No hay duda, todos los pueblos tienen sus mitos y leyendas. En la mayoría han pasado cosas raras que básicamente no tienen una explicación. Ni la ciencia ni la congruencia ayudan al entendimiento, no hay manera de deducir cómo se dieron ciertos acontecimientos. La tía Joaquina cuenta muchas cosas, conoce una cantidad de historias y, en realidad, nunca se sabe cuánto de verdad o de ficción hay en ellas. Ella llega a sus propias conclusiones. La verdad con hechos duros es que aquí en San Miguel hubo una época en la que se formaron parejas muy raras. Se desató una curiosa manía de los guapos por las feas y de las bonitas por los espantosos. Nadie logra explicarse la razón de que una mujer hermosa haya terminado casada con un adefesio ni como un hombre apuesto y gallardo le haya propuesto matrimonio a una joven de ojos torcidos y dientes salidos.

Dice Joaquina que todo fue por culpa de un tal Nazario. Puede ser que sea cierto o una ocurrencia más de la tía. Lo curioso es que ella es la única a la que le he oído un atisbo de explicación. Nadie se atreve a hablar de ello. No es correcto andarle preguntando a la gente cómo es posible que tanto contrahecho se haya quedado con tanto perfecto. Tampoco me está bien andar averiguando, porque dicen por ahí que esos fueron los orígenes de la ceguera de mi tía. No es bueno indagar sobre los defectos físicos de la gente. Y, además, como es común en los pueblos, mejor no tocar el tema, a ver si el tiempo o el viento borran el recuerdo o hacen menos notorias las diferencias. Pero, o no ha pasado el tiempo suficiente o la brecha entre lo precioso y lo grotesco era tan grande que ni los años la han logrado suavizar.

Dice Joaquina que el día que ese Nazario llegó a San Miguel con el saxofón a cuestas, casi nadie lo recuerda, pero ella sí. Cada vez que cuenta la historia, entorna esos ojos apagados, parece que le va a costar hablar de ello, pero una vez que arranca el relato no hay quien la pueda detener. "Es que yo me fijo en las cosas, mi niña", me dice, y empieza a contar. Nazario se bajó del tren con las mangas de la camisa arremangadas, el pantalón arrugado, la gorra de viaje descolocada y un pequeño maletín al brazo. Saltó el último peldaño del vagón y se quedó parado en el andén, al lado de las vías. Parecía dudar del rumbo. Miraba a un lado y al otro. Se quedó viendo como descargaban los costales de harina que llegaban del molino de La Piedad. Ni se enteró de la curiosidad que el color oscuro de su piel despertó en Justo, el último guardagujas que tuvo la estación antes que dejara de pasar el ferrocarril.

Dio unos pasos, atravesó las vías y siguió en línea recta hasta cruzar el río seco. Como si conociera bien el camino, tomó la calle de Pila Seca y se paró frente a Casa Framboyán, que ya era un hotelito con mucha personalidad, de esos que se pondrían de moda cuando la gente llenara el pueblo por las bodas en la Catedral. Le llamó la atención el gran tamaño del árbol que le daba nombre al lugar. Debió ser en los primeros días de primavera porque empezaban a brotar las flores que se quedarían colgadas entre las ramas hasta el otoño, pero es un cálculo nada más, porque, te repito, en realidad, nadie lo recuerda. Ni yo puedo precisar bien el día, imagínate nada más, niña, me dice y como que quiere suspirar.

Lo que es un hecho es que se detuvo a ver el tono de fuego que encendía de rojo la copa del árbol. Se embobó con el contraste del verde de las hojas y el tronco áspero. Se maravilló con las ramas algo torcidas de madera gris. Se sentó entre las raíces para aprovechar la sombra y se abanicó con la gorra de viaje. Sacó el pañuelo para secarse el sudor de la frente y puede ser que en ese instante haya caído en la cuenta de que ahí podría pasar las noches. Se entendió con el encargado para que le diera la habitación más sencilla a buen precio porque pensaba quedarse algún tiempo. Eso lo sé porque el propio Nazario me lo contó con esas palabras tan melódicas que le gustaba usar, recuerda Joaquina y se le iluminan los ojos detrás de las cataratas que le cubren el iris.

