La gran dama dormita entre sábanas perfumadas, envuelta en aroma de madera de enebro. Se aproxima el diligente vasallo. La dama se toma unos segundos para nombrarlo caballero antes de dejarse agasajar.

— ¿Qué hace, abuela? Venga, tómese la pastilla y a ver si no me derrama hoy el agua.

— No puedo sino sorprenderme ante vuestras palabras, Monsieur le Comte -responde digna antes de tragar con dificultad la cápsula que se le ha ofrecido.

— Humm… muy bien, abuela, así. Y ahora a ver si nos dormimos un ratito, ¿eh? Que aún queda un poco para la comida.

Doña Amparo duerme en la cama de al lado. A doña Amparo hay que llamarle doña Amparo, nada de abuela, porque tiene una sobrina que se pone hecha un basilisco si alguien le llama abuela a la tía. Doña Amparo no habla nunca, tampoco derrama el agua, pero rechina los dientes frecuentemente y tiene una úlcera en la espalda que huele un poco mal.

— Gentil a su pesar, el palafrenero –comenta la gran dama en cuanto el enfermero sale por la puerta. —Cabalga a lomos de su corcel como si el animal y él fueran uno. Por ello y sólo por ello he accedido finalmente a otorgarle el título.

Doña Amparo no responde pero rechina, lo cual no parece complacer en absoluto a la dama, que se apresura a replicar.

— Sin subterfugios, mi prudente amiga. Intuyo que no aprobáis el nombramiento. Pero celebraré igualmente vuestra discreción.

Doña Amparo tiene un nieto, de unos veinte años, con un tatuaje enroscado en el antebrazo, melena enmarañada y un pendiente en las narices, como las vacas. Viene a menudo a ver a su abuela. Ese sí es cariñoso, circunstancia que sorprende sobremanera al personal sanitario, más que nada porque aquí nadie besa a nadie, por lo que no parece del todo razonable que lo haga un joven con todo el aspecto de dedicarse a asaltar ciudadanos honrados en su tiempo libre. Pero sí, la besa, y la llama peluchona. Yaya peluchona.

Sin llamar a la puerta entran dos extraños individuos ataviados con sendas batas rojas que caen hasta casi rozar el suelo; llevan el rostro cubierto de pelo sintético, largas barbas rizadas y blancas les cuelgan hasta el esternón. Nadie parece sorprenderse.

— ¡Abuelas, los Reyes!¡Que vienen los Reyes! -informan sin gran entusiasmo dos enfermeras, envueltas en batas también, pero en este caso cortas y blancas, que entran a continuación. Sin duda su misión consiste en seguir de cerca a los pintorescos monarcas y proceder a anunciarlos, como fieles chambelanes asépticos.

Una anciana sentada en una silla de ruedas, menuda e imperceptible como un gnomo centenario, saluda ceremoniosamente al primer rey y trata de besar la mano al segundo, al cual llama «doña Letizia» con cierto retraimiento.

La gran dama en cambio no parece sentirse cómoda con las presencias reales, desdeña los sugus con arrogancia y mira para otro lado. Doña Amparo por su parte ya estaba mirando para otro lado en el momento en que entraron los visitantes y no parece encontrar en ellos ninguna atribución especial que la haga cambiar de postura. Los reyes depositan un puñado de bombones en cada mesita de noche, desean felices fiestas y se marchan con un rumor sordo de fantasmas flotantes.

— ¿Se han retirado ya esos bribones?- alza la voz la gran dama. Rechina doña Amparo. Cabecea la viejecita inválida.

— ¡La comida, abuelas! –ruido de bandejas-. No se quejarán, ¿eh? Que hoy hasta a los Reyes les hemos traído.

Y efectivamente ninguna se queja.