Hace escasos meses que el mundo de la moda lloraba una gran pérdida. La perdida de uno de los grandes de la moda, uno de los últimos grandes modistos que dejó su personalísimo sello a una industria sedienta de talento. Y desde aquí quiero rendirle mi humilde homenaje.

La muerte de Azzedine Alaïa, el modisto francotunecino conocido como el «escultor de la moda», supone la pérdida de uno de los últimos grandes nombres de la moda en las últimas décadas. Una de las personalidades más marcadas de esta industria, que siempre se distinguió por no seguir los dictados de la industria y por tener una identidad tan marcada que le permitió siempre permanecer ajeno al ritmo de las diferentes temporadas y sin sentirse obligado a innovar con cada nueva entrega que, como él mismo comentaba:

«No es normal que un diseñador esté obligado a hacer ocho colecciones al año, incluso cuando es un auténtico genio. No sé de dónde sacan las ideas. A mí me cuesta tener una sola que sea interesante por colección».

Alaïa, que le debía a su pasión por la moda a sus dos hermanas que desde pequeño le enseñaron a amar el arte de la alta costura, comenzó a trabajar como asistente de modistos antes incluso de graduarse y pronto recibió sus primeros encargos de parte de clientas enamoradas de su forma de potenciar la figura. Consciente de la importancia de estar en el lugar adecuado, en el momento adecuado, el diseñador tunecino decidió mudarse a Paris a finales de los años cincuenta, donde encontró trabajo con grandes nombres de la moda como Christian Dior, Guy Laroche o Thierry Mugler. En la década de los setenta abrió un pequeño atelier en pleno barrio de Le Marais donde confeccionaba, casi en secreto, los atuendos de la jet set parisina del momento.

No fue hasta principios de los años 80 cuando Azzedine Alaïa decidió lanzar su primera colección compuesta, en su mayoría, por prendas con un marcado componente sexy, elaboradas en cuero, una oda al cuerpo femenino que lo definía y a la vez que lo transformaba. Definido por muchos como modisto entregado, perfeccionista, y alérgico a la farándula que rodea la industria -rechazó la Legión de Honor francesa-, siempre fue muy crítico con el ritmo impuesto por el sistema -al que tildaba de «infierno comercial».

El diseñador tunecino manejaba la aguja con la precisión de un cirujano, una aguja que movía a su propio ritmo, sin ajustarse a ningún calendario y disfrutando de cada proceso de creación hasta presentar cada colección cuando consideraba que estaba lista.

Hace tan sólo unos meses, en 2017, y tras volver a la alta costura, una aparatosa caída acaba con la vida del modisto a los 77 años de edad dejándonos un inmenso legado de piezas únicas y femeninas, casi a la altura de obras de arte, dejando patente el valor de un hombre libre y único. El legado de un artista de la moda que ha sido quizá el último gran couturier.