A mí no me sucedió como a Gregorio Samsa, quien un buen día despertó convertido en un insecto, ni como a Álvaro Mendiola, al que un infarto le arrebató recuerdos e identidad. Lo que me desbarató la memoria me sucedió en un restaurante, a la mitad de una comida, con muchas personas cerca. Dicen que eso me salvó la vida. Todos se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo menos yo. Los meseros corrieron de un lado a otro, llamaron a la ambulancia y yo no entendía nada. Sólo veía gente alarmada corriendo a mí alrededor. Empecé a escuchar las voces cada vez más lejos y a ver las caras como deconstruidas, como si nada más tuvieran una mitad y la otra no. Así que me quedó la mente con una mitad sí y otra no. Descolocada, como los rostros en los cuadros de Picasso. Flácida, como los relojes que pintó Dalí. Lo que pasa es que la mitad que me quedó es más pequeña que la que se fue, o eso creo.

Me tienen trabajando en la recuperación de la memoria, dicen que así también voy a recuperar la identidad. Saber quién fui y saber quién soy van de la mano. Es tan importante recobrar la consciencia de mis gustos y mis disgustos como de mis cariños y antipatías. Eso dice el doctor. Estoy en una casa de playa, imagino que es la mía. Los muebles de la sala son blancos, los camastros de madera de teca y yo estoy meciéndome en una hamaca de tablas de árbol de maschicle. Lo más hermoso de este lugar es la vista a la Bahía de Santa Lucía, que sé es la más grande del mundo. No sé cómo, pero lo sé. Veo desde la Roqueta hasta Punta Diamante. Es curioso, puedo nombrar las playas desde Caleta hasta Icacos y no me acuerdo de mi propio nombre. El médico dice que no me alarme, que me acordaré. Ojalá.

Es probable que los recuerdos se vayan a encender como pequeñas lucecitas que hacen su debut en la mente en forma tímida y luego como una centella de bengala adquieran potencia y encuentren su lugar. Es posible que todo tome un orden y cada imagen atine su lugar. Me dicen que no hay prisa. Lo cierto es que cuando trato de acelerar los recuerdos, la memoria rechina y las imágenes estallan y huyen como mariposas que detectan peligro. También pasa que de repente llegan ciertos pensamientos de sabrá Dios qué lugar y hay otros que aparentemente nunca se fueron.

¡Qué curioso! Pierdo la vista en el azul del mar intentando encontrar respuestas. ¿Quién soy? Yo sé quién soy, dijo Don Quijote de la Mancha, cuando todos lo tachaban de loco. Yo sé que no estoy loca, pero no sé quién soy. Por eso, clavo la mirada en estas aguas en movimiento, me entretengo en esta infinidad de crestas y valles acuáticos, en ese espacio del que todo sale y al que todo vuelve.

No sé quién soy pero sí sé que el mar es un símbolo de la dinámica de la vida, es el lugar de los nacimientos y las transformaciones, de los renacimientos. El agua de mar en movimiento me hace albergar la esperanza de que esta situación es transitoria y que entre todos estos planos en los que se me desdobla la mente, entre la incertidumbre, la duda, la desorientación, llegará la calma. Por eso lo miro.

Paso horas y horas mirándolo. Como no puedo leer, no recuerdo cómo hacerlo, apunto los ojos al mar y me lleno de los colores desde el amanecer hasta que se hunde el sol entre sus aguas. Me gustan los colores que siguen circuitos, al mismo tiempo idénticos y por otro lado tan diferentes. Por las mañanas, adquiere un azul profundo y alegre, casi inocente, como infantil; refleja los rayos de luz a los edificios de los hoteles y hasta las montañas. Me transmite su felicidad.

A media mañana, el mar es anfitrión. Recibe a todos los bañistas que se acercan a la playa, se ven como puntos diminutos que salen de un hormiguero. Observo a los que juegan con los jetskies, lanchas y parachutes, a los que dibujan surcos al ir esquiando. Lo que más me gusta ver son esos veleros que extienden sus telas al aire y avanzan. Parece que van muy lento, que se deslizan por encima venciendo las profundidades.

