Sería difícil describir con una mínima certeza cómo fue, porque no estuve, sin embargo siempre sentí que le entendía, no por sus palabras ni por sus historias, que fueron pocas y esporádicas, sino por el lugar desde el que las contaba, desde el que vivía su relación con el mundo.

Solía hablarme despacio y serio o, más que serio, contenido; parco, haciendo preguntas cortas y regalando frases tan suaves como lapidarias. Hablaba a la altura de los que hablan reconociendo su incapacidad de entender y, humildemente, preguntan y escuchan ampliamente por si, a través de la actitud, más que de la respuesta, fueran a encontrar algo de sensatez en este mundo inexplicable que se autodestruye. Supongo que vivir una guerra, beber orín o sentir varias veces en tu espalda la frialdad de un paredón esperando a ser ejecutado hace comprensible ciertos tipos de sabiduría.

Puede que el fuera de los que pensaban que el hombre es un lobo para el hombre, aun así, en sus ojos brillaban a veces las expectativas.

De apariencia gris, ciertamente decadente, me resulta sorprendente, hoy, definirlo así, pero creo que detrás de ese cuerpo menudo y recio y de esa mirada siempre al suelo, pensante, había un hombre absolutamente apasionado. Quizás por eso también leía tanto.

Leía libros de los que se escribían porque había cosas importantes que decir y sus autores, más allá de mostrar y demostrar sus habilidades literarias, que también, se entregaban al sonido del trazo bajo un sentimiento cierto, una necesidad de trascendencia, con el único egoísmo de no explotar por dentro de sí mismos sino a través de sus letras y expresar, para sobrevivir.

Mi abuelo siempre, siempre, siempre leía. Y recuerdo bien su postura cuando decidía terminar; respetando lo dicho, asimilando lo aprendido, permanecía unos pocos segundos con el libro cerrado sobre las rodillas mirando a alguna parte fuera de allí.

Si lo observabas también se paraba el mundo para ti.

Yo no creo que haya cosas que no sean para siempre. A veces quieres a alguien profundamente como quieres a tus brazos, o a tus piernas, o a cualquiera de tus ojos, y si lo perdieras, nunca dejaría de ser parte de ti. Y a veces ni siquiera lo sabes hasta que se va. Su presencia, por omisión, me lleva al capricho de creer que la palabra “vacío” es francamente desafortunada por describir algo que en realidad ocupa un espacio inmenso.

En él observé que hay personas que viven a destiempo; personas reflexivas, de alma amena, con un mundo interior parecido a una noche estrellada que se mueve despacio y gigante sobre tu cabeza como una lengua de lava, que te aturde al levantar la vista y tomar conciencia del desfase de ritmo entre el universo y tu corta realidad. Son personas poco rápidas, pero con su particular cadencia, honran a todo su ser y a su lugar en el mundo. Creo que él era una de esas personas y que lo sabía respetar como una parte más de su salud. Creo que su manera de vivir el tiempo, emocionalmente, tenía que ver con ese regalo único con el que todos nacemos como un don que ofrecer.

Elegiste el mismo día para venir y para irte. Un día como hoy. Supongo, caprichos del destino.