La memoria me acaricia con la nostalgia de la granja que construyó mi papá en la Cortada del Guayabo. Desde mis 7 hasta los 12 años de edad recuerdo claramente cómo la disfrutamos junto con la familia ampliada y los amigos de mis padres, quienes fueron mis hermanos, mis primos, mis tíos, además de mis primeros compinches.

Generalmente íbamos los fines de semana o en vacaciones, aunque muchas veces, y creo me gustaba más, cuando salía entre los lunes y los jueves, porque no tenía clases. Arrancaba en las madrugadas solo con mi padre en su Volkswagen escarabajo 1961, me gustaba meterme en la parte trasera del carro donde ronroneaba el motor. Uno tomaba la autopista a occidente y cuando llegabas a la altura del túnel de Los Ocumitos subías con cuidado a la derecha por una carretera de tierra, hoy en día ya asfaltada. Recuerdo claramente la selva nublada y oscura que te envolvía haciéndote sentir en un camino acogedor. No sentía miedo sino más bien curiosidad del bosque que uno penetraba. Luego de media hora de trocha llegabas a lo que él levanto con sus ideas y esfuerzo de una pequeña granja avícola y porcina.

La entrada a sus terrenos era una reja bien fuerte con un camino cementado debido a lo inclinado de esas laderas de las montañas mirandinas, luego de estacionar justo al lado de la casa mayor se veía la tela de mosquitero en los pasillos que circundaban el techo a dos aguas. Primero estaba la oficina próxima a la puerta principal que no lucia con la rigidez administrativa de la palabra oficina, luego venia una sala central con comedor, habitaciones grandes a los costados, cocina y patio trasero. Se dormía muy acogedor con el frío del lugar… y a veces la neblina cubría todo.

A los lados de la casa mi abuela Carmen había sembrado todo de flores, matas ornamentales y alguna que otra de sus hierbas medicinales. Justo en el inicio de la pendiente había una escalera que te llevaba a la pila que mandó construir mi papá, no es la piscina que todos conocemos escavada en la superficie, era un cuadrilátero grande de ladrillos con cemento bien frisado donde gozábamos.

Al frente de la vivienda estaba la granja de gallinas ponedoras, era un enorme galpón con más de dos mil aves a mi cálculo, perfectamente alineadas en mallas que les permitía alimentarse, caminar un buen espacio entre ellas, tomar agua y dejar sus huevos. Antes de entrar al galpón se sentía el cacareo que a veces era ensordecedor más un aroma a plumas bastante soportable ya que te hacía sentir en algo productivo y con un fin benéfico. Entre el galpón y la casa había otro terreno para estacionar o dejar materiales de trabajo que era el lugar de juego cuando los camiones descargaban una pequeña montaña de tierra y piedras, excelente juguete para quienes se creen ingenieros. Soñábamos que construíamos carreteras y puentes por donde pasaban nuestros carritos. Desde allí mi tío Raimundo Agudo, quien era excelente dibujante, pintó un boceto a lápiz de la vivienda que luego le dio color en un bello cuadrito que conserva mi hermano Carlos Miguel.

Si bajabas la carretera de granzón estaban las cochineras, allí había ratos que el olor no era agradable, durante casi todo el año chillaban tanto que a veces se escuchaba arriba en la casa. Sin embargo generalmente no se oía en la granja más que la fresca brisa de esas montañas. Dentro de las cochineras se veía como retozaban y comían los puercos, como los bañaban frecuentemente, pero el olor se mantenía hasta adherirse a uno muchas veces. Una vez observé con curiosidad de niño cómo descuartizaban a varios, no me gustó mucho esa labor.

Mi padre me enseñó a disparar con rifle en la granja. Era un flover lo que me dio para aprender y con su experiencia en la Academia Militar de Virginia en 1955 lo hacía buen maestro. Me dijo: «ves ese pájaro allá en ese árbol como a 150 metros, colócalo en la mira y dispara cuando creas esté bien centrado». Lo hice sin pensar que lograría el blanco, pues halé el gatillo y el ave cayó de la rama, les juró que se veía lejísimos.

El diseño de la granja era algo mejor planificado de lo que había en la década de los 70 en Venezuela, la idea era hacer algo tecnificado para la cría de esos animales, al comparar con otras fincas, los chanchos y las gallinas que veía fuera de la granja lucían en desventaja. Mi papá se documentaba con revistas técnicas de afuera e incluso pensaba en ampliarse con la cría de chinchillas para peletería.

Muchas veces acompañé a los obreros en sus faenas, tanto que me salieron dos hernias inguinales, las cuales fueron mi primera operación. Me encantaba ir para la granja, creo más que a la playa en Boca de Aroa, los clubes en el litoral central, los hatos llaneros de los amigos de papá o la otra granja del señor Iván Alvins llamada Guazca que era más grande que la nuestra y se parecía mucho a la que sale en la película Oriana (Fina Torres, 1985). Pienso me agradaba tanto la granja de mi padre por todo lo que recuerdo y porque era de mi familia.