El día de Nochebuena en Málaga amaneció brumoso y gris como el millón de pensamientos que bullían en mi cabeza. Salí a la calle temprano, tenía que despejarme o me volvería loca; una y otra vez me reprochaba no haber acudido a nuestra última cita… Y me justificaba a mí misma con mil razones vacías.

Caminé por las calles del centro ajena al bullicio, inmersa en mis pensamientos, hasta que mis ojos repararon en un atractivo joven que seguía atento mis pasos. Nuestras miradas se cruzaron y sentí… sentí vergüenza. Mi rubor se hizo infinito cuando aquel joven se plantó delante de mí y sin reparo alguno, tomando un mechón de mi pelo entre sus manos, me susurró algo al oído.

Hipnotizada por sus palabras, decidí seguirle sin preguntar.

Al adentrarme en aquel lugar, me embriagó una mezcla de exóticos y dulces aromas. Y entonces, con exquisita dulzura, comenzaron sus manos un masaje por las sienes, y poco a poco, muy lentamente, fue recorriendo cada mechón de pelo, cada bucle, hasta llegar a la nuca… ¡Dios mío! Habría deseado que ese masaje fuera eterno, y que esas manos fuesen por siempre y para siempre mías.

Presa de tal placer, caí en un delicioso sueño del que me despertó un calor que comenzó a palpitar en mi cabeza y que poco a poco se fue haciendo abrasador. Suplicante, miré a aquel joven para que apagara ese fuego que sentía en interior; él sabía muy bien lo que me estaba pasando, así que me calmó con sus palabras y me llevó de la mano al lavabo. El agua tibia y un delicado masaje de nuevo me hicieron flotar en un inefable estado de placidez.

Supe que nuestro encuentro estaba llegando a su fin cuando sentí que, como lenguas de fuego que recorrieran cada uno de mis ensortijados mechones, el aire cálido acarició mi nuca.

Cuando todo terminó estaba nerviosa, nunca había hecho algo parecido, y necesitaba comprobar que seguía siendo la misma, que no me odiaría por haberme dejado llevar por un impulso irracional. De modo que apresurada me acerqué a un espejo: estaba radiante, preciosa, incluso me sentí guapa.

No hubo palabras en la despedida, solo una mirada cómplice y unos ajados billetes que dejé en su bolsillo al acorde de un casi inaudible «gracias…».

Ahora, cuando ha pasado ya una semana de aquel encuentro, invento mil excusas e intento convencerme a mí misma de que aquello no significó nada, que puedo seguir mi vida como si nada hubiera sucedido. Pero la realidad es que apenas faltan dos días para nuestra próxima cita y no sé si sabrás perdonarme mi infidelidad: necesitaba sentirme guapa y me puse en manos de un nuevo peluquero.