Macondo es uno de los pueblos más famosos de la literatura. Tanto es así que su fama traspasó la ficción y fue así como nombraron al pueblo natal de Gabo en la realidad. Pero como dijo una vez ese gran escritor: «Por fortuna, Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo que permite a uno ver lo que quiere ver y verlo como quiere». Y es de ese Macondo del que yo voy a hablar hoy. Del estado de ánimo que consigo en un lugar muy especial y donde, por supuesto, veo lo que quiero ver y como lo quiero. Ahí su magia. Una burbuja en el tiempo.

Acudo regularmente a una cafetería para desayunar. No es un lugar como otro cualquiera, que a nadie lo engañe su apariencia mundana. Dentro de él las cosas cambian, pero hay que estar atento.

En una mesa siempre está sentada la misma pareja. Es por la mañana y deberían estar trabajando. Parece que les conocen y por arte de magia su mesa siempre está libre cuando llegan. Ni yo me atrevo a ocuparla por si acaso. Así que piden sus capuchinos y se sientan en la esquina de la derecha. A él se lo ve tímido. Ella lo intenta ocultar con una risa nerviosa. Saben que no deberían estar ahí aunque no hacen nada malo. Son dos amigos tomando un café. Los dos casados. Pero, en Macondo son otra cosa muy distinta. Son dos almas que se acaban de encontrar. Una pareja apunto de surgir. Un futuro ahogándose en café. A veces se tocan las manos y el tiempo se para. Todos los miramos de reojo. ¿Será hoy el día? Pero no. Ella siempre retira la mano. Ella no vive Macando como él, pero lo mira y lo sonríe. Es feliz. Él también, aunque se ve que podría serlo más y la chica tiene la clave.

Ríen, hablan, se miran y se cogen las manos. Ese es el baile típico al que nos tienen acostumbrados. No nos dan más. El camarero es el único que accede a sus conversaciones de una manera intrusiva y corta, muy corta para preguntar. Un día me senté cerca de ellos. Hablan muy bajito y de muchas cosas. Son de distintos países y se cuentan sus vidas como dos amantes después de compartir la cama. Rodeados de gente y solos a la vez. No creo que sepan que hay más personas en el lugar. Ellos están en su burbuja, pero les gustaría estar en otro sitio. Qué pareja tan bonita pensamos. Nos tienen robado el corazón sin ellos saberlo. Se miran y se sonríen. Ambos tienen unas sonrisas embaucadoras, aunque no lo suficiente. Se miran con pasión y así pasan los segundos, minutos y hasta horas. Y los demás como ellos en un sinvivir esperando el ansiado desenlace feliz. ¡Se vuelven a tocar las manos! Un sonido metálico en sus manos los devuelve de un golpe a la realidad. Como una prueba irrefutable de que el destino está en su contra, al menos de momento, los anillos chocan. Tiempo de volver a la realidad. Ir a trabajar.

Cuando salen del establecimiento los demás respiramos. Nos tienen en un vilo. Llevan así semanas. Cada vez que vienen están una hora y media al menos y no nos dan nada más que eso que vemos. Los de siempre lo solemos comentar y siempre se une algún nuevo que se ha percatado de lo que acaba de suceder.

«Están casados, no hay nada que hacer» siempre dice uno.
«Ella es una fresca, no debería darle esperanzas» rezonga otro.
«Lo que pasa es que ella es de las que quiere dinero y él es un muerto de hambre».
«Él es el único culpable. Debería decirle lo que siente y que huyeran los dos» siempre está la típica romántica.
«¡Entonces los dos son unos cobardes! Que se vayan los dos y nos dejen aquí tranquilos, pero que vengan a despedirse claro».
«Son muy jóvenes y se casaron muy pronto y, claro, ahora no saben qué hacer».

Hay teorías para todos los gustos. Sin embargo, y como por arte de magia, recabé en que en mi misma mesa se había sentado una anciana. Nunca la había visto antes por ese lugar y no se cómo apareció ahí, pero habló y sentenció:

«¿Pero es que no se dan cuenta de que si se dieran un beso Macondo se destruiría para siempre?»

Nos miramos y el silencio se hizo ley. Lo mejor será volver a nuestros asuntos