— Mira, Laia, es que no sé qué hacer. Me acuerdo al principio, cuando íbamos al monte los fines de semana, a Collserola, al Tibidabo, qué manera de correr entre los árboles, qué energía, trepando por los senderos que picaban hacia arriba; era para verlo, siempre él el primero, abriendo camino. Y ahora, ya ves. Se pasa el día entero durmiendo en el sofá, parece un trapo viejo, o en una butaca pegada al radiador. No puedo llevarlo a ninguna parte. Si lo saco a pasear por la playa, a los cinco minutos da pena verlo, con la lengua fuera y los ojos llenos de lágrimas.

Junta las manos con vehemencia, las separa, las agita como si estuviera espantando una mosca.

— Y mejor no hablar de irnos de casa y que se quede él solo. Si salimos dos o tres días, ya estamos llamando a tu tía para que se acerque a echarle un vistazo, a comprobar que todo está bien, que aún tiene comida. Y esto, lo último, collons!

— Esto ya, mira, Laia, esto ya es la gota que colma el vaso. Vas por el pasillo y pisas un charco, y a fregar, a limpiarlo todo, o de repente se ahoga, empieza a toser y vomita en la alfombra, o en la colcha de la cama, y venga a poner lavadoras. De un tiempo a esta parte todo son preocupaciones. Hay que ir detrás de él continuamente. Se mea en la entrada, en cualquier parte, o deja por ahí escondida alguna sorpresa, como el día que se hizo sus cosas debajo de la mesa, y ¡puf!, cómo olía, cuando estuvieron aquí el Quim y la Montse, quina vergonya! Y así todos los días. Cuando no se asfixia, te despierta aullando a las tantas de la madrugada. Yo es que no puedo más, Laia. ¿Qué quieres que haga? Esto a mí me supera. Mira, le damos la pastilla, así no se puede estar, ni él ni nosotros. Le damos la pastilla y que descanse, el pobre, es lo mejor para todos, lo más humano; o lo llevamos un día al campo, lejos, como si nos fuéramos de excursión, al Montseny, a la Garrocha, y lo dejamos a sus anchas, que corra si quiere, o que se tumbe a la bartola. Lo dejamos en libertad, él solo, y que sea lo que Dios quiera.

Hay un silencio.

— Caray, Oriol –Laia traga saliva, no sabe muy bien qué decir— que no és un gos, el senyor Nicolau, que es el teu pare…

Oriol se enciende un cigarrillo, el tercero en poco rato.

— Entonces, ¿qué? Mejor lo llevamos al campo, ¿no?