Una luz se ilumina en la mente. Soy un ser superficial. No me gustan las profundidades. El recuerdo me trae una voz conocida que no logro identificar. Me dice que dentro del mar hay una gran sensación de libertad, que los buzos, al sumergirse, tienen la impresión de estar volando. La voz me genera angustia y la sensación de bajar a la profundidad me causa desarmonía. Las aguas primordiales, el mar profundo, los abismos me resultan terribles, temibles. La instrucción de médico fue tajante: "si algo provoca desasosiego, bloquea el recuerdo, es válido hacerlo, vuelve a tu lugar de seguridad, ¿cuál es tu lugar de seguridad?". "Acapulco", le respondí automáticamente, no sé por qué. Me alejo de esa voz pero recupero esa certeza, soy un ser superficial. No frívolo, o eso creo.

La profundidad del mar me resulta tan parecida al caos que hoy me habita la mente. Los antiguos creyeron que Poseidón ayudó a dar a luz a todos los dioses y luego los sometió uno a uno. Pero el Dios de los Ejércitos fue el encargado de imponer el orden, fue quien mantuvo sujetos al mar y a todos sus huéspedes. Orden. Intento ponerle orden a la loca de la casa, como invitaba Santa Teresa de Jesús. Sujetarla para lograr gracia y ligereza. Dejar lista la mente.

Al atardecer el mar toma intensidad. Los rayos entran en forma tangencial al agua y el sol comienza a tocar esa superficie. Se hunde lentamente, con mucho cuidado, como si le diera miedo entrar, como un niño que quiere y no saltar a la alberca. Por fin, decide meterse. Casi puedo oír el chisporroteo del agua al tocar algo tan caliente. Entonces, se forma un camino dorado sobre las olas. El azul se combina con el color oro y con el rosa. Si hay fortuna y el mar está en calma, no nada más el sol se mete a bañar, también algunas nubes bajan del cielo y entran a nadar. Recuerdo que en el Génesis, Dios separa las aguas del firmamento de las de la tierra y a esta hora, es clara la intención autoral del Creador.

También me acuerdo que para los místicos el mar simboliza el mundo y el corazón humano. Es increíble, pero puedo citar a Aelred de Rievaulx, sabio del siglo XII, que creía que el mar se sitúa entre Dios y nosotros: unos se ahogan, otros cruzan. Para atravesarlo es necesario contar con un navío para recorrer el camino y llegar a buen destino. ¿Se habrá referido a este camino dorado que estoy viendo?

En el Apocalipsis, Juan canta sobre el mundo nuevo en el que no habrá penas ni llantos, se enjugaran las lágrimas y el mar ya no existirá. ¿Cómo podrán dejar de haber mortificaciones si el mar ya no está? Tal vez sea que en esas aguas convergen la vida y la muerte, que a ellas llegan los dioses y sus seres gobernados. El mar goza de ese don divino de dar y crear vida pero también de quitarla.

Por las noches me entretengo mirando en los remansos de las olas el reflejo de las estrellas cayendo del cielo. Me quedo varias horas luchando con los pensamientos, algunos los rescato del agua y otros los tiro al mar. Llegan aires de Comala. La Bahía de Santa Lucía es una gran alcancía donde se han quedado muchos recuerdos guardados.

El amanecer, la mañana, el mediodía, el atardecer, el ocaso, la noche, siempre los mismos pero la diferencia está. La brisa salada, el aire, a veces suave otras violento, unas silenciosa y otras con un murmullo silbante, como si fuera una melodía que quiere revelar el secreto de la vida. El mar es grande y siento que la eternidad me mira, como si me advirtiera que algo está a punto de suceder, como si alguien estuviera a punto de revivir.

Dicen que en el Mar el Hombre encuentra revelaciones. Espero que me pase como a Morann, el hijo del rey usurpador Cairpre: el pequeño fue arrojado al mar con el rostro tapado por una careta para que no lo pudieran identificar. Pero el agua rompe la máscara. Las olas, azoradas al darse cuenta de quién se trata, lo llevan con suavidad a la playa. El niño es recogido por pescadores y, ya sin nada que le cubra la cara, descubren su identidad y se convierte en un gran gobernante. Todo vuelve a su lugar.

Miro al mar, de noche y de día para ver si de esta contemplación logro encontrar la fortaleza que me lleve, no a recordar anécdotas y frases, sino a toparme de frente con mi verdadero rostro y, por fin, poder decir sin locuras: yo sé quién soy.