Los días previos a la quincena se parecen mucho, aunque conforme pasa el tiempo y se incrementan las deudas, se multiplican las obligaciones, la opresión en el pecho sube de intensidad y el sudor frío es más abundante. El día de corte de la tarjeta de crédito coincide con el de cobro de nómina. Antes el cheque le alcanzaba para cubrir los gastos y ahorrar un poco, ahora apenas ajusta para hacer el pago mínimo del estado de cuenta. Un mínimo que cada día crece más. No ha podido reducirlo.

Encima del escritorio, en el pequeño cubículo que ocupa en la escuela, hay recibos pendientes de pago: gas, energía eléctrica, teléfonos —móviles y fijos—, seguros —del auto, de gastos médicos—, hipoteca, mensualidad del auto que compró en abonos y muchos más. Todo eso de lo que ya ni se acuerda que compró y que de todas formas tiene que pagar. Por suerte, la colegiatura de sus hijos no es problema, es una prestación por trabajar ahí. De no ser por esa facilidad, los chicos tendrían que asistir a una institución pública como a la que ella fue. Pero, ¿quién puede prever una enfermedad así?

El timbre del teléfono celular suena una vez más. Es el enfermero que cuida a su madre. Contesta con resignación, ya no puede seguirse negando, ya es imposible seguirse ocultando. Suspira y escucha lo que ya sabe: le debe lo de la quincena pasada y lo de la que está por vencer, además ya no le fían en la farmacia la medicina que tiene controlada a la mamá. Coba Palomar trata de bromearlo para que se le baje la molestia y logra el efecto contrario, se gana una amenaza: o paga o me voy. Se compromete a pagar, no sabe cómo, pero lo hará.

Cierra los ojos. No quiere ver el reflejo que se desprende del cristal de la ventana frente a su escritorio. No le gusta verse tan flaca, tan despeinada, tan descompuesta. Se pasa la mano por el pelo y suspira. Cada vez son más mechones los que está perdiendo. Respira y cuenta despacio, uno, dos, tres… Abre los ojos. Descorre el cajón y toma el tubo de labios. Se pinta la boca de rojo y encara la imagen del vidrio. Sigue sin gustarle la imagen. Las cosas no deberían ser así. Cumplir con marido, casa, hijos y madre enferma debería ser menos difícil.

Desde que consiguió el trabajo en la escuela, se imaginó que todo iría como una escalera en ascenso. Sus hijos gozarían de amistades maravillosas, Calo sería estrella en el basketball y Marijó bailaría ballet, además promocionaría sus terapias psicológicas. Su consultorio estaría a reventar con niños problema, padres consentidores y madres agobiadas por la culpa. Se olvidaría para siempre de los años en que para mantenerse, su mamá tallaba los baños de ese lugar y ella envolvía regalos en la papelería de enfrente. Ahora ella sería la clienta de la tienda en la que sirvió por años.

Recuerda con nostalgia esos días en los que tramitó la tarjeta de crédito, en los que compró ropa para que ella y sus hijos estrenaran el primer día de clases. Trajes sastre de sacos largos y pantalones bien cortados. Vestidos, faldas, blusas, zapatos que se pagaría en cómodos pagos a meses sin intereses. Adquisiciones que se fueron repitiendo mes con mes. Estar en una escuela de ese nivel tiene sus exigencias y para Coba Palomar era importante estar a la altura. Jamás contó con que la enfermedad de su madre avanzaría tan rápido y le demandaría tanto.

El sueño del camino ascendente pronto empezó a desdibujarse, los baches que ella no calculó, eran profundos y los alumnos eran niños mimados que se burlaban de ella y de sus hijos. Ahí la escalera se tornó en un espiral de descenso. Al menos eso se leerá en el expediente que integrará el Agente del Ministerio Púbico. Mientras más burlas de los estudiantes, más compras. A cada rechazo, un nuevo aparato electrónico para igualar a los chicos de la escuela. La esperanza de pagar medicinas de marca en vez de genéricas se convirtió en un anhelo amargo.

La ilusión de ir a trabajar se convirtió en el tormento cotidiano que iniciaba al abrir los ojos por la mañana. Las consecuencias de tener un solo baño en casa originaba pleitos entre los hermanos y que ella llegara siempre con el pelo mojado a trabajar. Los chicos se burlaban de que la psicóloga de la escuela no se peinaba, no se arreglaba y que andaba siempre arrugada y mal abotonada. La directora de la escuela la reprendía en forma severa cada que la encontraba pintándose en el baño de la escuela y el prefecto de secundaría siempre abogaba por ella.

Sin embargo, la pesadilla del trabajo no se restringió a burlas irrespetuosas de adolescentes. Eso era un problema menor. Los alumnos tienen severos problemas de alcoholismo, de desórdenes alimenticios, de automutilación y de comienzo temprano en la vida sexual. Al principio se frotó las manos, se paseaba por los pasillos prospectando clientes. Imaginaba la sala de espera del consultorio llena, haciendo fila para entrar a verla. La gente aún no llega, no le tienen confianza. No la quieren.

