Cuento que puede parecer extraño; figurado a modo de teatro («acción en prosa»).

Segismundo

«Segismundo nació a los catorce años (el autor declara que, en rigor, este hecho no le consta; pero sabe de al menos un caso parecido, el que narra un dramaturgo de apellido Ionesco).

Transpuso al nacer una puerta giratoria en el muro de ladrillos al fondo del escenario y quedó de inmediato sobre la acera, en medio del ir y venir de transeúntes, algo cegado por los reflectores que alumbraban directamente a sus ojos.

Traía consigo una maleta. La maleta era negra, grande, inusualmente ancha, de líneas rectas; y tenía en su costado un rótulo escrito con letras rojas que decía: Frágil. Segismundo portaba en ella sus ideas.

Abriéndose paso como mejor pudo, avanzó acercándose hacia la platea hasta un lugar desahogado, en un costado, y revisó entonces cuidadosamente sus bolsillos. Confirmó así lo que ya se temía: no tenía llaves de la maleta.

No sabía pues por qué había llegado, ni dónde ir. En tanto decidía qué hacer, se propuso cuidar al menos las apariencias: alisó el ala de su sombrero y luego la forma de su copa; escobilló sus dientes; repasó el nudo de su corbata; sacudió y volvió a plegar el pañuelo doblado en cuatro puntas que lucía en el bolsillo superior externo de la chaqueta; revisó el cuidado de sus uñas; retocó el brillo de su calzado restregando sucesivamente cada zapato contra el pantalón a la altura de la pantorrilla de la otra pierna, sobre la que se mantenía a la vez en equilibrio; repasó en fin las líneas del planchado de ambas piernas del pantalón.

Después de todo lo cual, decidió atenerse a lo que pudiera decirse en su Pequeño Manual para Casos como Éste y Otros Parecidos. Consultó el índice, ubicó la sección correspondiente y encontró prontamente que le prescribía: Ayúdate, que Dios te ayudará. Resolvió por tanto emprender la marcha.

Tal vez lo más difícil sea el inicio -se dijo, cargando la maleta- y caminó hacia el otro extremo del escenario, en paralelo al flujo de transeúntes que, atrás, más cerca del muro, se entrecruzaba en ambos sentidos, como si estuviera separado de ellos por un telón invisible.

Mientras caminaba, cambiando a veces de mano la maleta, Segismundo observaba en derredor a todos lados, incluyendo la platea [puede eventualmente disponerse que descienda y circule entre los espectadores], deseoso de aprender lo que pudiera. Caminó así por mucho rato, sin prestar atención alguna al transcurso del tiempo. [En lo que sigue, el director de escena podrá definir libremente los desplazamientos de Segismundo y otros personajes, sin otro límite que su propia imaginación y los medios de que disponga el teatro; de preferencia empleando diferentes niveles y profundidades, sin omitir el fondo de la sala, sus distintos accesos y el espacio sobre los espectadores, mediante pasarelas, columpios, zancos, escalas, o lo que se pueda].

Dejándose llevar por el crecimiento del bullicio, fue a dar al centro de la ciudad: sus calles peatonales atestadas, la amplia extensión de la Plaza de Armas, los avisos de neón por todas partes, la gente entrando y saliendo de los cines, los lugares donde comer al paso hot dogs o pizzas; y se entretuvo hasta casi no sentir el peso de la maleta, pero le pareció en definitiva que todo aquello era demasiado intrascendente y decidió alejarse, guiándose siempre por el bullicio, ahora en sentido inverso. Cruzó a lo largo un extenso parque, prácticamente desde el mismo centro, su oído atento al canto de los pájaros y el ruido de las hojas sobre las que caminó. Se encontró con niños que iban o regresaban de sus escuelas y conversó con algunos que le preguntaron qué llevaba en la maleta: No lo sé, fue todo lo que pudo responder (y tuvo la impresión de haber leído que ya era saber algo).

Al término del parque, en el punto de la ciudad que marcaba el comienzo de los barrios residenciales acomodados, confluían varias grandes avenidas. Por la que justamente delimita los sectores oriente y poniente, avanzaban columnas de trabajadores, algunos en huelga y otros que solidarizaban, todos manifestando contra la cesantía y los bajos salarios, coreando gritos como: Pan, trabajo,/ justicia y libertad. Sin importarle que cargaba la maleta, Segismundo se unió a ellos y acompañó la marcha voceando sus consignas, participó de la multitudinaria concentración en que se reunieron las columnas venidas de distintos sectores y escuchó los discursos, en especial el de su orador principal, quien usaba anteojos de gruesos marcos negros y llamó al final a que la concentración se disolviera con tranquilidad: El futuro es nuestro y lo hacen los pueblos, concluyó con convicción, en medio de una ovación general, vítores y el voceo masivo de su apellido, que unificó todas las consignas. La gigantesca multitud congregada se dispersó después en pequeños grupos, sus telones y buena parte de las banderas plegadas, y a Segismundo le pareció que, aun al disgregarse, todos permanecían juntos; en adelante, se dijo, no olvidaría nunca sus demandas ni a quienes las sustentaban.