Lo importante no fue el día que llegó, ni el tiempo que se tardó en encontrar trabajo, sino lo otro. Los dueños de los bares en San Miguel no le tenían mucha fe. No es para menos, Nazario era un músico terrible. O, si he de ser totalmente honesta, era algo peor, era un saxofonista mediocre. De terror. No creas que Nazario no era consciente de sus limitaciones, todo lo contrario. Disimulaba. Se paraba como si fuera un genio, se llevaba el saxofón a los labios y soplaba: dos, tres, cuatro acordes deslucidos, pesados como el despertar de una resaca y tan vulgares como una mujer mascando chicle. Nadie le daba trabajo.

Yo lo veía desde la azotea de la casa, me confiesa Joaquina cada vez que cuenta la historia. Iba de un lado a otro con el maletín en la mano y el saxofón a cuestas. Tocó todas las puertas, desde los negocios más elegantes hasta las de los tugurios más desprestigiados. Nada. Cada audición terminaba de la misma forma: con un portazo en la nariz. Después de cada intento fallido, avanzaba arrastrando los pies hasta el jardín principal, se sentaba en una banca, encendía un cigarrillo y se ponía a lanzar volutas al aire. A veces, me descubría espiándolo y antes de que yo pudiera volverme a otro lado él me sonreía. Yo me escondía entre la ropa del tendedero. Nazario se moría de risa y me guiñaba. Se le hacían un par de hoyuelos en las mejillas. Me los aprendí de memoria, pero me daba un vuelco el estómago al pensar que él se pudiera enterar.

El encargado del hotel le avisó a Don Ramón, el dueño de Casa Framboyán, que el huésped ya se había atrasado con el pago de la habitación. Nazario le dijo que tenía todas las intenciones de pagarle y que lo haría tan pronto tuviera trabajo. Don Ramón ya se sabía esa historia, pero como era un hombre compasivo le ofreció un trato. Le dejaría tocar el saxofón en la recepción del hotelito hasta que terminara de pagar la deuda. Tan pronto acabes, recoges tus cosas y te vas. ¿De acuerdo? Es un trato de honor. Ni te voy a andar persiguiendo ni recordándote el compromiso, pero los hombres tenemos palabra. Dicen que Nazario le contestó que a algunos eso era lo único que les quedaba y jamás se arriesgarían a perderla. Te lo advierto, para otoño ya no puedes estar por aquí. ¿Queda claro? Si, clarísimo. El espacio que le ofrecían era pequeño, pero al no tener mucha alternativa y al no ser épocas de ponerse delicado, aceptó, no de muy buen talante. Joaquina se ríe, como si estuviera viendo una escena divertida. Pero no ve nada, no puede. Desde que tengo recuerdos, está totalmente ciega.

Don Ramón habló con las autoridades del municipio, pidió permiso para poner unas mesitas sobre la banqueta, al aire libre; decoró las ramas del Framboyán con pantallas de papel blanco y luces discretas. Sin mucho esfuerzo, quedó un lugar formidable. Sin querer, se creó un círculo perfecto para que las desarmonías de Nazario encontrarán escenario. La primera tarde que se escuchó ese saxofón en Pila Seca, las notas triunfantes atraparon a la gente de inmediato. La estridencia de un tango mal interpretado, la disonancia del jazz y del blues que se tocan sin dominio jalaron a las personas que llegaron a sentarse en las mesas y, cuando estuvieron copados los lugares, el quicio de las ventanas, las banquetas, las defensas de los autos estacionados en la calle y casi cualquier espacio libre sirvió de butaca alternativa. A mí me gustaba verlo desde la azotea, dice, y el rostro arrugado vuelve a rejuvenecer. Casi se ve como esa foto que está en la sala de su casa en la que debe tener unos veinte años. Era una joven hermosa, sigue siéndolo. Ahora más, es muy dulce. Se aclara la garganta y continúa la historia.

