«La injusticia es igual que las serpientes; sólo muerde a quien va descalzo»

(Monseñor Romero)

«Todos los hilos están conectados –suspiró, antes de levantarse y exponer sus argumentos–, igual que en una tela de araña… No queda ningún cabo suelto».

Durante las últimas semanas, había repasado cada coma y cada acento, cada punto y seguido. El sumario era más grueso que la guía telefónica de Tokio. Las pruebas le incriminaban, los indicios no podían ser más convincentes y, si algo quedaba claro tras oír las declaraciones de cuarenta y tantos testigos, es que el Papito que se mencionaba una y otra vez en las grabaciones, el cerebro de aquella trama de contratos fraudulentos y comisiones pagadas en cajas de zapatos, sólo podía ser él. El Papito que organizaba las fiestas más exclusivas de la noche ibicenca, el maestro de ceremonias en los yates mastodónticos de la jet set, con una finca en Sant Josep de sa Talaia de 1200 m2 rodeada de piscinas, jacuzzi, jardines con palmeras –cuántos negocios no se habrían cerrado en aquella glorieta de mármol rosa de Verona–, patio chill out con pantalla de cine y macrogaraje para sus quad y sus buggy, sus Bentley, sus motos de gran cilindrada.

Villa Caribe llamaban a aquel palacete de estilo modernista que, de mayo a septiembre, hacía las veces de photocall para políticos y banqueros de todos los colores, magistrados, constructores, aspirantes a actriz o a modelo que tomaban el sol en la terraza, gurús del bodybuilding o la dieta paleolítica. El mismo Papito, en fin, que repartía entre sus íntimos gargantillas de esmeraldas y originales de Frida Kahlo o Jeff Koons como quien reparte piruletas a la puerta de un colegio. Todo el mundo sabía que era culpable, o al menos lo imaginaba; la fiscal hubiera puesto la mano en el fuego. Estaba convencida de que iba a ser un juicio rápido, que acabaría con ese pájaro de cara estirada y traje entallado de Dolce & Gabbana metido entre rejas.

«¿Y ahora qué, aprendiz de Berlusconi?, ¿dónde están tus amigos? Esa verbena de mises caribeñas y gogós de Bielorrusia que te seguían como las ratas del cuento; los Bobis, los Cuquis, los sobrinos parranderos de los Wurttenberg y los Fürchester, ¿dónde los has escondido?, ¿en una cuenta opaca en Suiza?», murmuraba entre dientes mientras observaba al empresario, sentado en el banquillo de los acusados, que bostezaba puntualmente cada cinco minutos y no dejaba de consultar su rólex de oro. «Para lo que te va a servir en los próximos diez años».

La fiscal se frotaba las manos, cansada pero satisfecha. Estaba todo atado y bien atado; hasta que el juez anuló los registros de audio por un defecto de forma y la causa fue sobreseída. «Conforme a derecho –se justificaba en el auto–, y partiendo como es necesario de la presunción de inocencia, no se puede hablar de fraude fiscal ni de blanqueo de capitales basándonos en sospechas poco verosímiles. La pregunta que cabe formularse aquí es: ¿contamos con las pruebas necesarias para fundamentar una acusación de este calado? Lo contrario serían ganas de aparecer en la prensa como un cruzado de la justicia».

«¿Sospechas poco verosímiles?, ¿cómo que sospechas poco…? Pero si hay más de tres mil folios de instrucción policial, ¡más de tres mil folios! ¡Cientos de horas de investigación tiradas a la basura! –La fiscal se desgañitaba, movía los brazos como si fueran las aspas de un molino, estrujando un puñado de papeles con cada mano–. «Esto es… es… ¡esto es un disparate! ¿Y a santo de qué viene eso de aparecer en la prensa como un… como una…?»

Antes de irse, Papito se le acercó con una sonrisa de fundas de porcelana y le dejó su tarjeta sobre la mesa.

«Nunca se sabe, abogada» –y se marchaba saludando, aclamado por el público que había asistido al proceso, sin darse mucha prisa en salir de la sala–. Nunca se sabe.