Abro los ojos. La mañana de primavera invita a disfrutar del callejón de Regina. El olor a pinol y cloro me abre el olfato. El empleado del Café Regina ya empezó a limpiar la banqueta, a barrer la calle y a cepillar con agua y jabón el lugar en el que va a acomodar las mesas de la terraza. La luz entra y destruye la penumbra. Esa penumbra es mía. Nada más que mía. Está soleado, con el cielo lleno de nubes aborregadas que impiden a los rayos caer directamente sobre los adoquines de la calle peatonal, ¿qué hora es? Las campanas de la iglesia de Regina Coelli están llamando a misa. Han de ser las nueve. La banqueta ya está tibia. Siento frío. Un muchacho pasa corriendo, seguro ya se le hizo tarde para llegar a clase. Casi me pisa. Una pareja se come a besos, esos dos se fueron de pinta. Una entaconada se apresura y sus pasos se pierden al dar la vuelta en la calle de Isabel la Católica. El Jekemir ya tiene todas las mesas ocupadas con viejos tomando café y leyendo el periódico. Una brisa mueve ligeramente las hojas de los almendrales que están cuajados de flores blancas. Es hora de levantarse.

Me apoyo en el maneral del carrito de mandado en donde tengo todas mis pertenencias. Doy un lengüetazo a las palmas de ambas manos antes de pasarlas por el pelo. Froto las sienes, me rasco la nuca, estiro brazos y piernas. ¡Arriba, es hora de levantarse! Arrastro el carrito. El empleado del Café Regina me dice buenos días y me hace una seña para que regrese en un ratito, todavía no está preparado el café. Olería. Pero los aromas a pan calientito y a torrefacto aún no se perciben. Sí, han de ser poco menos de las nueve. Huele a artículos de limpieza, no a desayuno. Ni modo. Con el rabillo del ojo busco el reloj del campanario. Las manecillas se mueven muy lento. Hay que matar el tiempo.

Anoche no dormí muy bien. Me mantuve alerta. Iba a pasar algo. Me rodeó un silencio sospechoso. Vi como el sacristán cerró la puerta de la iglesia y le puso doble llave. Pasó cerquita de donde estaba, con la mirada fija en la pantalla de su teléfono. Me esquivó sin pronunciar palabras. Se detuvo a mandar un mensaje y luego caminó lentamente a la calle de Bolívar, se subió a un microbús y me quedé sin compañía. El callejón estaba muy solo. No había ratas. No había moscas. No había latas vacías que pudiera recoger. Ni frascos. Puras porquerías. Nada más. Eso sí, había tiempo. Tiempo. Silencio.

Me había acostumbrado a oír en el silencio. El callejón de Regina no se calla del todo. Si me concentraba, alcanzaba a escuchar la voz de la maestra que daba clases de emprendimiento en la Universidad o la música de las cantinas de la calle de Mesones o el silbido de algún despistado que se le había hecho tarde y se estaba haciendo tonto para no regresar a su casa. Me concentré en mis dolencias, por eso no dormí bien. El estómago estaba rechinando y los tobillos punzaban. Últimamente, estaban tomando el aspecto de una pera. Algo gordo y verde se empeña en crecer en ambos pies. Eso es perseverancia. Por eso, ya no camino por todos lados. Me duele poner los pies en la tierra. Mejor me acomodo en el rincón de la iglesia, frente al Café Regina.

Ayer, me dormí por aburrición y hoy me desperté por la misma razón. Caminé unos cuantos pasos. Los que pude. Quité las hojas secas que estaban en la banca de cemento que rodea el almendro. La tallé con la manga del suéter para quitar la humedad. Me senté a esperar a que el encargado terminara de limpiar, preparara el café y me diera de desayunar. Ya estaba a punto. Aproveché para hurgar mi carrito, para remover todas las cosas y encontrar eso que ya olía mal. Desistí. Sostuve las quijadas entre las manos. El calor estaba empezando a apretar. Aprieto los brazos para dejar de temblar.

Entonces, escuché.

