. Diana Vreeland, en una actitud profundamente revolucionaria, inspiraba a las mujeres a través de su columna Why Don’t you con ideas como “Por qué no pintas un mapa del mundo en las cuatro paredes de la habitación de tus niños, así no crecerán con un punto de vista provinciano”.

Su ejercicio como editora de moda de Harper’s Bazaar entre 1936 y 1962 y directora de Vogue del 62 al 71 convirtieron a Diana en una mujer con mucho más que buen tino. Visionaria, sagaz, con un gran ojo comunicador, fue la mecenas responsable de poner en la mira a mujeres como Twiggy y Bárbara Streisand, ambas alejadas del típico prototipo cautivador.

Esto me lleva a recordar que de la misma manera que nombrar es un acto de posesión, fotografiar es conceder importancia. Retratar a estas féminas implicaba no solo irreverencia, sino todo un himno a la autoaceptación.

Las editoriales en las que participó Diana no solo celebran a la mujer independiente; son manifiestos adelantados a su tiempo que invitaban a vivir plenamente en la vanguardia. De hecho, pasados casi cincuenta años, sus notas siguen siendo refrescantes.

La mujer con labios rojos y nariz notoriamente aguileña dirigió una serie de proyectos tan osados como ostentosos. Basta mirar The great fur caravan (Vogue 1966), una serie de fotografías ambientadas en una nevada Japón. La protagonista, una modelo llamada Veruschka forrada en pieles. PETA no estaría orgullosa. La exótica serie, del lente de Richard Avedon, se convirtió en uno de los grandes hitos editoriales de Diana. "Le gusta fingir que es una frívola, pero detrás de eso había una auténtica obsesión por el trabajo" aseguraba Richard. La pretensión de Diana se convirtió en la publicación más costosa de Vogue. Si era necesario reunir a 12 corceles blancos para una sesión, lo hacía, sin parpadear. Era maestra en hacer lo que fuera para conseguir el impacto deseado.

La editora no tenía solo un rostro tan curioso como su voz, sino la capacidad de darle al público aquello que ellos ni siquiera sabían que querían. No en vano llegó a afirmar: "la gente no sabe lo que quiere hasta que se lo enseñas". Esto la convirtió en una astuta depredadora de necesidades.

A pesar de tener una madre que le enumeraba sus defectos, Diana tuvo la astucia de sobrepasar la esfera de la moda: volcó su madera creativa también a la música, el arte y la sociedad pop. Fue la mujer que creyó en la emancipación de la mujer en tiempos acartonados y consiguió bajar la moda del altar y convertirla en algo aspiracional para la clase media. Autora de frases inmortales como "el bikini es el invento más importante después de la bomba atómica", encarnó el ejemplo de que el estilo es intransferible y que este debe acompañarse de un statement.

La gran mecenas también supo verle la cara a la dificultad. A principios de los 70 Vogue decidió reemplazarla. Lejos de deprimirse, Diana reinventó su carrera como consultora del Costume Institute del Metropolitan Museum de Nueva York, donde trabajaría hasta poco antes de su muerte.

En este punto, he juntado algunas claves que deben seguirse en el estricto orden que sugiero.

Cualquier chica que tenga pretensiones de seguir los pasos de Diana debe cumplir varios requisitos. Mentir sobre dónde transcurrió su infancia. Tener una relación tóxica con su madre. Haber nacido en París. Tener ansias de conquistar el mundo. Que su hermana sea más guapa y que su madre se lo recuerde. Casarse con un banquero. Sentirse eclipsada por Coco Chanel. Ser la primera en creer que el perfil de Bárbara tenía madera editorial. Aconsejar a las madres a que laven el cabello de sus hijos con champaña. Acrecentarse después de ser sustituida de su cargo en Vogue. Tener un apartamento rojo. Ser portadora de una gran nariz. Permitirse tener mal genio. Comenzar su carrera a los 30 años. Ser la Anna Wintour antes de Anna Wintour. Obsesionarse con la boca de Mick Jagger. Creer que la alpargata es chic. Ser amiga de Andy Warhol. Ser tan amiga como enemiga de Richard Avedon. Vestir a Jackie Kennedy. Tener buen ojo para lo diverso. Irse de fiesta al estudio 54. Creer que Cher llevaba mucho maquillaje y convencerla de llevar la cara lavada. Rodearse de Man Ray, Avedon y Brodovitch. Creer profundamente que “los tejanos son la cosa más bonita desde que se creó la góndola”.

Todo esto me lleva a una cuestión: ¿qué es la vanidad sino la gran depredadora? Hace poco leí un artículo de Susan Sontag en torno a la belleza en la mujer. “Los privilegios de la belleza son inmensos”, dijo Cocteau. Para estar seguros, la belleza es una forma de poder. Y con razón. Lo lamentable es que es la única forma de poder que la mayoría de las mujeres son alentadas a perseguir.

Aspirar a la belleza no es entonces el estigma, sino obligarnos a que sea nuestra única aspiración. Diana Vreeland tuvo el privilegio de alentarnos a alcanzar una nueva forma de poder: el estilo.