He visto zarpar incontables naves cuando vivía en la costa norte del estrecho de Magallanes, en la desolada cuidad de Punta Arenas. Las veía pasar lentamente, siguiéndolas desde la ventana de mi casa, un apartamento en el tercer piso con vistas al mar hacia el sur y a las montañas hacia el norte. Yo me iba detrás de las naves como las gaviotas y los delfines, soñando en tierras lejanas, países de lenguas desconocidas y paisajes exóticos, menos monótonos que la gélida pampa austral, asolada por los vientos, la nieve y la escarcha.

Las naves marcaban el paso del tiempo. Llegaban con todo tipo de productos desde el norte y volvían cargadas de lana, carne de cordero congelada, carbón y patatas. Su arribo era anunciado en la radio como la noticia de la semana y nosotros, los niños, reconocíamos sus nombres y sabíamos que el día sucesivo la fruta y las verduras pintarían con sus vivos colores todas las verdulerías de la calle principal.

En esas tierras inhóspitas se detenía el tiempo. Lo único que se movía era el viento y las copas de los árboles. El viento soplaba con fuerza y amenazaba con arrastrar todo. Llevándose a veces, los techos de las casas y plegando los árboles, que crecían doblados, mirando hacia el suroeste. Qué infancia la mía. Acostado, escuchaba el ulular interminable del viento durante los oscuros y fríos inviernos. Crecí leyendo cuentos de marinos aventureros, tramperos de nutrias y de buscadores oro. Cazadores de fortuna, que llegaban desde lejos y en muchos terminaban contando improbables historias por un vaso de vino en bares oscuros, llenos de humo y soñolientos.

La gente de la cuidad, que no era más que un pueblo, huía de la cotidianidad con las historias y los sueños y yo compartía con ellos los deseos de partir, de escapar lejos. Muchos de sus habitantes estaban solo de pasada. Venían de las estancias a ver un poco de gente y gastar sus sueldos. Eran arrieros de ovejas que pasaban semanas, meses acompañados solamente por sus perros. Casi no hablaban, saludando con evasivos monosílabos inciertos. Llegaban también marineros de largos viajes, ávidos de entretenimiento, para vencer la monotonía del mar que los dejaba anquilosados y melancólicos después de meses a la merced de las olas del Pacifico. Soldados fronterizos, que después de un largo e interminable servicio, se volcaban hacia la cuidad. Chilotes, que llegaban numerosos a esquilar mares blancos de ovejas. Trabajadores incansables que sudaban ininterrumpidamente por tres meses casi sin dormir para volver a sus tierras a cultivar silenciosamente patatas, zanahorias, nabos y dedicarse a la pesca modesta de mariscos preciosos para su sostenimiento.

Crecí entre gente que no se identificaba con el lugar y que venía de todos los ángulos del mundo, autocondenándose voluntariamente al rígido clima del sur extremo. Crecí junto a los lacónicos ovejeros, al pasar incesable de las naves y al fuerte viento de la Patagonia. A todos nos unía solamente el deseo indómito de abandonar esas tierras yermas y soñarnos lejos. Cada uno con su historia, mil veces contada y mil veces alterada. La Patagonia ha sido para mí un cuento fragmentado y sin fin como el correr infatigable y vocinglero del viento.

Hoy me faltan esas tierras inhóspitas, me falta el frío, la pampa, el mar y sus secretos. Me faltan las calles vacías en invierno, el humo de las chimeneas, el olor del leño mojado, el río desnutrido que cruzaba la ciudad con sus aguas oscuras, las noches eternas y la luz de mil estrellas manchando de blanco el fondo negro del cielo. Me falta el hielo y el viento. Las narices rojas y los ladridos de gaviotas y perros, que saben sin saberlo que el edén no está lejos del infierno.