El matrimonio religioso de Viviana fue en la sinagoga más antigua de Santiago, un templo no muy grande, cargado de tradiciones y con balcones en el primer piso. Entre otros compañeros de escuela, en uno de éstos se acomodaron en primera fila Pepe y P., muy cerca del altar, que estaba hermosamente arreglado e iluminado para la ocasión, con plena vista sobre los contrayentes y el rito.

Pepe se retiró a la salida del templo y P. no volvió a encontrarlo hasta entrada la semana. Hablaron por supuesto del matrimonio; Pepe preguntó cómo había estado la fiesta y comentaron luego sobre la ceremonia.

¿Qué te pareció la rotura de la copa? -inquirió entonces; y P. recordó haber percibido que también a Pepe le causaba cierta impresión.

El rabino había alzado una copa de vidrio transparente en forma que la vieran todos y la envolvió cuidadosamente en un paño albo, que dejó con su contenido a los pies de la pareja. Reanudó luego el oficio en hebreo, con palabras que parecían de letanía. Cuando terminó, dio un ligero paso atrás. El novio levantó en seguida su pie derecho a la vez que giró un tanto el tronco inclinándose hacia la rodilla alzada, para descargar después violentamente su zapato, con todo el peso de su cuerpo, sobre el envoltorio inmaculado que tenía al frente; se oyó el estallido de la copa.

No sé -contestó P. — es algo que no había visto nunca; medio primitivo lo encontré.

Primitivo -repitió Pepe —, buena…

Entiendo que es para recordar la destrucción del templo de Jerusalén por los romanos -agregó P., sintiendo que ahora sí había encontrado el hilo para la conversación, la que con Pepe siempre tendía a elevarse —. Aunque alguien dijo también -añadió, a ver si esto estaba mejor — algo así como que era para que no se olvide la tristeza y desazón que hay en el mundo…

P’tas, Pollo - lo interrumpió Pepe — pareces cura, cómo puedes repetir leseras, el simbolismo que hay en esa quebrazón es tan claro…

Ahí cayó P. en cuenta. Justamente la noche antes había pergeñado un largo dizque poema, a guisa de conclusión, en el que se reiteraba cada tanto un par de versos: Ya no más mi princesa encantada/ de cristal y marfil…

Volvió a recordar todo esto mientras pensaba aún en aquella composición sobre Amor y Sexualidad. Fue recién entonces que cayó de nuevo en cuenta, más de treinta años después de haberla escrito, y tras haber estado dándole vueltas durante varios días. No supo cómo pudo ser que no lo hubiera advertido antes. Se acordó de una adivinanza que había aprendido de su madre: Soy la redondez del mundo. Sin mí, nada puede existir. Papas y cardenales sí, pero obispos no. Por eso era que no se había dado cuenta. Porque era simple y redondo como la letra O.

Cuando la escribió, no sólo confundía el instinto sexual con la sexualidad. Lo que comprendió recién ahora, o al menos recién ahora cabalmente, es que el amor al que se había referido, tal como lo había sentido en aquella época (o cultivado, o padecido), no era sino, pero literalmente, lo que usualmente se llama amor platónico: una relación idealizada emocional e intelectual que excluía la sexualidad; o que de hecho la inhibía pretendiendo precisamente exacerbar la espiritualidad. En cualquier caso, una distorsión; una especie de sustituto provisional de la integración debida del carácter en una fase inicial del desarrollo personal, tal vez condicionada por la funcionalidad social, prototípica tal vez de la niñez, la adolescencia o la primera juventud; pero que sí se relacionaba con formas ideológicas elaboradas de represión, o de pretender la separación de carne y verbo, o de cuerpo y alma, o peor aún, con la búsqueda de la perfección, y que se propalaba culturalmente, al margen de si había tenido o no enseñanza de religión, cualquiera fuera la mediación, con todavía mayor alcance y proyecciones. Le pareció de pronto estar frente a una enorme sombra que se extendía hacia sí, y tal vez por esto recordó aquello de: «Con la iglesia hemos dado, Sancho»; o quizás fue a la inversa, se acordó primero de la frase y luego de la sombra, pero recordó asimismo muy bien que ambas, la frase y la sombra que la suscita, están precisamente en el capítulo en que Don Quijote entra en Toboso a la búsqueda de la inexistente Dulcinea…

