Reconozco que cuando cuento alguna historia exagero la realidad para darle más fuerza dramática, pero en esta ocasión juro que todo lo que te voy a relatar es cierto. Si bien es verdad que a ratos desnudo mis pensamientos más de lo conveniente, creo que es estrictamente necesario para que comprendas la congoja de este mi primer viaje de vacaciones al pueblo de mi bisabuela, una mujer fascinante de la que quería conocer más detalles (en otra ocasión contaré su historia).

Hacía unos años que no me tomaba vacaciones, así que este año decidí darme un respiro y marcharme un pequeñísimo pueblo aragonés en el que vivió mi bisabuela materna. En esta ocasión viajaría sola, de modo que salí con mi coche de Madrid hacia las cuatro y media de la tarde. El navegador estimaba que la ruta duraría cuatro horas y media; estupendo, porque llegaría de día a mi destino.

El viaje fue tranquilo, aunque confieso que no demasiado entretenido, pues la radio del coche hace meses que no funciona como debería y se niega a modificar su volumen, así que estoy a su merced musicalmente hablando. Como siempre voy con prisas, solo llevaba un CD para escuchar, y cuando me alejo de Madrid la radio se empecina en no admitir ondas extrañas, así que pierdo todas las emisoras y solo se escuchan ruidos. En resumen: llevaba más de cuatro horas escuchando una y otra vez el mismo CD...

Perdón por la digresión. Vuelvo al relato. Llegué al primer desvío a las ocho y media de la tarde, la hora prevista. ¡Qué alegría, solo me quedaba media hora para mi destino!

Mi compañera de viaje, la señorita del navegador, me indicó que me dirigiera hacia una carretera vecinal, y por supuesto la obedecí, pero cuando llegamos a una rotonda me indicó que tomara una pista de tierra y piedras de preocupante estrechez. Lógicamente, le dije que no sería yo la que se internara por tal camino con el coche, pero ella insistió y finalmente me convenció. Me aventuré inconsciente por aquel camino, más propio del ganado caprino que de los humanos, y cuando había recorrido apenas cien metros avisté a un hombre que pedaleando en su bicicleta venía hacia mí. ¡Dios mío, mi salvación!, pensé. Así que detuve el coche y empecé a hacerle señas y gestos para que parase y me confirmara que mi compañera no me estaba engañando. Todos mis aspavientos fueron inútiles, y como una exhalación pasó delante de mí, que con pasmosa incredulidad seguí su marcha.

A pesar de que ya comenzaba a anochecer, me dije a mí misma: «No seas cobarde. Sigue por el camino… a algún sitio llegaremos». Y así lo hice. Seguí aquella ruta y finalmente arribamos a una minúscula aldea. Para entonces ya era de noche.

La señorita del navegador me indicó entonces que tenía que dirigirme hacia otra pequeña población, donde habría de tomar dirección noroeste para llegar a mi destino. El trayecto discurría por una sinuosa carretera en la que apenas se podían cruzar dos coches, para más inri, a mi derecha había un escarpado precipicio… así que comprenderás que la situación empezaba a ser preocupante. ¿Qué haría si me cruzaba con otro vehículo en uno de aquellos angostos pasos? Lo tenía muy claro: bajarme del coche y darle las llaves al conductor contrario para que hiciera con él lo que se le antojara. En estos pensamientos estaba cuando llegué al siguiente cruce de carreteras y miré a la pantalla del teléfono en espera de instrucciones, pero mi compañera, la voz que me guiaba… ¡me había abandonado a mi suerte! ¡En aquel lugar no había cobertura!

De noche, sola y sin cobertura… ¿podía pasar algo más? Pues claro que podía suceder, y de hecho así fue: elegí el camino equivocado y me alejé varios kilómetros de mi destino. Algo en mi cabeza me decía que mi rumbo no era el correcto. Llegué entonces a un cruce, donde unas luces me cegaron y un coche con dos hombres se paró a mi lado. Tuve miedo, sinceramente, pero me di cuenta de que pararon a mi lado para tomar otra carretera. Necesitaba que alguien de la zona me enseñara el camino al pueblo de mi bisabuela, así que les pregunté y me indicaron que debía deshacer lo andado y volver al cruce. Incrédula les pregunté una y otra vez si era el único camino, pues en mi imaginación se me antojaba que tal vez hubiera otra carretera, una autovía tal vez…

En fin, volví sobre mis pasos. Al menos en mi retorno al punto de partida, el barranco me quedaba a la derecha, de modo que si me cruzaba con alguien, no sería yo la que se expusiera a despeñarse. Sola, de noche, pasando un puerto, en una carretera desierta y sin cobertura en el móvil, la cosa se ponía interesante. Había emprendido este viaje en solitario para vencer algunos de mis miedos, y vaya si lo estaba logrando… aunque hubiera preferido enfrentarlos uno a uno.