El pavoroso conjunto de notas que salían del saxofón de Nazario ejercían un hechizo singular. Era como sentir que cada una de las estrellas de la noche se te metía en la cabeza. El público estaba consciente del horripilante ritmo, pero no parecía importarle. Mientras Nazario soplaba el instrumento y llevaba el ritmo con el pie, las caras de los presentes se transformaban. Los rostros de la audiencia cambiaban sus rasgos cotidianos y se mutaran por los de un querubín. Daba la impresión que Eros hubiera dado a cada uno la oportunidad de ser bellos o que las flechas de Cupido nublarán la vista y todo diera vueltas: lo feo se opacaba, ganaba brillo, se volvía perfecto. La belleza dejaba de ser intimidante.

Nazario sonreía y a mí me daba la impresión que el músico era tan inocente como un gato que se acerca a contemplar a un canario. También yo entraba en ese estado alterado de consciencia cuando lo escuchaba desde la azotea. Al tocar cerraba los ojos, inflaba las mejillas y soplaba la boquilla del saxofón. Al terminar, se lo echaba a cuestas, se limpiaba el sudor con un pañuelo, se soplaba aire con la gorra y miraba directo a donde yo estaba. Sonreía. Elevaba las cejas. Asentía. Hay cierto tipo de personas que tienen dones, ni hablar. Nazario tenía la virtud de irritarme, de hacerme perder las proporciones. Me llevaría una eternidad explicarlo, pero en resumen es eso: la gente se bebía las notas y perdía la lucidez. Parecía que sólo yo me daba cuenta. Por eso me apuntaba con la mirada y sonreía. Yo me perdía en los hoyuelos de las mejillas.

Como no me gustaba ser descubierta, me escondía detrás de las sábanas del tendedero que yo misma colgaba para que me sirvieran de protección. Lo vigilaba desde la distancia. Fue cuando empezaron a pasar las cosas más raras. Los guapos se comían con los ojos a las feas, las más hermosas quedaban prendadas de los tartamudos, las altas se emparejaban con los chaparros, los listos tomaban de la mano a las bobas y viceversa. Los dedos se extendían, los brazos se rozaban, los labios se encontraban y las parejas se enamoraban. Así, sin mayores explicaciones y sin mejores razones. El Framboyán empezó a ganar popularidad. Hasta los más desafortunados encontraban a su media naranja. Todos en el pueblo andaban emparejados. Cúpido y Eros cumplían con su tarea, la desfortuna y el desamor no tenían cabida en el pueblo.

Las tardes en San Miguel se llenaron de las notas de metal del jazz y blues de Nazario. La fascinación que provocaba el músico lo mismo podía explicarse como el milagro que generaba el mal gusto y el desconocimiento por la música que por la novedad que le arrebata aburrimiento a la vida cotidiana. Lo cierto es que la gente en el pueblo estaba de buen humor. Los viejos y los jóvenes tenían los ojos llenos de estrellas. Suspiraban y sonreían.

Deberías ir, me dijo mi hermana. Saca las narices de las pastas del libro y ve a oír música. Se había vuelto insoportable. Cada que la tía Joaquina llega a esta parte de la historia le tiene sin cuidado estar refiriéndose a mi madre. Sigue su relato como si se tratará de una desconocida. No lo hace con mala intención, más bien decide desestimar esa circunstancia para no truncar el hilo narrativo. Ahí andaba, mi hermana. La cara siempre con sonrisa bobalicona y el vocabulario lleno de diminutivos y palabras melosas. ¿Con quién voy a ir? Vente con nosotros, la vas a pasar bien. No había forma de hacerla entrar en razón, mucho menos de explicarle lo que yo veía todo desde la azotea. A partir de que fue, aquella tarde, a sentarse en las mesas de Casa Framaboyán no soltaba a Romárico por nada del mundo. Entre los dos me llevaron arrastrando. Ahora la tía pone la expresión seria. Aprieta los labios y sigue contando.

No hubo cambios. La música me pareció terrible y la interpretación de Nazario, infame. Me estallaban los tímpanos y se me revolvía el estómago en medio de tanto arrumaco. Para aliviarme el agobio, perdí la mirada en las flores rojas del framboyán y me interesé en el colibrí que brincaba de un lugar al otro a toda velocidad. Por eso no me di cuenta cuando Nazario se acercó.