Tras participar de la manifestación, sintió que la maleta era cada vez más pesada y, a ratos, que ya casi no podía sostenerla. Mas al doblar una esquina se encontró con una joven hermosa, que lo saludó como si se conocieran, y desde ese momento caminaron juntos cual si ambos supieran dónde iban. Pareció entonces de inmediato que la maleta ya casi no pesaba y Segismundo pudo balancearla y aún jugar livianamente con ella [el director debe procurar en lo posible que, durante esta escena, la maleta, conservando siempre su misma forma y apariencia, se torne un globo flotando en el aire, el rótulo de Frágil boca abajo; con la sola condición de que permanezca unida a Segismundo por un cordón rojo claramente visible a los espectadores].

Segismundo encontró en el camino una flor que cortó para ofrecerla a la joven, quien la recibió con una sonrisa y, luego de admirarla y caminar un rato como si bailara dando vueltas alrededor de la flor, empezó a deshojarla al tiempo que repetía: Te quiero mucho, poquito, nada.... Y cuando desprendió el último pétalo, se volvió hacia él y le dijo: Te quiero mucho. [Durante toda la escena a partir del encuentro de la flor, la luz deberá concentrarse sólo sobre ésta y los personajes; y, si fuera posible que transcurra mientras se desplazan sobre la platea, en los pétalos, que deberán caer sobre los espectadores a medida que sean desprendidos]. Aunque sin desasirse de la maleta, Segismundo hizo en respuesta, con alegría, varias complicadas piruetas, que ella acogió cada vez con entusiasmo y aplausos; y luego ambos continuaron su travesía tomados de la mano [la luz general debe restablecerse ahora paulatinamente].

Mientras caminaban juntos, él sentía que le mostraba la ciudad -detalles, perspectivas, diferencias- mientras la joven admiraba cada parte por la que pasaban, y llegaron así a aquel punto de confluencia que la dividía.

Me disculpas -dijo ella entonces, en forma amable pero terminante —. Aquí debemos separarnos.

¿Cómo dices? -pareció no creer él lo que escuchaba —, ¿por qué?

Lo siento -replicó la joven, con tono de revelación definitiva —, no puedo seguir deambulando, mi camino parte de donde empieza y son mis propias alas las que me llevan de regreso al nido.

Y empezó a alejarse, bailando en punta de pies, sus brazos en alto, cual si hubiera sido una bailarina en El Lago de los Cisnes (o si remedara la estrambótica escena de la hermana menor de la protagonista en High Society), volviéndose hacia él sólo para hacer una seña de despedida al salir por el otro lado del escenario.

Segismundo corrió hasta allí como si fuera a seguir tras ella, pero se detuvo al llegar a la cortina y, tal si aún la viera, sólo atinó a gritar con tono que parecía quebrarse: Mañana será otro día…; e insistir luego: Hay un mundo por delante…; y después, con algo más de convicción: El futuro es nuestro… (aunque se interrumpió al darse cuenta de que esto lo había oído al orador principal en la concentración). Por un rato se mantuvo todavía expectante, a la espera, mas al no recibir respuesta alguna se fue doblando sobre sí con profundo desaliento, a la vez que flexionando sus rodillas hasta casi juntar la frente con ellas, y reparó así en el cordón rojo que lo unía a la maleta que, cuando él corrió, se había extendido a lo largo de toda la boca del escenario, la maleta en el suelo en el otro extremo, el mismo desde donde al comienzo había iniciado su marcha y arrancado ahora la carrera (ya no más un globo, si pudo serlo antes). Segismundo regresó a ella siguiendo la línea del cordón, cogiéndolo con cada mano alternadamente, avanzando por él como si fuera una cuerda de ascenso en la montaña.

