Este año mis vacaciones han sido diferentes. Muy diferentes. El año ha sido duro y necesitaba descansar y alejarme de todo y de todos, de modo que decidí viajar sola. Reconozco que me daba cierto reparo, pero curiosamente vencer ese miedo fue lo que me empujó a aventurarme sola en mi viaje.

Pero no elegí mi destino al azar o atraída por reclamo turístico alguno: fui en busca de mis orígenes, pues mi bisabuela vivió por aquellas tierras. Recuerdo que en primavera mi madre me había contado la historia de su abuela, una mujer valiente para su época que se rebeló contra las normas: dos veces se escapó de casa como protesta contra los deberes propios de su sexo como eran entonces lavar en el río u hornear el pan mucho antes de la madrugada. Tal vez en otra ocasión cuente su historia.

Por fin llegó el primer día de vacaciones, y tras un entretenido viaje que ya te conté el mes pasado, llegué a mi destino: un pueblo en la frontera entre Aragón y Navarra con no más de 15 habitantes. Me alojé en la única hospedería del pueblo.

El primer día salí temprano a reconocer el terreno y a preguntar si alguien sabría indicarme dónde estaba la casa de mi bisabuela, «Casa Nacaleto», pues por aquella zona las casas tienen nombre, como si se tratara de seres vivos que albergan a otros seres vivos. En seguida di con ella, e incluso con el nuevo propietario, que muy amablemente me invitó a pasar y me enseñó todos los rincones. Las escaleras, el fogón, un viejo aparador con el nombre de mi abuela escrito con lapicero, jarras de barro que pertenecieron a Anastasia… estaba entusiasmada.

Ya a la noche, en la terraza de la hospedería (centro de reunión), las horas transcurrieron en una agradable charla con la gente del pueblo. Les conté que la curiosidad me había traído hasta allí y que quería conocer más detalles sobre mi bisabuela. Entre unos y otros reconstruyeron mi árbol genealógico con mucha más precisión que yo misma, y me comentaron que seguro que las «abuelas» del pueblo conocían a mi madre, que de jovencita solía veranear allí.

Y no faltaron a su palabra: al día siguiente por la tarde la terraza se llenó de personas mayores y me fueron presentando a todas ellas, indicándome quién era madre o padre de quién… aunque sinceramente, no me aclaré con los parentescos.

Recuerdo que mi madre me había hablado muchas veces de su mejor amiga, Gloria. No me lo podía creer, una de aquellas mujeres se llamaba Gloria… ¿sería la amiga de mi madre? Tratando de contener la emoción, le enseñé a aquella mujer una fotografía de joven de mi madre. Su respuesta fue: “¡Pero si es Lupita!”. No daba crédito a lo que estaba pasando, estaba charlando con una amiga de mi madre… ¡de hacía más de setenta años! No sé cómo lo consiguieron, pero en 15 minutos me vi jugando a las cartas con tres de aquellas adorables abuelitas, me pareció un momento mágico. Minutos después, las hijas de aquellas dulces ancianitas me advirtieron de que… ¡hacían trampas! Curiosamente, no gané ni una mano.

En los siguientes días me dejé llevar por la improvisación: sin planes eres libre. Y eso es lo que andaba buscando: libertad. Pero esa libertad me tuvo encadenada al pueblo y a mis nuevos amigos. Fueron muchas las historias que me contaron sobre brujas, gatos negros, venganzas, amores imposibles… pero también fueron muchas las que no quisieron desvelarme.

Mi última tarde la pasé en casa de uno de los vecinos más mayores del pueblo, que orgulloso me enseñó un libro sobre los pastores de aquellas tierras que fueron a trabajar a California en los años 50. Pasando las páginas del libro una a una, como si el tiempo no importara, buscó la fotografía en la que aparecía él en su aventura americana. Me contó que algunos de aquellos pastores se quedaron en América para siempre, pero otros, como él, decidieron regresar a su tierra… aunque allí abandonaran parte de su corazón. Tras contarme su historia, me enseñó una fotografía que llevaba en su cartera desde hacía más de cuarenta años: era su amiga americana. Una amiga a la que nunca volvió a ver ni escuchar. Me tuve que contener para no llorar, y creo que él también.

La despedida fue agridulce: estaba feliz por haber escuchado todas aquellas historias, pero triste porque debía volver a mi realidad. Ya de regreso me sentí afortunada: había hecho un delicioso viaje al fondo de mis emociones.