Nació con los puños cerrados, gritándole al mundo que ya estaba ahí para fortuna de sus padres y gloria del entorno. Por fin un varón, dijo la madre con una sonrisa exhausta tan pronto le confirmaron el sexo del bebé. El padre saltó de gusto en la sala de espera cuando le informaron que era un niño: ¡Por fin, nació mi gallo!, en la emoción olvidó a las dos princesas que ya tenía en casa.

El pequeño fue colocado en el moisés de blondas que los padres mandaron bordar en tonos azul pastel desde la primera vez y que tuvieron que guardar en dos ocasiones. Pero, ¡al fin!, ésta fue la buena. Un hombrecito hecho y derecho, con los enormes ojos negros del padre, hoyuelos en las mejillas y las pestañas tan largas de la madre. Cuántos planes sensacionales imaginó papá para el recién nacido: será ingeniero, como yo y será grande, tendrá una oficina con un enorme ventanal. Jugaremos futbol y será delantero y meterá muchos goles. Lo acompañaré al estadio y le echaré miles de porras. Cuántos planes maravillosos vislumbró mamá para su pequeñito: será guapísimo y muy culto. Tendrá un coche de lujo y pasearemos todos los fines de semana, ya no tendré que subirme al metro. Será el báculo de mi vejez.

Como todos los bebés son pequeños déspotas, el gallo no era la excepción, a partir de sus primeros días, aprendió que los demás sólo existían para satisfacer sus necesidades. Todo era empezar a llorar y el mundo giraba en torno suyo. Al primer viso, la madre de inmediato se descubría el pecho para alimentarlo, o se salía de la regadera para cambiarlo o corría de donde estuviera para estar a su lado. Las niñas se formaban para auxiliarla en la satisfacción del nuevo integrante de la familia. De princesas fueron degradadas al papel de pajes. La instrucción tácita era: alabar al pollo que mañana será gallo.

A partir de ese instante, el polluelo se dio cuenta de que las traía todas consigo y fue aprendiendo estrategias para salirse con la suya: escupir la papilla, aventar los juguetes, romper las cosas y la mejor de todas: llorar. Llorar era la llave que sometía voluntades a su albedrío. Sus pasos fueron un asalto al poder progresivo e imparable que no encontró ninguna resistencia. Los padres miraban al frutito de sus entrañas con ojos entornados y suspiraban satisfechos: es varón, es nuestro gallo. Los berrinches se hicieron famosos y las temidas rabietas, una manifestación de descontento normal que nadie quería presenciar. Poco a poco, amigos y parientes dejaron de visitar a la familia. Los padres no comprendían por qué ya no recibían invitaciones.

Hacia los cuatro años, lo habitual era que el gallo se saliera con la suya siempre y en todo lugar. Las pataletas en lugares públicos, los gritos, los llantos, los aullidos se convirtieron el día a día de la familia. Los padres acaban por rendirse con sucesivas renuncias con tal de lograr una paz precaria. ¿No te gustó la paleta de limón? Toma una de chocolate. ¿Quieres la de tu hermana? Dásela, nena. No hagas llorar a tu hermanito. Papá y mamá se convirtieron en maestros del arte de evitar potenciales conflictos y ya no se atrevían a pedirle nada a su hijo a menos que estuvieran seguros de que el nene querría cooperar.

El niño se convirtió en el soberano de la casa que marcaba el ritmo en sus potestades. Lo habitual era encontrar una excusa para justificar al pequeño que jamás hacía lo que se le ordenaba. Es que no pone la mesa porque no alcanza, es que no come bien porque no le gusta lo salado, es que no tiende la cama porque la colcha está muy pesada, es que no hace las tareas porque los maestros le tienen mala voluntad y le dejan mucha. Por supuesto, las princesas dejaron de ser pajes para ser las esclavas que se encargaban de lo que el gallo no se dignaba a hacer, incluidos los deberes escolares.

Elogios y reconocimientos lo acompañaron a lo largo de toda la infancia. ¡Ay, qué lindo nene! ¡Qué bonita letra! ¿Ves que bonita te quedó la composición? Las hermanas se miraban confundidas, no se explicaban como sus padres no se daban cuenta de que esa era la letra de la más grande y no del pequeño querubín. Nena, no seas egoísta. Dale a tu hermanito la estrellita que te dio la maestra. Préstasela tantito, no seas así. Mira qué lindo se ve. A ver, esconde ese trofeo del campeonato de tenis, ¿qué no ves que tu hermano no pasó ni a la segunda ronda? Pobrecito, no lo agobies. Guarda eso. ¡Ay, nena! ¿Qué necesidad tienes de traer a firmar la boleta de calificaciones en frente de tu hermano? ¿Te gusta humillarlo? No, mi vida, seis es bueno, no llores, a ver, a ver, una sonrisita. Eso, así, qué bonito te ves. Es que tu hermana es presumidita.