Pensó en hacer un círculo de pláticas para padres de familia y así promoverse. Pocos asistieron, luego nadie se apareció. Intentó, con autorización del prefecto, que las pláticas fueran obligatorias y si los padres no asistían, se vería reflejado en la boleta de calificaciones del estudiante. Ahí se ganaron la primera amonestación por parte de las autoridades escolares. Los dueños de la escuela pensaron en despedirla, pero el prefecto habló a su favor. Por suerte le dieron otra oportunidad. No se imaginaba lo que le diría su marido si le llegaba con la noticia de que ya no tenía trabajo. Lógico, Coba Palomar empezó a perder peso. La piel se le adhirió a los huesos, el pelo se le resecó y la mirada se tornó agría. También empezó a ocultarle información a su marido sobre gastos y montos de deudas. Sobre todo escondía las cuentas relativas a los cuidados de su mamá.

Calo y Marijó también empezaron a cambiar. Dejaron de ser los niños risueños que salían a jugar con los amigos de la vecindad para ser esos chicos que pasaban las tardes atados a una pantalla para subir fotografías haciendo cara de pescados o avanzar al siguiente nivel del videojuego. El marido le decía a Coba que eso no estaba bien. Coba guardaba silencio y escondía los estados de cuenta. Que no se entere que ayer tuvo que darle una propina al señor del servicio de luz para que no le quitaran el suministro. ¿Qué harían sus hijos sin Internet? Menos mal que todavía no le daba al casero lo del pago del mantenimiento.

Un hoyo no tapa otro. Cogía el dinero del gas para pagar el agua, el del plomero para evitar el corte del teléfono, sacaba de la tarjeta bancaria para liquidar el saldo mínimo de la tarjeta de crédito y las deudas eran fuegos pirotécnicos que estallaban uno tras otro en las narices de Coba Palomar. Para colmo, la enfermedad de la madre avanzaba con rapidez vertiginosa. Ya no se podía quedar sola, era peligroso: podía hacerse daño, salir a la calle y perderse u olvidarse de lo que acababa de suceder. Las medicinas caras, el sueldo del enfermero especializado en pacientes con alzhéimer y ella sin tener de dónde más echar mano.

Claro que se distrajo. Por estar pensando en sus problemas, dejó de ver aquellos para los que fue contratada. Los chicos que se golpean en su presencia, ya no disimulan las conductas abusivas que muestran con los más débiles. Si la víctima se acerca a ella a denunciar, le dice que sea valiente, que este mundo no es para cobardes. Las palabras ofensivas ya son parte de la sonoridad del plantel y ella nada más escucha la voz interna que le dice que la bomba de su deuda está a punto de estallar.

El Agente del Ministerio Público no le interesará escuchar la historia de una mujer descontrolada que no pudo ordenar sus gastos. Él no disimula la indignación por las consecuencias de los niveles incontrolados de bullying y violencia de género en la escuela en la que ella firma como psicóloga responsable. No da crédito a lo que escucha. La mujer al querer justificarse, se asfixia sola. La declaración de Coba Palomar dice: «Ella se lo buscó, ella se llevaba pesado, ella es una grosera. Es una niña consentida que no sabe lo que es ganarse la vida».

Ese día de quincena, tan parecido a todos los anteriores, tan igual que pudo perderse en los huecos que la memoria le hace a la cotidianidad, jamás se imagina que terminará detenida por la declaración de la madre de esa escuincla que falta al respeto a todo el mundo.

—Quiero denunciar a la psicóloga de la escuela y a quien resulte responsable. La denuncia es por violencia de género. Hay testimonios de muchos alumnos y amigas de mi hija que dicen que fue a pedir auxilio, que ella le decía Coba Palomar ayúdame, me quitó la credencial, me borró la cara con una navaja y puso con marcador negro: Puta. Ella la recriminó, le dijo que se lo merecía, que era su culpa recibir esos insultos por caminar de ese modo y que se las arreglara como pudiera, ella tenía muchos problemas.

El Agente del Ministerio Público compara las palabras de Coba Palomar con la fotografía de la niña golpeada. Agita la cabeza. Lo asombran los niveles de incompetencia y los pretextos para justificarla. Menos mal que esta vez sí hubo una denuncia.

Coba Palomar subestimó a la madre de esta niña de trece años. Nunca pensó que el amor de una madre se demuestra defendiendo los principios rectores y no comprando ropa y aparatos electrónicos. No imaginó que sabría de los Acuerdos del Milenio y de Equidad de Género. No la quiso escuchar, cuando fue a hablar con ella a la escuela. La recibió de mala gana. Se confundió, pensó que gritando y arrebatando la palabra estaba ganando la batalla cuando en realidad se enredaba más la cuerda en el cuello.

Los días previos a la quincena se parecen mucho, aunque hay hechos que marcan para siempre un día específico en el calendario. El día de corte de la tarjeta de crédito, el de pago en la escuela, el día en que llega la policía con una orden de arresto y te sube a una patrulla frente a las caras sorprendidas de alumnos, profesores, prefecto y directora de la escuela.

Encima del escritorio, en el pequeño cubículo de la escuela, hay recibos pendientes de pago de todo tipo: gas, energía eléctrica, teléfonos —móviles y fijos—, seguros —del auto, de gastos médicos—, hipoteca, mensualidad del auto que compró en abonos y todo eso de lo que ya no se puede ocupar y que de todas formas tiene que pagar.