Reconoce ese brillo en los ojos. Todavía no se acerca al mostrador y la muñequita que atiende ya frunció la boca de fresa, y le regaló esa mirada que parece traspasarlo como si fuera transparente. Lo ve pero no acusa recibo de su presencia. Se recarga en el tablero de la recepción y fija la atención en un punto indefinido para hacerle entender que debe hacer cola, aunque ahí no hay nadie más. Emiliano está a punto de informarle que el ingeniero lo está esperando cuando la recepcionista lo interrumpe: Permítame, ¿sí? Siéntese allá, en un momento lo atiendo. Ya van cuarenta y cinco minutos, tres intentos fallidos y no logra hacerse escuchar. La chica ha sacado varias veces el espejito del bolso y se ha pintado los labios de diferentes tonos.

Emiliano estira la manga de la bata de laboratorio. Se acomoda la plaquita con su nombre y cargo. Le ha repetido mil veces a su jefe que el uniforme lo hace ver como el muchacho de la limpieza y la respuesta, siempre, es una larga carcajada. Lo sabe bien. Lo sabe por experiencia. Pocos se detienen a leer. La palabra doctor no revela sus estudios en química y la leyenda director es tan pequeña que nadie repara en ella.

El reflejo de la puerta de vidrio le devuelve la imagen de un hombre joven de labios delgados, el pelo liso y negro, los ojos oscuros y rasgados, los pómulos marcados y un bigote tan escaso que parece mancha. El color de la piel es de un marrón ocre tan intenso que parece metal. Está sentado y no se percibe que es muy alto, no obstante, la postura hace imaginar que va cargando algo pesado sobre los hombros. Lo intenta nuevamente, pero la rubia le encaja la mirada, arruga la nariz y le tuerce la boca. Ahí está otra vez ese brillo en los ojos. Allá ella.

Ocupa su lugar y se pierde en el recuerdo. Había pasado tanto tiempo sin acordarse de aquella vez en que el Rector de la Universidad lo invitó a cenar a ese lugar, ¿cómo se llamaba? Ya ni existe, pero en ese momento era el restaurante de moda. Había que hacer una reservación con meses de adelanto o ser una celebridad para ganarse un espacio: mientras más famoso más al centro se encontraría la mesa. Al Rector siempre le asignaban ésas. Al dueño del restaurante le gustaba hacer lucir a sus comensales.

La invitación fue para celebrar la medalla al reconocimiento que le fue otorgada por la Asociación Mundial de Químicos por el estudio que condujo para mejorar la estructura del diésel. La Universidad estaba muy orgullosa de que una tesis doctoral salida de sus laboratorios fuera a traducirse en una mejora de la calidad del aire ya que la nueva fórmula liberaría menos contaminantes al ambiente. Eso lo hizo de inmediato candidato al Premio Nobel. ¡Qué orgullo! Además, todos estaban conscientes de que la patente quedaría en propiedad de la Institución y eso engrosaría las arcas escolares. Todos estaban felices: la junta de gobierno, las autoridades académicas, la dirección financiera y el mismo Emiliano Azuela que se convertía en la celebridad más cotizada en el pequeño círculo del mundo de los combustibles.

Sin duda, no es lo mismo ser una estrella de Hollywood o el líder de la banda del hit del momento que ser el loco de laboratorio que descubrió cómo ensuciar menos la atmósfera. Desde luego, nadie lo para en la calle ni es tan famoso como el campeón goleador, el jugador más valioso de la NFL o el ganador del Oscar al mejor actor de reparto. No. Por eso, aquella noche, aunque se fijó, hizo como que no le importó. Pero ese brillo en los ojos, cada vez le importa más.

Aquella noche, el Rector y las autoridades escolares se adelantaron al lugar. Él se entretuvo observando tubos de ensaye. Al consultar el reloj, se dio cuenta de que era muy tarde y ya no pasó a cambiarse. Se fue con el atuendo de científico, el batín no le molestaba, lo enorgullecía. En el restaurante, la muñequita de la recepción escuchó su nombre y le indicó que entrara por la otra puerta. Había una fila de personas que aguardaban su turno. Todas llevaban una filipina blanca y pantalón de mascota. Algunos llevaban corbata de moño negra. El capitán de meseros se acercó. También llegó con ese brillo en los ojos. En un tono frío le preguntó ¿en qué le puedo servir, jovencito?, ¿por qué no trae el uniforme completo?

Me esperan, contestó Emiliano. Al enterarse, el capitán de meseros inclinó la postura, susurró una disculpa y lo llevó a ocupar el lugar en la mesa central. Todos se levantaron a saludarlo. Él sonreía, pero la expresión más que felicidad revelaba cierta incomodidad. En esa mesa nadie parecía notar lo blanco de la bata del laboratorio. Ninguno percibía que así sentado, el atuendo de un científico era tan parecido al del uniforme de los meseros, sólo el festejado.

Al terminar la celebración, a la salida, Emiliano se dio cuenta que la muñequita de la recepción estaba sentada en el quicio de la banqueta con un pañuelo arrugado entre las manos. Tenía la nariz roja y aun en la penumbra se ve notaban los rastros del llanto. Le tocó pararse junto a ella mientras esperaba a que le entregaran el auto. Emiliano sobre escuchó que el dueño la acababa de despedir por haber confundido a un cliente importante. La miró y ella, al sentirse observada, volvió el rostro. Aún entonces, en esa circunstancia, ese brillo volvió a aparecer en sus ojos. Emiliano elevó las cejas, le dio una propina al chico que le entregó las llaves de su coche y se subió sin mirar atrás.

El timbre de su teléfono lo baja de la nube del recuerdo. En la pantalla se revela el número de su jefe. Emiliano, ¿dónde andas?, llevamos cuarenta y cinco minutos esperándote, no podemos empezar la reunión sin ti. Te queda claro, ¿no? El cliente es muy puntual y sabes lo importante que es para nosotros. ¿En dónde estás?

Sí, lo sé. Llevo cuarenta y cinco minutos esperando aquí en la recepción.

Timbra la extensión del conmutador. La muñequita de los labios de fresa atiende. No, señor, aquí no hay nadie esperando, dice mientras sostiene con una mano el auricular y con la otra el espejito en el que siempre se contempla. No, señor, aquí no está. Sí, señor. Estoy segura. Aquí en la recepción nada más está un señor con uniforme de mensajero. Con enfado, como por no dejar, dice: ¿el doctor Emiliano Azuela? Palidece al verlo ponerse de pie. Los labios pierden color y el peinado perfecto se descompone. Se levanta del asiento, sin embargo, va con la postura encorvada. Pase por aquí, doctor. Lo mira, y sí, Emiliano vuelve a ver cómo ese brillo reaparece en sus ojos.