Oí el clic de una cámara fotográfica. El cuello tronó cuando empecé a girar para ver. Una cierta ensoñación me rodeaba. Recorrí la mirada. Pasó una eternidad antes que cayera en la cuenta. No había duda. Me acababan de tomar una foto. Una foto, a mí. Arrugo el entrecejo. Fijo la mirada en la ropa hecha girones, en el suéter que parece lleno de tijeretazos, en los zapatos de tela deshilachados, en las suelas que tienen varios hoyos. Por alguna razón, me apoyo en el maneral del carrito y la miro de reojo.

Es una mujer. Tiene un teléfono en la mano. Está concentrada en la pantalla. Apunta con el dedo índice algún punto de esa superficie vidriosa y, clic, clic, clic. Jorobo la postura, pelo los ojos, me inclino hasta casi llegar a la altura de las rodillas. Le gusta. Jalo el carrito. Meto la mano. Lanzo al suelo algunas latas y frascos vacíos. Las recojo y las vuelvo a meter. Me tallo las mejillas. Escupo en la palma de las manos. Las froto. Vuelvo a acicalarme el pelo. Suspiro. Me detengo las quijadas con las manos. Vuelvo a suspirar.

La miro de frente. Ella no me ve. Está interesadísima en el reflejo que le devuelve la pantalla. El encargado del Café Regina ya terminó de acomodar las mesas. La invita a sentarse. Ella acepta la carta que le acaban de ofrecer. El aroma a pan calientito y a café recién hecho vuela hasta mis orificios nasales. El empleado me guiña un ojo, debo esperar. No puedo acercarme. El hueco en el estómago se siente pesado. Tiemblo y los dientes empiezan a castañetear.

Una ráfaga de viento limpia el cielo. Los borreguitos se van y arriba todo queda el azul sin otro contraste. Siento la inclemencia del rayo del sol, el calor se centra en un punto del cuero cabelludo. Taladra. Penetra. Se mete a la cabeza. Abre paso. La ventana del aparador del Café Regina me devuelve el reflejo. Las arrugas son largas, el pelo parece un nido revelto, la figura simula un gancho, como un anzuelo de los que se usan para pescar.

No se ven las otras cosas. Las que yo veo siempre y a todas horas. No está la cama. No estás tú. Ni tu agonía, ni se escucha la voz que se niega a dejar de hablar, que cuenta cosas de otro tiempo. Hablas. Habla. Hablas. Habla. Nunca sé de qué habla. La voz. No la entiendo. Puras palabras. Luego, el silencio. Luego, los olores. Esos que con su fuerza me dijeron por qué ya no decías nada, por qué no parpadeabas ni cerrabas la boca ni metías la lengua ni pedías agua ni te movías. Tampoco se ve tu sombra colgada a mis pechos. Se ven las manos. Mis manos tan huesudas que parecen las garras de un ave carroñera. Se ve la nariz como el pico de un zopilote. Y se ven los ojos que parecen los de un avestruz que no se entera de nada. Le enseño los dientes. Los dientes negros, desde que me acuerdo los tengo podridos. Clic.

No me gustan las fotografías.

Me ve. Me sonríe. Mira la pantalla. Me mira a mí. Le enseño los dientes. Me sonríe. Clic. Le enseño los dientes. Clic. Me hace una buena cantidad de fotos. Llama al muchacho. Le dice algo. El chico asiente. Desaparece al interior del café. Ella me sonríe. Deja el teléfono en la mesa. Me ve. Me Mira. Me sonríe. Le enseño los dientes. Sigo temblando.

Ahí viene el chico. Trae una charola. Trae un waffle con fresas, moras azules y crema batida. Trae un chocolate caliente. Trae una servilleta de tela. Me mira. Me sonríe. Me hace un guiño. Me entrega el desayuno. Lo miro. La miro. Me sonríe. Doy un trago al chocolate. Muerdo el waffle. Le enseño los dientes. Clic, clic, clic. Le saco la lengua. Clic, clic, clic. Abro la boca llena de comida. Sonríe. Eleva las cejas. Paga. Camina rumbo a Bolívar. Se pierde al llegar a la esquina. Ya no tengo el hueco en el estómago. Pararon los temblores. Ya no me duelen los tobillos. Ya no estás conmigo. Me dejó el desayuno. Se fue con mi penumbra, la que era sólo mía. Se llevó mi sombra. Era tu sombra. Me gustaría tomar un baño. En el callejón de Regina no hay un alma. Ya me mató el tiempo.