Dos años vivimos en París. Recorrimos juntos repetidamente la ciudad, sus lugares cercanos de interés, casi toda Francia y gran parte de Europa, en algunos casos también repetidamente; e hicimos nuevas amistades, algunas de las cuales conservamos siempre.

El mundo se veía distinto desde París. Más al alcance, desde luego; como desde cierta altura que permitía una visión más general, también. Las distancias a los distintos continentes y regiones eran por supuesto diferentes; su importancia e interés relativos, asimismo. Aun toda América Latina parecía ser apenas un espacio reducido, desde luego en las noticias; la información sobre nuestro país era, si acaso, de pocas líneas y en letra chica. Prácticamente todo el resto del globo estaba más cerca. Cada realidad, hecho, dimensión, elemento, se apreciaba mejor en su trasfondo histórico. El pensamiento se estructuraba en categorías y conceptos que cobraban interés y requerían dedicación por sí mismos.

En la realidad política internacional había una frontera incierta entre paz y guerra. En todo el mundo los conflictos locales, estrechados entre los límites de la llamada Guerra Fría, oscilaban entre distintas formas de violencia y confrontaciones armadas, internas o entre países. En todo el mundo se buscaban también cauces nuevos. Vivimos en Francia activamente (pudiera decir que como acuciosos observadores participantes) el Mayo de 1968; y seguimos de cerca con interés y esperanza la Primavera de Praga.

No tardamos en visitar el Louvre y reencontré a La Gioconda. No fue lo mismo. Nunca dejé después de pasar a verla cuando estuve en el museo, ni entonces ni cada vez que regresé a París; ni dejaré nunca de hacerlo, cada vez que pueda. Pero ya no fue lo mismo. Algo cambió. Dejó de ser para mí una imagen recurrente y de atractivo impostergable. No es que haya cambiado ella, por cierto (ni siquiera cuando años después padeció un atentado, debió ser reparada, se le antepuso un cristal que la protege; ni cuando se la trasladó al lugar en que estuvo largo tiempo, que me gustaba mucho menos). Algo había cambiado por tanto en mí, supongo; o en mi forma de verla. Aunque me pareció ahora que en su propia figura -en medio del camino, o del río- lo que había de irresistible atractivo era precisamente cierta representación de cambio; cierto aire de mutación, a la vez evasivo e ineludible, palpable aunque inasible; que el enigma de su sonrisa era más bien el del eterno femenino, o la continuidad vital y sucesiva de la presencia femenina.

Conocí a Paulina Bonaparte la primera vez que estuvimos en Roma, en una tarde de calor implacable que no disminuía ni con el tramado continuo de sombra producido por los árboles de la Villa Borghese. El aire acondicionado del museo fue pues un alivio; y luego pareció más bien un reflejo del mármol y la pureza de las esculturas y el clasicismo de las pinturas. Paulina me impresionó a primera vista, quizás porque no sabía que la encontraría. A la vez que me pareció reconocerla. Quizás porque me recordó un cuadro que había visto en el Louvre, cerca de donde estaba entonces La Gioconda. Me parecieron después familiares la perfección de sus proporciones y distintos detalles: la forma de sostener su cabeza, el ademán de la mano en que tiene la manzana, el dedo gordo de sus pies, más corto que el resto (como usualmente en las esculturas greco latinas); y sobre todo su manera de mirar, como a lontananza, aunque siempre sin verme; más bien como para ignorarme. Aun así, me quedó gustando Paulina; al regreso a París confirmé sus semejanzas con aquel cuadro de Madame Récamier y, el año siguiente, de paso por Roma, volví a visitarla.