En estos pensamientos andaba cuando tras de mí en la lejanía vislumbré unas luces que aparecían y desaparecían. «Qué extrañas luces», pensé, «solo me falta encontrarme un ovni para tener un día completito. Pues si me abducen, espero que sean breves y después tal vez tengan la amabilidad de dejarme en el pueblo de la bisabuela. Seguro que me pueden teletransportar, pero con el coche, que si no el resto de las vacaciones no me puedo mover por la zona porque no hay transporte público».

Intenté quitarme estas ideas de la cabeza escuchando música, así que puse la radio y un inquietante tropel de susurros, voces balbuceantes y entrecortadas me heló el corazón… ¡Parecía una psicofonía! ¡Esta maldita radio me ha dado un susto de muerte, en cuanto vuelva de vacaciones la llevo a arreglar porque otro sobresalto así no lo aguanto! Fueran lo que fueran, aquellos destellos se acercaban con preocupante rapidez, y sin apenas pensarlo apreté el acelerador y comencé a «negociar» las curvas del puerto cual si fuera el mismísimo Carlos Sainz hasta llegar por fin a un cruce. Tenía que enfrentarme a mi miedo, así que me paré y esperé. Como cualquier ser humano en su sano juicio hubiera pensado, era un coche conducido por alguien que conocía muy bien aquellas carreteras. Pasó junto a mí sin siquiera detenerse. Recobré mi tranquilidad para proseguir el viaje.

Para asegurarme de llegar al destino por fin, entré al pueblo en el que debía desviarme y pregunté a una pareja que charlaban en la puerta de su casa. Muy amablemente me indicaron el camino y la mujer me advirtió de que tuviera cuidado, pues en la carretera (igual de estrecha, solitaria y gastada que todas las de la zona) podría encontrarme con animales. Inmediatamente pensé en cervatillos como Bambi correteando felices ante mí, pero por el gesto grave de aquella mujer me di cuenta de que no se refería a ese tipo de fauna. Me miró fijamente a los ojos y tras un angustioso silencio solo dijo una palabra que me inquietó: «Jabalís». Por deformación profesional, aquella palabra me chocó, pues yo siempre he utilizado el plural terminado en -íes. Me suena mejor jabalíes. ¡Pero Dios mío, me voy a jugar la vida en la carretera si me topo con un jabalí y me estoy preocupando de que esta buena mujer haya dicho jabalís! Me despidieron con un inquietante «que tengas suerte», pronunciado despacio, muy despacio, y en sus ojos percibí una mal disimulada mirada mezcla de lástima y temor.

Sola, de noche, pasando un puerto, en una carretera desierta y estrecha, sin cobertura en el móvil y con jabalís acechando en el camino. Creo que no hace falta decir más. No sabía qué sería peor, si que me abdujeran o atropellar un jabalí y que viniera toda su familia en busca de vendetta

Pero por fin estaba en el buen camino, solo me faltaban dos kilómetros para llegar. «Ya no puede pasar nada más», pensaba cuando, de repente, y sin apenas señalización, la carretera se corta y se acaba. Sí, cortada totalmente, y el camino obligado es de nuevo una pista sinuosa de tierra y piedras. Por fortuna, el desvío fue tan escueto que no me dio tiempo a pensar. Tras reincorporarme a la carretera principal, vi ante mí las luces del pueblo. Sentí ganas de llorar, pero no lo hice.

Cuando llegué a la hospedería, me dirigí a mi habitación y una vez allí no pude reprimir un gesto que he visto hacer a las mises cuando las coronan reinas de la belleza, y que siempre había querido hacer: me llevé a la cara las manos temblorosas mientras lloraba de alegría y de incredulidad: había llegado sana y salva.

Dejé el equipaje y salí a mirar el cielo repleto de estrellas: el viaje había merecido la pena.