Hoy, hace cosa de media hora, casi muero atragantada por la espina de una anchoa. Todavía siento mi garganta resentida. Bebo sin parar, pensando que el líquido podrá paliar el escozor del atragantamiento. Aunque el alcohol no es lo más refrescante, confío en que desinfecte la herida.

Una lanza diminuta, punzante como el cristal, permanece clavada en mi amígdala derecha, raspándome a cada trago de saliva, planeando atragantarme y hacerme morir por asfixia. Siento la incomodidad de quien nota un cuerpo extraño en su interior, una espina anclada en la garganta. Siento miedo ante la incapacidad de extraerla. Pero lo intento. Intento alcanzarla con los dedos. La rozo con la yema de mi dedo corazón, noto su punzante aguijón, pero se resiste a mis intentos por extraerla. Las arcadas son cada vez más intensas y frecuentes. Lo intento con unas pinzas. Difícil. Casi no veo, es difícil distinguirla en la oscuridad granate del interior de mi boca. Sin embargo, veo algo que se mantiene horizontal en el lado derecho, estrecho pero firme. Algo que me impide respirar con normalidad. Sigo intentándolo, sigo escupiendo, sigo llorando desesperada. En ese momento solo pienso en mi madre, en poder llegar corriendo al comedor y plantarme con mis lágrimas en frente suya, pidiéndole que me salve de la muerte. Pero estoy sola en el piso, ni mi madre ni ningún sucedáneo barato puede tratar de calmar mi angustia. Sollozo, me ahogo entre mis lágrimas y entre los espasmos de las arcadas. Solo quiero que salga, que me deje respirar de nuevo con normalidad.

Los nervios me impiden actuar con racionalidad. Quiero salir de casa y correr por el rellano y encontrar a alguien que entienda algo entre mis sollozos que aúllan: “¡Voy a morir!”. Ansiedad. Mucha ansiedad concentrada en mi pecho y ninguna idea clara en mi cabeza. Solo el terror se deja oír entre los suspiros de mi entrecortada respiración. Cualquiera diría que tengo clavada una espada en lugar de una espina… A punto de desfallecer, bañada en un sudor frío que resbala por mi piel, me acerco al espejo y trato de respirar profundamente, mirándome a los ojos. Entonces, de pronto y sin preaviso, como llegan todas las cosas indispensables para la vida, tales como la inspiración o la madurez, una cálida y silenciosa calma se apodera de todos y cada uno de los átomos. Me digo: “Mujer, aquí solo hay dos opciones: acostumbrarse a vivir con la espina o arriesgar la vida, o la integridad de alguna parte de tu cuerpo, para extraerla”.

Con firmeza, agarro mi lengua con los dedos para evitar que proteja con sus movimientos ascendentes la espina maldita. Intento alcanzar con las pinzas lo que parece la lanza oscura, enemiga ya de por vida, y por fin, logro extraerla. Es de un color claro, como de cartílago, con unas líneas similares a las venas pero más pequeñas que la atraviesan longitudinalmente, y al llegar al final se oscurece en un tono verdoso o gris. La tiro al lavabo, temblando, y llorando, ahora de alegría y no tanto de desesperación.