Concluimos nuestros estudios en Francia y fuimos después por un mes a Polonia, donde había sido invitado por la Universidad de Varsovia. Habría podido ir luego por un año como investigador invitado a una Universidad en los EEUU, pero preferimos regresar a Chile. Viajamos en un barco de carga, donde se nos había facilitado acceso por gentileza en un llamado camarote de armadores, excelente por su amplitud y una terraza propia con vista a babor, libre de miradas ajenas. Recalamos en distintos puertos de Europa, en cada parte con tiempo suficiente para algunos recorridos adicionales. A poco de entrar en el Atlántico, el oficial con quién conversábamos más frecuentemente nos previno con gran reserva de que en alta mar la personalidad del capitán se alteraba y era necesario mantener mucha prudencia frente a sus desplantes autoritarios; y en efecto, lo vimos transformarse en un psicópata (que me recordó el personaje de Humphrey Bogart en El Motín del Caine). Ya en América, cruzamos el canal de Panamá con escala en sus puertos de entrada y salida; después, recalamos en prácticamente todos los de la costa del Pacífico hacia el sur, en algunos casos por varios días, como en Callao, Perú, de donde nos trasladamos a casa de parientes cercanos por parte de mi padre en Lima, y visitamos a familiares de mi señora; y en especial en cada uno de los puertos del norte de Chile.

Tardamos me parece que dos semanas sin ver tierra en la travesía del Atlántico y en total cuarenta días en el viaje; habría podido por mi parte, sin embargo, continuar navegando de inmediato otros cuarenta, sin ninguna reticencia. Me aprestaba para ver emerger Valparaíso desde el horizonte, pero para mi decepción fuimos informados que arribaríamos durante la noche y fondearíamos en la bahía para atracar a primera hora en la mañana. Madrugamos ese día y sí, ahí estaba ya Valparaíso, encaramado en los cerros, cada vez más nítido mientras se iban apagando algunas luces todavía encendidas y terminaba de disiparse la niebla marina al clarear el alba, luciendo aquí y allá alguna bandera chilena desplegada al viento. Antes de salir del puerto, durante la inspección de nuestro equipaje, se acercó a despedirse de nosotros el capitán del barco, correctamente vestido en traje de calle, y lo vimos alejarse tan campante, como tanta otra gente que circula normalmente. Nos esperaban en Valparaíso buena parte de nuestras familias, en especial la de mi señora, y fuimos todos invitados a un almuerzo ofrecido por su abuelo en el mejor hotel de Viña del Mar, donde fuimos a saludarlo; aunque -increíble me parece hasta ahora al recordarlo- nos disculpamos de aceptar, pues preferimos ir con los familiares de más o menos nuestra generación a comer chacareros, unos sándwich de carne y verduras frescas con ají verde que durante nuestros años de ausencia se me habían tornado una añoranza acuciante.

Regresamos a casa de mi madre; mi hermana había terminado el año anterior sus estudios en la universidad y empezado a trabajar. Ordenaba aún mis efectos personales en lo que había sido mi dormitorio de soltero mientras probaba un televisor nuevo que habíamos traído con nosotros, cuando caí en un programa de conversación en que estaba Raúl Ruiz, quien me pareció muy avezado y de bastante más edad que la mía (aunque cuando falleció hace no mucho me enteré de que era prácticamente la misma). Le preguntaron por qué viajaba al extranjero y volvía a Chile: La primera vez me fui para aprender y regresé porque quería aplicar aquí lo que había aprendido, respondió; la segunda porque quise mejorar mi experiencia trabajando fuera y regresé para aprovecharla en el país; la tercera me fui y también volví para tener mejores oportunidades; ahora… ya no sé por qué me voy ni por qué vuelvo.

Se había estrenado hacía poco Tres Tristes Tigres, y supongo que esa haya sido la razón por la que fue invitado al programa: muy de tarde en tarde aparecía por entonces un largo metraje filmado en Chile (la televisión era también aún bastante incipiente en el país). La película no pasó desapercibida y hasta tuvo cierto éxito de crítica, pero apenas se exhibió y me demoré años en conseguir verla. Las películas de Ruiz se vieron rara vez en Chile, y la significación de su realizador en el país distó siempre, con mucho, de la que mereció en los medios más calificados del cine en el extranjero, en especial en Francia.

En aquel entonces de la entrevista a Ruiz y su respuesta citada, me quedé pensando en cuál sería mi caso. No tenía duda de que había querido regresar a Chile y, sobre todo, de que volvería siempre; hasta se me ocurrió pensar si no sería por los chacareros.

Al cabo de poco nos trasladamos al departamento que fue nuestro primer hogar propio en Chile.