Tienes los párpados húmedos, me dijo. En el sobresalto casi me caigo de la silla. La voz era tan metálica como un eco del saxofón. Ladeó la cabeza y por un momento me dio tanto frío que sentí que estaba metida en un frasco de formol. ¿Te gusta la música? La música, sí. ¿Y el jazz? Sí, siempre que lo toquen bien. Nazario sonrió. Me llamó la atención el contraste de los dientes tan blancos con lo oscuro de sus labios y encías. Los hoyuelos de las mejillas adquirieron otra proporción al estar tan cerca. La cara tan negra era muy brillante. Se fue la luz. Los enamorados aprovecharon el apagón.

Nazario buscó mi mano en la oscuridad. Rozó el dorso y rodeó mis dedos con los suyos. Se acercó y sentí el aliento de sus palabras en mi oreja. El jazz es música bárbara de piel negra que ha encontrado un pretexto para bailar en el pentagrama. Me dieron ganas de saltar de la silla, de pararme y salir corriendo. Es música para pecadores que han encontrado la indulgencia de Dios. Sentí sus piernas cerca de las rodillas. A mi lado, mi hermana besaba a Romárico como si alguno de ellos fuera a desaparecer en un segundo.

Nazario olía a naranjas. Podía ver el blanco del contorno de sus ojos. Era como contemplar un lindo otoño en medio del clima estival de San Miguel. Tienes los párpados húmedos, repitió. Cerré los ojos con fuerza. Sentí sus labios tocando las pestañas una y otra y otra vez. Después pronunció mi nombre con lentitud, como recitándolo, como si estuviera clavando cada letra en el aire. Recorrió el camino de las mejillas y al llegar a los labios se detuvo.

Regresó al escenario. Un hilo de metal agudísimo sonó desde su saxofón. Volvió la luz. El encandilamiento me hizo ver a un negro con alas de ángel. Luego la sonrisa. Luego los hoyuelos. Duró un segundo. Silencio. Y soltándose como un espiral, las notas más profundas se escucharon, ya no con esa estridencia monocorde, sino como un susurro tan leve como de lluvia sobre papel de china. Después no sé. Empecé a ver borroso. Apenas percibía nada.

Sé que se arrodilló, como quien alaba a Dios. Metió sus cosas al maletín, se echó el saxofón a cuestas y la música y él tomaron rumbo de Pila Seca hasta la estación de tren en donde Justo lo vio partir en el ferrocarril de la noche. Don Ramón encontró un fajo de billetes en la mesita de noche del cuarto que le rentó a Nazario. Dicen que con ese dinero le alcanzó para comprar otro hotelito en la calle de Relox. Nunca volvió a tener suerte en los negocios, más que en la temporada de los casorios extraños. Después ya no. Se fermentó en whisky cada vez más barato.

Al poco tiempo de que Nazario se fue, las bodas en San Miguel se multiplicaron, había que hacer filas interminables para conseguir lugar en la Catedral. Los guapos que se comían con los ojos a las feas se casaron con ellas, igual que las más hermosas con los tartamudos, las altas con los chaparros, los listos con las bobas y viceversa. Mi hermana se casó con Romárico, —ya lo sé tía es mi papá—. El Framboyán perdió popularidad.

Y yo, mi niña, ese día derramé la mirada entre las luces de la calle de Pila Seca, esperando que volviera alguien, aunque tocara un jazz terrible y un blues de mal gusto. Pero, no. Jamás volvió. Entonces, para no convertirme en estatua de sal, le compré Casa Framboyán a Don Ramón. El viejo se puso feliz de que alguien se interesara en una propiedad que ya estaba en ruinas. Piensa que me timó. Ni se imagina, le hubiera pagado el doble de lo que me pidió. Así cierro los ojos y vuelvo a sentir los párpados húmedos. El aroma a naranjas no se ha ido. ¿Sabes? En ocasiones hasta puedo escuchar cierto aleteo.

Puede ser que lo de la tía Joaquina sean puros cuentos, que sus invenciones sean producto de la fantasía que se entraña en la soledad. Dicho esto, agrego que los datos duros, los hechos incontrovertibles son que muchos, como mi madre, se casaron con personas horribles a pesar de tener rostros hermosos. Y, que de esa época la única tía soltera del pueblo es Joaquina que se dedicó a administrar Casa Framboyán y a cuidar al árbol que le da nombre.