La relación con Viviana había sido efectivamente el comienzo de una transición; aunque P. tardó además en entender en qué había consistido por razones de otra deformación. No es que hubiera sido una transición, como se supone habitualmente que ocurren, entre un momento determinado y otro subsecuente de un mismo proceso progresivo. Había sido, por el contrario, una transición a un momento muy anterior -tal vez el beso simulado a su bolsón, la visita subrepticia al internado de monjas, el primer beso recibido- y su lento recorrido ulterior de creciente intensidad -de besos repetidos, encuentros y salidas, el azoro de aquel abrazo, hasta incluso la iniciación sexual-, por ende tampoco una regresión; la transición no entre dos momentos sucesivos, sino entre dos distintos procesos, posiblemente vinculados entre sí, pero en todo caso de temporalidades y también planos diferentes o, mejor dicho entonces, más bien una traslación; en definitiva, una traslación entre lo ilusorio y la realidad. Con aquel matrimonio, la traslación concluyó, y llegó por tanto a su fin la elaboración ilustrada por la secuencia Fresia- Selma- Viviana; permanecerían su recuerdo y entidad, pero terminado el sortilegio de Viviana, no habría ya otro semejante.

Había quedado atrás la copa rota.

En todo esto pensó P. tras releer su primera composición, de regreso en el país después de su largo exilio. Cualesquiera hayan sido los equívocos en que había incurrido, le pareció notable que a esa edad hubiera abordado el tema propuesto en el sentido que lo hizo; y la nitidez con que expresó el recuento de experiencia y apreciaciones que podía tener a esas alturas. Reencontró asimismo entre sus papeles y releyó también con detención la que había sido su siguiente composición escolar y Segismundo, un cuento escrito cuando ya estaba en la Universidad, y recordó el comentario que sobre éste le había hecho su amiga Agy, así como el sobresalto que le había producido luego, que le reveló entonces el verdadero significado de la que había sido su composición siguiente, aquella que llamó La Maleta. Tuvo ahora la impresión de que, entre Amor y Sexualidad, La Maleta y Segismundo, había claves sobre lo que había sido el resto de su vida, las que provenían de antes de que escribiera los textos y las que no habían dejado de estar presentes después; como si su vida hubiera ya transcurrido cuando los escribió, o hubiera estado delineada en ciernes en lo escrito; se preguntó cuánto y hasta dónde podía haber de conexiones con la disociación original, cuál era en verdad y hasta dónde se extendía su trasfondo. Rememoró personas y partes de su pasado que se agolparon a saltos en su memoria, y se le ocurrió la historia de la prima tonta.

Pensó también que en su vida había habido distintos períodos, en que podría recapitularlos de diferentes maneras según distintos criterios, y en que tal vez debería hacerlo sobre todo en relación al amor. Respecto a las diferentes formas en que había amado, desde luego; pero discurrió a la vez que todavía más: en fin de cuentas quizás tenía sentido que el mismo concepto de amor recubriera distintas dimensiones; y pensó que podría recapitular su vida no sólo en relación a las diferentes formas en que había amado, sino también a las distintas prioridades relativas que en cada período había habido entre las diferentes dimensiones del amor, a la diferente intensidad con que en cada período se habían combinado; había por cierto una relación intrínseca entre amor y existencia, no pudo menos que colegir; no era inútil pensar en todo esto, consideró en fin: tal vez ayude en algo entender mejor la vida propia; sería bueno no desestimarlo, en especial ahora, de regreso en el país, que debía recomenzar de nuevo y sentía que todo podía replantearse.

Porque sí, en su momento había quedado atrás la copa rota; pero faltaba por dilucidar lo ocurrido en adelante, y habría aún que afrontar lo que siguiera.