Qué sorpresa, se podría decir susto, me llevé al buscar la definición de la palabra vocación en el diccionario de la RAE y encontrarme, como primera acepción, con la siguiente: “Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión”. Y es que no me acostumbro a que en este país aconfesional todo esté teñido por la manos del hombre del espacio, ni siquiera en una institución con tal olor a ranciedad como la Real Academia de la Lengua.

De lo que yo quería escribir hoy era del tercer significado que incorpora la organización que limpia, fija y da esplendor, es decir, el que habla de la “inclinación a cualquier estado, profesión o carrera”, así que no os confundáis cuando os hable de las personas que dan la vida por aquello en lo que creen ciegamente, ni siquiera cuando os hable de manos sangrantes y de esfuerzos rayanos en el éxtasis. No, no os confundáis, que Dios no tiene nada que ver... con nada.

Tener una vocación significa enfocar el instinto de supervivencia con el que todos venimos equipados hacia un objetivo, ya sea pasarse la vida hurgando en cerebros desde una mesa de operaciones, aguantando balonazos rodeado de tres palos metálicos o tocar la batería hasta que la música se convierta en tu respiración, en tu sudor o en tu sangre. Esto último es lo que le pasa a Andrew Neiman, el personaje interpretado por Miles Teller en esa pequeña joya rodada en 19 días por Damien Chazelle y llamada Whiplash que, como las buenas obras, nos obliga a hacernos algunas preguntas: sobre los límites de la consecución de la felicidad, sobre la dimensión del ego, sobre el fin, los medios y sus diversas justificaciones y, por encima de todo, sobre nuestras propias vidas y aquellas actividades que consumen la mayor parte de nuestro tiempo contra nuestra voluntad porque tenemos la estúpida manía de alimentarnos. Porque, vamos a ver, que levanten la mano aquellos que son verdaderamente felices desempeñando su trabajo, los que se acuestan pensando en qué nueva sensación recibirán mañana al llegar a su puesto o los que se despiertan agradeciendo poder pasar las siguientes 10 horas haciendo lo que más aman.

Siempre he envidiado a aquellos niños que desde su primeros pasos han sabido lo que iban a hacer el resto de su vida, porque nacer con una vocación allana el camino tanto que los veranos suceden a las primaveras y estas al invierno que llega después del otoño con tal fluidez que lo más difícil se vuelve fácil, ya sea reventar las manos con las baquetas o aguantar los tortazos de tu profesor -qué gran papel de J.K. Simmons-, un pianista lejos de la genialidad que se ha pasado la vida buscando entre sus alumnos, y a cualquier precio, a su particular Charlie Parker.

En su infinita preclaridad, Cortázar sabía que el tesoro no está en el hallazgo sino en la búsqueda constante, por eso una de sus obras maestras se llama El perseguidor. Johnny, su protagonista, buscaba el sonido y la luz del más acá entre nubes de síncopas y humo de marihuana. Conocía los secretos del tiempo y, subido al metro, conectaba con otro incansable merodeador de futuros como fue Albert Einstein. A Cortázar, quien parecía haber nacido predestinado para la escritura, le gustaría haber sido músico. Einstein, a quien su madre, pianista, hizo amar la música, tocaba el violín entre fórmula y fórmula. Quizás al protagonista de Whiplash le hubiera encantado ser escritor, pero la marca del fracaso literario de su padre le hizo creer que quería ser un baterista a la altura del mítico Buddy Rich. Y lo consigue, queda claro tras el duelo final con su psicópata maestro y mentor.

Causa tristeza pensar que las vocaciones, que implican un esfuerzo a largo plazo, se han sustituido en esta sociedad sucia por inmediateces estúpidas a golpe de selfie (algún día hablaré de la espeluznante cifra de muertes por autofotos), “megustas” y todo tipo de egos pixelados.

Cuando pienso en lo que nos hemos convertido, cada vez lo tengo más claro: tengo vocación de vacación.