La maleta le pesó esta vez tanto que apenas pudo levantarla. Segismundo retomó la marcha dando la espalda a la platea, echado atrás, caminando con los pies más separados que lo habitual, sujetando con ambas manos la maleta. La ciudad, sus casas y edificios, las calles y vehículos, sus árboles y faroles, parecían salir a su encuentro en telones sucesivos, mientras vagaba sin rumbo. Se encontró de pronto ante el plano inclinado de un andamio adosado en líneas quebradas a un alto edificio en construcción y resolvió subirlo, en cada piso mirando al interior por las ventanas, como si buscara, y luego hacia el exterior, de cara a los espectadores, viendo crecer abajo, a sus pies, desde cada vez más arriba, la ciudad con sus luces, ya de noche, sintiendo cada vez más viento, frío y vértigo; hasta que en la terraza halló un acceso para descender por la escalera interior, sólo la parte superior de su cuerpo visible a través de las ventanas mientras bajaba, como si no llevara la maleta, cambiando en cada piso su perfil visto desde la platea, hasta volver al mismo sitio donde empezó el ascenso. Todo esto es inútil, se dijo, extenuado: no puedo más, no vale la pena, no tiene sentido; y decidió regresar a su lugar de origen. Cargando siempre la maleta, dio entonces vueltas sobre sí mismo, hasta que un giro del escenario le dejó nuevamente a la vista el muro, a todo lo ancho del fondo, tal cual al inicio, aunque ahora no tenía puerta.

Segismundo se abalanzó sobre el muro arrastrando tras sí la maleta, palpándolo como podía con una o la otra mano, buscando algún intersticio entre los ladrillos, hasta que, de pronto, algo cedió, se abrió primero una pequeña hendidura, contra la que hizo fuerzas con un hombro y pudo entrar primero un brazo, luego la pierna de ese lado y la mitad del cuerpo, el muro abriéndose como si en esa parte fuera de caucho, ciñéndose a la vez sobre su cuerpo, hasta que consiguió entrar la cabeza, y luego la otra parte del cuerpo, la otra pierna, el brazo, quedó al final sólo la mano, dejó caer la maleta, entró también la mano y volvió a cerrarse el muro.

Ya al comienzo del forcejeo de Segismundo contra el muro, los mismos transeúntes de la primera escena habían reiniciado poco a poco sus idas y venidas, aumentando su tránsito luego de que la maleta quedó abandonada, tropezando con ella, maltratándola y empujándola de uno a otro lado sin ningún miramiento, hasta que, volcándose sobre uno de sus costados, al borde del escenario, se abrió de frente a la platea. En su interior no había nada».

P. recuerda el cuento

P. imaginó este cuento en sus primeros años de Universidad, cuando estudiaba también teatro, y lo relató por primera vez, sólo por casualidad, a su amiga Agi, varios años mayor, quien cursaba en Medicina su especialidad en psiquiatría. Agi lo había llevado en auto, ya de noche, hasta donde P. iba y, cuando llegaron, nada más por prolongar el rato, le contó la historia, sentado aún en el asiento de acompañante, ella asida al volante mirándolo fijamente.

Agi tenía un bello rostro aguzado, marcado por su nariz aguileña, con grandes ojos azules rasgados; facciones de gitana, aunque con colorido nórdico, acentuado por el rubio de su cabello. Lo escuchó concentrada durante toda la narración, sin interrupciones, y cuando P. concluyó le dijo categórica, por todo comentario:

Esa maleta es tu mamá.

¿Cómo? -reaccionó P., sorprendido —, ¿qué dices?

Que esa maleta representa a tu mamá -reiteró Agi, sin asomo alguno de duda.

No había ya tiempo para agregar más nada ni a P. le pareció que se justificara.

Buenas noches -prefirió decir, — y muchas gracias de nuevo -se terminaron de despedir y se bajó, se hicieron todavía una seña y ella partió.

Qué rara persona es Agi, se dijo P., qué extraño comentario, ni siquiera conoce a mi familia ni es mucho tampoco lo que sabe de mí; por qué habrá dicho eso.

Pero mientras indagaba en qué dirección debía caminar desde la esquina en que estaba, se quedó pensativo y de pronto se sintió solo. Casos como éste y otros parecidos es una expresión de mi padre, observó primero; incluso lo de pequeño manual le recordó el Pequeño Larousse Ilustrado que le había dado su padre desde niño; y el refrán ese de ayúdate, que Dios te ayudará era uno de los favoritos de su madre… Llegó así a que, más aún -sorprendente le resultaba advertirlo solamente ahora, como si se lo hubiera develado una adivina-, había una rotunda coincidencia: la maleta que había tenido como referencia cuando se le ocurrió la historia y ahora, mientras la relataba, era justamente la que, desde que tenía memoria, usaba su madre...

¿A dónde lleva todo esto?, se preguntó, ¿qué quiere decir?

Y entonces se le produjo un auténtico sobresalto: recordó aquella composición escolar sobre el que habría sido su primer viaje solo en tren, entendió que su verdadero tema era en realidad la angustia y creyó ver escrito con grandes letras ante sus ojos, allí, en medio de la calle, como si esta fuera el escenario del cuento que acababa de contar, lo que había sido el título de la composición: La Maleta.