Existe de verdad. Siempre en la esquina de la calle Sagasta con otra calle de Madrid. Una esquina que hasta hace poco tuvo un escaparate con vestidos alegres. Hoy hace mucho frío. Y llueve. No sabría decir su edad; quizás cincuenta, quizás sesenta, quizás más. Acurrucada encima de sus bolsas llenas de ropa, como haciendo de ellas su sillón, ese hueco parece su rincón en la vida, su salón particular donde recostada, casi cómoda, vive en un espacio de alguna parte que no podremos llegar a adivinar y que seguro la aleja de esa calle, y de esa esquina, y de esa tienda.

Es una mujer bella. Su mirada es dulce y, sobre todo, su gesto complaciente. Mirarla tiene algo de atemporal y de armonía, supongo que es en eso donde para mi reside su belleza; una paz que se rompe cuando grita limosna con un chillido agudo que no la pertenece y en una frase igual cada vez, como un resorte escondido en un segundo plano de si misma que salta sin sacarla de su embelesamiento. Es la voz de vagabunda. Tiene otra. La que sueña, la que antes fue, cuando hablaba con gente como yo.

Cuando te acercas se retrae, no dice nada más, te mira y acepta lo que des con distancia. No es un ser humano como tú. Tú eres un ser humano, como ella. Piensas. Sigues tu camino. Es tarde. El gato espera en casa, también hay que darle de comer. ¿También? El semáforo detiene tu discurso un poco más y miras hacia dentro, de ti. Hay algo que no puede ser, que no está funcionando, eres una tuerca más de ese todo que se llama Sociedad. Es un fracaso. Un fracaso tuyo y una vergüenza todo tu bienestar, y el de tu gato y todo. Y piensas en qué hacer. Buscas a otro que debería estar haciendo algo y que se llama Estado o algo así. Vale cualquiera que sea diferente a ti. Eso te permite hablar con perspectiva, sin tanta vergüenza y adoctrinar sobre cómo son las cosas y cómo deberían ser. Te vas a dormir.

Es otro día y vuelves a pasar. No parece que nada sea diferente. Sólo tienes un poco más de conciencia, pero te preguntas que para qué. Y alguien te habla de libertad. De la libertad de la bella vagabunda que quiere que la dejen allí. Su aparente miseria molesta a tus ojos. A ella no lo sé. A veces te repugnas. Creías que estabas siendo generosa, justa, empática y ya ves. No sabes qué pensar. Quizás empiezas a entender el contexto. Y te acuerdas de él, que también existe, quizás ya no. Te acuerdas de aquel día y de su consciente Libertad. De esa mano.

El Artista vino a verme porque no tuvo más remedio. Me pidió que le dejáramos morir. Estaba sucio. Extremadamente delgado. Vivía en un coche cerca de La Rosaleda de Madrid. “Voy a escucharte – me dijo- pero quiero que sepas que soy un autócrata”. Me enseñó la foto de su mujer, la llevaba en la cartera. “No sé dónde está, estaba harta de que bebiese. Se marchó después de mi exposición en Nueva York. Soy artista. Pintor. Llevamos ya mucho tiempo hablando aquí y no quiero nada más, sólo quiero por favor que me dejéis”. Se calló. Miró hacia la mesa. “Antes de irme, ¿podrías darme la mano?”