Y, poco a poco, los aplausos se convirtieron en una adicción. «No, no, nena. No hagas llorar a tu hermanito. Déjalo decir el poema. Mira, recita estupendamente. ¡Seguro que más adelante hablará en público maravillosamente! ¡Bravo, bravo, mi vida!». Desde luego, el gallo aprendió la lección. No había alabanza que le bastara: cada vez que metía un gol, brotaban las cascadas de felicitaciones maternas, mientras el padre le daba un billete al portero. Ya ves, chiquito, eres el campeón goleador. Seguro que vas a jugar en la selección nacional. Incluso, es muy posible que confundiera los elogios con el amor. Pero, en todo caso, eso le marcó la ruta a seguir: rendir y alcanzar logros para ser amado, apropiarse de cosas que no eran suyas y que le sirvieran de confirmación.

Claro, la necesidad no tardó en convertirse en un hábito. El proceso era sencillo y casi imperceptible: para sentirse satisfecho, los elogios fueron siempre necesarios; trabajar para ganarlos, irrelevante. Lo usual era apropiarse de los méritos del más próximo y buscar la ovación. Descubrir el embuste de aquella pauta con la que el gallo creció fue casi imposible porque no se acababan las alabanzas. El flujo era constante y abundante.

El paso del tiempo transformó el hábito en adición. La interminable fila de amigos que llegaban y se iban, las malas calificaciones, las novias con las que casi no duraba, y la nula estabilidad laboral, siempre tenían un contrapeso. No te preocupes, no eran buenos amigos; el profesor es un mediocre que no te entiende; la chica no estaba a tu altura, mereces algo mejor; ¿te corrieron? ¡No importa!, ni era tan buen trabajo. No te mortifiques, tú eres un genio.

El gallo, aún después de los cuarenta, necesita la caricia continua en el ego, el tú vales mucho repetido una y otra vez, la palmada en la espalda, el no importa que hayas chocado el auto, te compro otro; no pasa nada, si necesitas más dinero, le doy un pellizquito al ahorro para el retiro o vendo la casa, mi vida. Tú no te apures.

En fin, ya lo sabemos: ni juega en la selección nacional ni habla estupendamente en público, ni se puede atar las agujetas solo. Las hermanas tienen posiciones encontradas: una se enfadó de estar sirviendo de tapete y la otra optó llevar la fiesta en paz y vivir arrodillada. La gallinita, es decir, la esposa del gallo, tuvo que entrar a la feria de abrazos y apapachos. Sin embargo, lamenta con hastío la vulgaridad de un matrimonio que gira en torno al apetito voraz del que nunca se cansa de escuchar lo maravilloso que es. Sufre, ¿cómo no? , el tedio de ser la mujer que vive eternamente esperando el cambio de fortuna, que por supuesto, nunca llega. No va a llegar. ¿Cómo va a llegar?

¡Qué tonta fui! Se repite una y otra vez, enfadada de la mediocridad en la que vive. Sacrificó todas sus energías en un sueño que no se materializa. Creyó. Sí, le creyó todos esos cuentos de metas alcanzadas, negocios rentables, riquezas superiores que en realidad eran exigencias conseguidas a base de berrinches y pataletas. La verdad es que siempre fueron mentiras, fantasías forjadas a base de complacencias. ¿Cómo no creerse la historia del gran personaje? Del gallo que canta en su gallinero y que es bueno en el suyo y en el ajeno, si sus padres y su hermana se lo confirmaron no sólo con palabras sino con actitudes. Lo cierto es que su marido era de esos gallos que nada más sabe cantar y no sabe concretar.

El gallo es padre de tres pollitos más. También ellos viven aplaudiendo y acariciando el ego de su padre. No se entera que los niños se muerden las uñas y padecen insomnio. ¿Cómo se va a enterar si vive parado frente al espejo esperando la siguiente tanda de aplausos? Para eso es que es el gran gallo, aunque sólo sea un gallito.